Lirios y pájaros y tiempo y esfuerzo


V. van Gogh, Les Iris (1889), óleo sobre lienzo (71 cm × 93 cm), 
J. Paul Getty Museum, (Los Angeles, California).
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La página del evangelio es poética, habla de lirios y pájaros, y al mismo tiempo nos pone en guardia ante el consumismo, a no ser esclavos del dinero y la ambición. Servir al dinero no es servirse de él, sino estar obsesionados por él, con un agobio que produce stress y la pérdida del equilibrio interior. Una cosa es saber el valor del dinero, que era necesario también en tiempos del Señor, y otra el exagerar nuestra dependencia y de lo que se puede adquirir con él, perdiendo la serenidad y la paz. En el espiral sin freno de comprar y tener perdemos el humor, el amor, el humanismo; no nos queda tiempo para reírnos, para jugar, para pasear, para "perderlo” con la familia y los amigos. Hoy el evangelio nos invita buscar aquello que permanece, a confiar y a abrirnos a Dios. Isaías invitaba al pueblo- en circunstancias nada fáciles- a confiar filialmente en Dios, y lo hace poniendo en la boca del mismo Dios unas entrañables palabras: ¿Puede acaso una madre olvidarse de su criatura hasta dejar de estremecerse por el hijo de sus entrañas?[1]. Con su “busquen el Reino” Jesús nos invita a dar más importancia a las cosas del espíritu que a las meramente materiales –paja que se lleva el viento- y que lo hagamos en un equilibrio sereno. No se trata de una invitación a la pasividad, o una huida poética, pensando que Dios proveerá para los gastos de la casa, o que no hay que ahorrar y ser previsores. El mismo Señor que nos habla de los lirios y los pájaros es el que nos invita en otro lugar a hacer fructificar los talentos que tenemos[2]. No es pues un romanticismo bucólico, falsamente apoyado en Dios. Lo que hemos de evitar es la excesiva preocupación, el agobio obsesivo, la esclavitud, que nos matan el espíritu, ahogan el humor y no nos dejan vivir. Y también a ser menos serios y envarados, y vivir una espiritualidad más ¿cómo decirlo? Como más centrada en la esperanza y la alegría que en el miedo. ¿No da a veces la Iglesia la impresión de estar demasiado nerviosa y excesivamente preocupada por estructuras y doctrinas y por parecer inmaculada? La calma de Cristo, en sus palabras y en su manera de vivir, en su amor a la vida y su capacidad de esperanza, es una lección ante todo para la Iglesia misma, para todos aquellos que nos decimos Cristianos y luchamos por serlo  • AE



[1] Cfr. 49, 14-15.
[2] Cfr. Mt 25, 14-30. 

Decidir el amor


La persona que más te odia, tiene algo bueno en él; incluso la nación que más odia, tiene algo bueno en ella; incluso la raza que más odia, tiene algo bueno en ella. Y cuando llegas al punto en que miras el rostro de cada hombre y ves muy dentro de él lo que la religión llama la “imagen de Dios”, comienzas a amarlo “a pesar de”. No importa lo que haga, ves la imagen de Dios allí. Hay un elemento de bondad del que nunca puedes deshacerte [...] Otra manera para amar a tu enemigo es esta: cuando se presenta la oportunidad para que derrotes a tu enemigo, ese es el momento en que debes decidir no hacerlo [...] Cuando te elevas al nivel del amor, de su gran belleza y poder, lo único que buscas derrotar es los sistemas malignos. A las personas atrapadas en ese sistema, las amas, pero tratas de derrotar ese sistema [...] Odio por odio sólo intensifica la existencia del odio y del mal en el universo. Si yo te golpeo y tú me golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y así sucesivamente, es evidente que se llega hasta el infinito. Simplemente nunca termina. En algún lugar, alguien debe tener un poco de sentido, y esa es la persona fuerte. La persona fuerte es la persona que puede romper la cadena del odio, la cadena del mal [...] Alguien debe tener suficiente religión y moral para cortarla e inyectar dentro de la propia estructura del universo ese elemento fuerte y poderoso del amor • Martin Luther King, Sermón en la iglesia Bautista de la Avenida Dexter, Montgomery, Alabama, 17 de noviembre de 1957.

El modo de ser de Dios


Cuando el pueblo de Israel se dio cuenta de la fuerza que suponía la invasión de la cultura helénica impulsada por Alejandro Magno, poco a poco empezó a defender su identidad con todas sus fuerzas: solo podrían sobrevivir reafirmando su adhesión incondicional a la ley y al templo, y separándose de todo aquello que resultara pagano o contaminado. El templo de Dios, lugar santo por excelencia, debía pues ser protegido de toda contaminación, evitando la entrada de gentiles e impuros, y la observancia estricta de la ley el mejor medio para vivir en la tierra santa de Dios. Ese era el ambiente cuando apareció el código de santidad: Sed santos, porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo[1]. A partir de ahí santidad se empezó a entender como separación de lo impuro, de lo sucio, y fueron entonces apareciendo algunos grupos que la promovían con un rigor especial, como los esenios de la comunidad de Qumrán[2]. Solos en el desierto, vestidos con túnicas blancas y entregados a toda clase de purificaciones podían vivir como varones de santidad e hijos de la luz, fieles al Dios tres veces Santo y aislados tanto de los romanos y de los judíos que vivían de manera impura. Fue así que aquellos que observaban el código de santidad gozaban de mayor dignidad que los impuros, especialmente quienes vivían en contacto con publícanos y prostitutas.  Y de pronto aparece Jesús, que frente a al código de santidad -Sed santos porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo- introduce otra exigencia que transforma de manera radical el modo de entender y vivir la imitación de Dios: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que les odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian[3] ¡Es la compasión y el amor y no la pureza ritual lo que hemos de imitar en Dios! Y ¡ojo! No es que Jesús niegue la santidad de Dios, pero lo que parece importarle no es la separación entre sucios y limpios sino su amor compasivo. Dios es grande y santo no porque vive separado de los impuros, sino porque es compasivo con todos y hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos[4]. La compasión es el modo de ser de Dios, su primera reacción ante el ser humano, lo primero que brota de sus entrañas de Padre. Dios es amor entrañable hacia todos, también hacia los impuros, o los privados de honor, o los excluidos de su templo por la razón que fuere. Por eso la compasión es para Jesús la manera de imitar a Dios y ser santos como él es santo. Mirar a las personas con amor compasivo es parecerse a Dios; ayudar a los que sufren es actuar como él. Esta es la revolución de Jesús. La experiencia que él –Jesús- tiene de Dios no conduce a la separación y exclusión, sino a la acogida, al abrazo y la hospitalidad. En el reino de Dios, a nadie se ha de humillar, excluir o separar. Los impuros y los privados de honor también tienen la dignidad sagrada de ser parte de la familia. Es el amor compasivo el que está en el origen y trasfondo de toda la actuación de Jesús, lo que inspira y configura toda su vida. La compasión no es para él una virtud más, una actitud entre otras, sino que vive como transido por la misericordia: le duele el sufrimiento de la gente, lo hace suyo y lo convierte en principio interno de su actuación. Él es el primero en vivir como el padre de la parábola que conmovido hasta lo más hondo de sus entrañas acoge al hijo que viene destruido por el hambre y la humillación[5], o como el samaritano que movido a compasión se acerca a auxiliar al herido del camino[6]. Jesús toca a los leprosos[7], se deja tocar por la hemorroísa[8] y besar una prostituta[9]. Nada detiene a Jesús cuando se trata de acercarse al que sufre, y es que él tal vez tenía una visión muy particular: lo santo no necesita ser protegido para evitar que se contamine ¡al contrario! es el verdaderamente santo quien contagia pureza y transforma al impuro. Jesús toca al leproso, y no es Jesús el que queda impuro, sino el leproso quien queda limpio • AE



[1] Cfr. Lev 20,27.
[2] Llegaron incluso a abandonar la tierra prometida para crear en medio del desierto una comunidad santa pues según ellos ya no era posible vivir de manera santa en medio de aquella sociedad tan contaminada
[3] Cfr. Mt 5, 38-48.
[4] Ídem.
[5] Cfr. Lc 11, 15-32.
[6] Id., 10, 25-37.
[7] Id., 17, 11-18.
[8] Cfr. Mc 5, 21-43.
[9] Cfr. Lc 7, 36-50. 

Las primeras luces: tus primicias


¿No sabes, hombre, que cada día adeudas a Dios las primicias de tu corazón y de tu voz? La mies madura cada día; cada día madura su fruto. Por eso, corre al encuentro del sol que sale... El sol de la justicia quiere ser anticipado; no espera otra cosa... Si tú te adelantas a este sol que va a salir, recibirás como luz a Cristo. Será precisamente él la primera luz que brille en lo más íntimo de tu corazón. Será precisamente él quien (...) haga brillar para ti la luz de la mañana en las horas de la noche, si reflexionas en las palabras de Dios. Mientras tú reflexionas, se hace la luz... Muy de mañana apresúrate a ir a la iglesia y lleva como ofrenda las primicias de tu devoción. Y después, si los compromisos del mundo te llaman, nada te impedirá decir: mis ojos se adelantan a las vigilias meditando tu promesa, y con la conciencia tranquila te dedicarás a tus asuntos ¡Qué hermoso es comenzar la jornada con himnos y cánticos, con las bienaventuranzas que lees en el evangelio! Es muy saludable que venga sobre ti, para bendecirte, el discurso del  Señor; que  tú, mientras repites cantando las bendiciones del Señor, tomes el compromiso de practicar alguna virtud, si quieres tener también dentro de ti algo que te haga sentir merecedor de esa bendición divina (San Ambrosio, Comentario al salmo 118) •


Los "peros" y el amor.


Jan van Eyck, Giovanni Arnolfini y su esposa (o El matrimonio Arnolfini), 1434, 
Óleo sobre tabla (82 cm × 60 cm), National Gallery, Londres. 
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El texto del evangelio de este domingo bien podría llamarse “los peros de Jesús”. En el fondo –y en la superficie- es una invitación a pasar del derecho, o la ley, al amor, de la cordura humana a la locura divina, del orden a la sorpresa, de la justicia al puro regalo. Peros que nos ayudan a entender que aquello que no brota del amor y de la esperanza lo mejor es echarlo lejos. Y es que vivir en el amor es participar de la vida del otro, es crear y recrear vida, es ayudarle a crecer. Para conseguir la felicidad, la plenitud, o la bienaventuranza, como le llamamos los cristianos, no podemos conformarnos con la práctica de ley únicamente. El amor e interés por la vida del otro es lo que crea, profundiza y ensancha la nuestra, rompiendo las barreras del tiempo y el espacio, permitiéndonos experimentar la trascendencia. La vida crece cuando caminamos de la ley al amor, cuando sabemos dejar a un lado los propios intereses para poner atención a los demás. Cuando aparece el amor en la vida del hombre, la ley queda, digámoslo así, anticuada. No es que amor y ley sean antagónicos, sino que al lado del amor sobra la ley. “Entonces ¿para qué ley?”, se pregunta Pablo[1]. Cuando uno está enamorado no necesita de ninguna ley para vivir unido a la persona amada, sin embargo cuando desaparece el amor puede aparecer hasta la traición, y es entonces cuando se necesita el derecho, para organizar y ordenar una vida al margen del amor. La vida del hombre se desarrolla entre esos dos polos: el amor y la ley, y si ambos faltan la catástrofe no tarda en llegar. El amor cataliza nuestra personalidad, nuestras virtudes, y las del otro. Amar es crecer y ayudar a crecer. Si lo que siento por el otro no me ayuda a mejorar o que el otro mejore, lo más probable es que ahí no haya amor. Puede hacer locura, pasión, pero no amor. En esto, como en todo, uno recoge lo que siembra; nada se improvisa: quien siembra vientos, cosecha tempestades. No encontraremos la felicidad en este mundo viviendo únicamente de la ley. Se puede ser fiel al derecho, pero ser un desgraciado; es necesario vivir en el amor[2]. Los espíritus débiles y cobardes defienden -o pretenden defender- el amor con leyes. Los fuertes  superan las leyes con el amor. La ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo, para ser justificados por la fe [3] • AE



[1] Gal, 3,19.
[2] B. Oltra Colomer, Ser como Dios manda. Una lectura pragmática de San Mateo, EDICEP, Valencia 1995, p. 40-42
[3] Gal, 3, 24. 

Caminante sí hay camino


A propósito del Cristo crucificado del que habla san Pablo en la segunda de las lecturas, en una interesantísima entrevista a La Civiltà Cattolica, el Papa Francisco mencionó "como de pasada" una obra de Marc Chagall, pintor judío originario de Rusia nacido en 1887 y fallecido en 1985. El cuadro  fue pintado en 1938, año de la trágica Noche de los cristales rotos (del 9 al 10 de noviembre de 1938). En la obra, que se conserva en el Instituto de Arte de Chicago, la figura de Jesús crucificado es el centro. Sus ojos se hallan cerrados. Desde su posición única en la cruz, la figura Jesús comunica no poca serenidad.[1] Jesús en la cruz no es presentado con el paño común a conocidas Crucifixiones sino un manto ritual judío para orar (talit). Sobre la cruz figura la inscripción "INRI" (abreviatura de Iesus Nazarenus Rex Iudeorum), expresión de doble-filo escogida por los romanos para humillar tanto a Jesús como a los hebreos. Significativamente, ambos –de un modo u otro- comparten la condición de estar sometidos al yugo pagano. Con todo, en la pintura de Chagall, las mencionadas iniciales latinas son seguidas por su versión in extensum, a la que Chagall inscribe recurriendo al uso de caracteres hebreos tradicionales (Iéshu Hanotzrí Mélej Haiehudim). El Jesús de Chagall no posee corona de espinas ninguna, sino algo semejante a un turbante. Tal elemento conecta implícitamente a Jesús con los profetas de la Tierra Santa. En efecto, en el arte europeo pre-moderno, el turbante fue empleado persistentemente como atributo distintivo de los profetas hebreos. Haciendo referencia directa a ciertos momentos tremendos en la historia de la humanidad, la pintura de Chagall funciona como si fuese una plegaria u oración dirigida a Dios, una que a su manera llega a expresar -en términos visuales- las palabras de San Pablo: Hermanos míos, esos de mi propio pueblo, la gente de Israel. De ellos es la adopción como hijos [del Señor], la gloria divina, los pactos, la ley, las oraciones a Dios desde el Templo y el contar con Sus promesas. Suyos son los patriarcas, y desde ellos es trazado el linaje humano del Cristo[1]En una sola pintura Chagall ha logrado unir aquello que por muchísimos siglos comunidades enteras concibieron sólo en términos de segregación y antagonismo. El cuadro de Chagall no se centra solo en el sufrimiento, sino que expresa además la vulnerabilidad del hombre y su real necesidad de creer en Dios. Dicho en otras palabras, caminante hay camino[2] • AE





[1] Romanos, 9: 1-5.
[2] Contrariamente a lo que predica Antonio Machado al escribir su "cuando de nada nos sirve rezar" y acompañarlo por un "caminante no hay camino sino estelas en la mar." Frente a esto, uno podría suponer que Machado jamás se enteró de la existencia de Biblia y menos que menos de sus contenidos. La experiencia vivida lleva a la conclusión de que de nada nos sirve vivir improvisando. 

Sal y luz, bálsamo y calor


El Señor habla de sal y luz en el evangelio[1], y lo hace teniendo delante a aquel pequeño grupo de hombres y mujeres que querían escucharlo, que no eran aún cristianos –no se había consumado la redención, probablemente aún no se empezaban los bautizos en su nombre- pero que lo seguían en aquel pequeño rincón del gran Imperio de Roma. Con una comparación muy sencilla les dice que han de ser la sal que necesita la tierra y la luz que le hace falta al mundo. Ustedes son la sal de la tierra. Aquella gente sencilla de Galilea capta el mensaje, y es que era por todos bien conocido que la sal sirve para dar sabor a la comida y para preservar los alimentos de la corrupción. Aquellos discípulos –y con el paso de los siglos todos los cristianos hasta llegar nuestro tiempo- han de contribuir a que la gente saboree la vida sin caer en la corrupción. Ustedes son la luz del mundo. Sin la luz del sol, el mundo se queda en tinieblas: ya no podemos orientarnos ni disfrutar de la vida en medio de la oscuridad. Los discípulos de Jesús podemos aportar luz, ayudar a los demás ahondar en el sentido último de la existencia y a caminar con esperanza. Las dos metáforas coinciden en algo muy importante: si la sal permanece aislada en un recipiente, no sirve para nada. Solo cuando entra en contacto con los alimentos y se disuelve en la comida puede dar sabor a lo que comemos. Lo mismo sucede con la luz. Si permanece encerrada y oculta, no puede alumbrar a nadie. Solo cuando está en medio de las tinieblas puede iluminar y orientar. Una Iglesia aislada del mundo no puede ser ni sal ni luz. Papa Francisco nos ha advertido varias veces que la Iglesia vive encerrada en sí misma, paralizada por los miedos y demasiado alejada de los problemas y sufrimientos; en algunas situaciones no da –no damos- sabor a la vida moderna ni ofrece la luz genuina del Evangelio. Su invitación es clara: «Hemos de salir hacia las periferias existenciales». ¿Y cuáles son esas periferias existenciales? Las personas de comunidades indígenas en México, Sudamérica y África, mujeres excluidas por ser mujeres, jóvenes que reciben educación de baja calidad y que no tienen oportunidades, pobres, desempleados, migrantes, desplazados, campesinos sin tierra y personas con empleos informales. También niños sometidos a la prostitución infantil, familias que viven en miseria y pasan hambre, personas adictas a las drogas o al alcohol, personas con capacidades diferentes, portadores y víctimas de enfermedades de transmisión sexual, secuestrados, víctimas de la violencia, del terrorismo, de conflictos armados, ancianos excluidos, indigentes y presos que viven en situaciones inhumanas[2]. Sí: la lista es vasta y tal vez desalentadora, sin embargo existe la esperanza y el esfuerzo conjunto que, con la gracia de Dios, cambia realidades. El Papa insiste una y otra vez: «Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termina clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos»[3]. Si los cristianos nos volemos sal y luz del ambiente en el que vivimos, de la pequeña parcela que aramos todos los días, construimos entonces la cultura del encuentro, no sólo viendo sino mirando, no sólo oyendo sino escuchando, no sólo cruzándonos con las personas sino parándonos con ellas, no sólo diciendo “¡Qué pena! ¡Pobre gente!”, dejándonos llevar por la compasión; acercándonos a decir: “no llores” y dando al menos una gota afectiva y efectiva de vida. Sal y luz que curan, que calientan corazones. Esa es la llamada de hoy. La invitación abierta • AE



[1] V Tiempo ordinario Ciclo A (Mateo 5,13-16), 5 de febrero 2017.
[2] Cfr. Documento Aparecida n. 65, 402
[3] Exhortación apostólica, Evangelii Gaudium, n. 49.  El texto completo puede leerse en: https://www.aciprensa.com/Docum/evangeliigaudium.pdf

La magnitud y la hinchazón

A veces los hombres se causan un gran daño a sí mismos, mientras temen ofender a los demás. Mucha es la influencia de los buenos amigos para el bien y de los malos para el mal. Por ello el Señor, con el fin de que despreciemos las amistades de los poderosos con vistas a nuestra salvación, no quiso elegir primero a senadores, sino a pescadores. ¡Gran misericordia la del autor! Sabía, en efecto, que si elegía a un senador, iba a decir: «Ha sido elegida mi dignidad». Si hubiera elegido primero a un rico, hubiese dicho: «Ha sido elegida mi riqueza». Si hubiese elegido antes al emperador, hubiese dicho: «Ha sido elegido mi poder». Si el elegido hubiese sido un orador, hubiese dicho: «Ha sido elegida mi elocuencia». Si el elegido hubiese sido un filósofo, hubiera dicho: «ha sido elegida mi sabiduría». «Está gente soberbia -dijo el Señor- puede sufrir una pequeña dilación; está muy hinchada». Hay diferencia entre la magnitud y la hinchazón; una y otra cosa son algo grande, pero no algo igualmente sano. «Sufran dilación -dijo- estos soberbios; han de ser sanados con algo sólido. Dame en primer lugar este pescador. Tú, pobre, ven y sígueme; nada tienes, nada sabes, sígueme. Sígueme tú, pobre ignorante. Nada hay en ti que se asuste, pero hay mucho para ser llenado». A tan amplia fuente ha de llevarse el vaso vacío. Dejó sus redes el pescador, recibió la gracia el pecador y se convirtió en divino orador. He aquí lo que hizo el Señor, de quien dice el Apóstol: Dios eligió lo débil del mundo para confundir a lo fuerte; eligió también lo despreciable del mundo y lo que no es como si fuera, para anular lo que es (1 Cor 1,27-28). Y ahora se leen las palabras de los pescadores y se doblega la cerviz de los oradores. Desaparezcan, pues, de en medio los vientos vacíos; desaparezca de en medio el humo que a medida que se eleva se esfuma; despréciense totalmente en bien de la salvación • S. Agustin,  Sermón 87,1.

¡Una Iglesia Bienaventurada!

Secularizada. Fría. Profundamente interesada en las cosas materiales. Así es la sociedad en la que vivimos. Ciertamente hay muchos cristianos que (nos) dan testimonio de espiritualidad y servicio desinteresado a los demás, pero el mundo gira en una espiral de materialismo que pareciera no tener fin. Y de la Iglesia ¿Podríamos decir casi lo mismo? ¿Por qué no salen oleadas de alegría de nuestras asambleas eucarísticas; por qué es que casi nos matamos a bostezos en ellas? Las bienaventuranzas que escuchamos en el evangelio de este domingo –el cuarto del Tiempo Ordinario- quizá nos ayuden a entender cuáles son los rasgos fundamentales del cristiano[1]. Y es que no es posible proponer el evangelio de cualquier forma. Las ideas y propuestas de Jesús solo se difunden desde actitudes evangélicas. Así las bienaventuranzas nos indican el espíritu que ha de inspirar la actuación de la Iglesia mientras peregrina hacia el Padre. Las hemos de escuchar en actitud de conversión personal y comunitaria. Ambas. Solo así hemos de caminar hacia el futuro. Dichosa la Iglesia pobre de espíritu y de corazón sencillo, que actúa sin prepotencia ni arrogancia, sin riquezas ni esplendor, sostenida por la autoridad humilde de Jesús. De ella es el reino de Dios. Dichosa la Iglesia que llora con los que lloran y sufre al ser despojada de privilegios y poder, pues podrá compartir mejor la suerte de los perdedores y también el destino de Jesús. Un día será consolada por Dios. Dichosa la Iglesia que renuncia a imponerse por la fuerza, la coacción o el sometimiento, practicando siempre la mansedumbre de su Maestro y Señor. Heredará un día la tierra prometida. Dichosa la Iglesia que tiene hambre y sed de justicia dentro de sí misma y para el mundo entero, pues buscará su propia conversión y trabajará por una vida más justa y digna para todos, empezando por los últimos. Su anhelo será saciado por Dios. Dichosa la Iglesia compasiva que renuncia al rigorismo y prefiere la misericordia antes que los sacrificios[2], pues acogerá a los pecadores y no les ocultará la Buena Noticia de Jesús. Ella alcanzará de Dios misericordia. Dichosa la Iglesia de corazón limpio y conducta transparente, que no encubre sus pecados ni promueve el secretismo o la ambigüedad, pues caminará en la verdad de Jesús. Un día verá a Dios. Dichosa la Iglesia que trabaja por la paz y lucha contra las guerras, que aúna los corazones y siembra concordia, pues contagiará la paz de Jesús que el mundo no puede dar. Ella será hija de Dios. Dichosa la Iglesia que sufre hostilidad y persecución a causa de la justicia sin rehuir el martirio, pues sabrá llorar con las víctimas y conocerá la cruz de Jesús. De ella es el reino de Dios[3]. Las sociedades en las que vivimos necesitan comunidades cristianas marcadas por este espíritu de las bienaventuranzas, ¿estamos conscientes de ello?  Solo una Iglesia que vive estas bienaventuranzas tendrá autoridad y credibilidad para mostrar el rostro de Jesús a los hombres y mujeres de hoy, ¿cuál es la marca que portamos los Cristianos? • AE


[1] Mt 5, 1.
[2] Cfr. Os 6, 6-7; Mt 9, 10-13; 12, 1-8.
[3] J. A. Pagola, Cuarto Domingo del Tiempo ordinario. Ciclo A (Mateo 5,1-12), 29 de enero 2017.

Junto a Dios no hay temor (Salmo 26)


Aborrezco las luces deslumbrantes
de ídolos y dioses fabricados.
No corro detrás de las luces atrayentes,
espléndidas,
de la gran ciudad.

No me dejo seducir por las luces
sugerentes de la publicidad,
con sus guiños malvados y engañosos:
"Coca-Cola: beba usted.
Carlos III: el amigo en la intimidad.
Fortuna: su tabaco ideal".

Ni me encantan las luces estimulantes
de los escaparates o las discotecas.
Me ciega la luz de las estrellas rutilantes
y me aburre la luz de las pantallas,
grandes o pequeñas.

Son todo luces ficticias y vacías,
luces débiles, mortecinas, grotescas,
siniestras, fantasmagóricas,
que se apagan a golpe de moda
y se compran y venden por dinero.

Yo quiero una luz que nunca se apague,
una luz que me encienda el corazón y las entrañas,
y me convierta en una antorcha viva.
Yo busco una luz viva.
"El Señor es mi luz".

Me encanta, Señor, la luz de tu Palabra:
cada palabra es un lucero.
Me cautiva la luz de tus ojos:
anuncian un océano de dicha.
Me puede la luz de tu costado:
es la puerta del paraíso.
Me embriaga la luz de tu Espíritu:
es un sol que enciende y no quema,
un cielo de amores infinitos.

"Tu rostro buscaré, Señor,
no me escondas tu rostro".
Tu rostro es mi luz
y mi salvación.
Tu rostro es mi encanto
y mi diversión.
Tu rostro es mi manjar y mi canción.

Lo buscaré como la esposa
al amado del alma.
Lo buscaré en la vigilia y en el sueño,
en el trabajo y en el descanso,
en el gozo y en el sufrimiento.
Lo buscaré siempre.

Pero no lo buscaré
en el monte espléndido,
ni cuando andaba sobre el mar.
Lo buscaré mejor
hecho ascua viva de amor en el madero,
ardiendo en la cera de su propia carne,
alimentado con el aceite inextinguible
del Espíritu.

Lo buscaré siempre
en la cruz de cada día:
en los pobres, enfermos y oprimidos,
pequeños luceros escondidos
que iluminan la noche del mundo


Caritas, Pastor de tu hermano, Cuaresma 1986, p. 30 ss.

Aguilas y conversiones y vuelos


El águila es el ave de mayor longevidad de su especie, llega a vivir unos setenta años, pero para llegar a esa edad a los cuarenta deberá tomar una decisión difícil. En ese momento sus uñas están apretadas y flexibles, con lo que no consigue atrapar a las presas de las cuales se alimenta. Su pico largo y puntiagudo se curva apuntando contra su pecho. Sus alas están viejas y pesadas y con unas plumas gruesas que le hace difícil volar. El águila solo tiene dos alternativas: morir, o enfrentar su doloroso proceso de renovación que consiste en volar hacia lo alto de una montaña y quedarse ahí, en un nido cercano a un paredón, en donde no tenga necesidad de volar por un buen tiempo. Después, ahí, el águila comienza a golpear con su pico en la pared hasta conseguir arrancarlo, esperando a que crezca uno nuevo con el que desprenderá, una a una, sus uñas y talones. Cuando los nuevos talones comienzan a nacer, empezará a desplumar sus viejas plumas. Después de ese tiempo, largo, doloroso, se lanzará al célebre vuelo que le dará unos treinta años más de vida. Conviértanse porque ya está cerca el Reino de los cielos. Son las primeras palabras que recoge san Mateo al regreso de Jesús de sus días en el desierto. Conversión. Cambio. El tema no nos gusta. Le sacamos la vuelta; le huimos como a la peste. Pensamos en algo triste, penoso, unido a la penitencia, la mortificación y el ascetismo. Un esfuerzo casi imposible para el que quizá ya no nos sentimos ni con humor y mucho menos con fuerzas. Sin embargo la conversión de la que habla Jesús –aunque el verbo en castellano sea un imperativo- no es algo forzado, sino una invitación. Una invitación que va creciendo por dentro en la medida en que vamos tomando conciencia de que Dios quiere hacer nuestra vida más humana y feliz. Asin. Tal cual. Y es que convertirse no es intentar hacer todo mejor, sino encontrarnos diariamente con ese Dios que nos quiere con locura. No se trata sólo de ser una buena persona sino de volver a Aquél que es bueno con nosotros. Por eso, la conversión no es algo triste, sino el descubrimiento de la verdadera alegría. No es dejar de vivir, sino sentirnos más vivo que nunca, pensando hacia dónde debemos caminar. Convertirse pues es algo gozoso. Es limpiar nuestra mente de egoísmos e intereses que empequeñecen nuestra vida diaria, es liberar el corazón de angustias y complicaciones creadas por nuestro afán de dominio y posesión, es dejar a un lado objetos que no necesitamos y apartarnos de personas que no nos necesitan. Empezamos a convertirnos cuando descubrimos que lo importante no es preguntaros: «¿cómo puedo ganar más dinero?», sino «¿cómo puedo ser más humano?». No «¿cómo puedo llegar a conseguir algo?» sino «¿cómo puedo llegar a ser yo mismo?». Cuando nos vamos convirtiendo a ese Dios del que habla Jesús a lo largo y ancho de los cuatro evangelios poco a poco entenderemos que no debemos tener miedo de nosotros mismos, ni de nuestras zonas más oscuras. Ese Dios nos ama como somos. Quizá han pasado los años, y hemos logrado cierto prestigio, o una carrera profesional brillante, quizá cuenta de ahorros jugosa, o una casa grande y llena de cosas…. Pero si no nos hemos encontrado con este Dios lleno de amor que comprende nuestras miserias y caídas, habremos equivocado el camino, el sentido de nuestra vida[1]. Hoy, cuando escuchemos en la proclamación del evangelio ese Conviértanse porque ya está cerca el Reino de Dios, pensemos que nunca es tarde para convertirnos, porque, porque nunca es tarde para amar, nunca tarde para ser más feliz, nunca tarde para dejarnos perdonar y renovar por Dios, por dentro y por fuera. Igual que el águila, se trata de renovarnos, o morir• AE





[1] J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra 1985, p. 67 ss.

¡Este es el Cordero de Dios!


J. F.  Navarrete, "el mudo", El Bautismo de Cristo
(Hacia 1567), Óleo sobre tabla, 48,5 x 37 cm. Museo del Prado (Madrid) 
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Esta pequeña tabla de Navarrete fue presentada a los monjes jerónimos del monasterio de El Escorial y poco después al propio rey, Felipe II. El hecho se suele fechar hacia 1567, momento en que el joven artista riojano había regresado de Italia.  El Bautismo de Cristo es una excelente muestra de la pintura de Juan Fernández Navarrete al ponerse en contacto con Felipe II: huellas flamencas en la percepción del paisaje y los ángeles, y abundante presencia de manierismo romano, con latentes recuerdos de Rafael y Miguel Ángel, palpables también en la concepción, la entonación cromática, fría y agria, y la técnica lamida y prieta. Una pintura, por lo tanto, tan ecléctica como los gustos de Felipe II a comienzos de la segunda mitad del siglo, pero que maduró hacia ciertas formas más pictóricas, plenas de sensual cromatismo y audaz iluminación, gracias al intenso contacto de Navarrete con la cantera escurialense, especialmente Correggio y la pintura veneciana. La pequeña tabla aparece inventariada en El Escorial desde 1574, donde permaneció hasta la invasión francesa, cuando fue llevada a Madrid para formar parte del Museo Josefino. Depositada durante un tiempo en la Academia de San Fernando, llegó al Museo del Prado en 1827. [1]

[1] Ruiz, L. El Greco y la pintura española del Renacimiento. Guía, Museo del Prado, 2001, p. 70.

Prohibiciones y caricaturas y Amor

Cuántos de nosotros llevamos en el fondo de nuestra alma [por muchos años] la caricatura de un Dios desfigurado que nada tenía que ver con el verdadero rostro de un Dios lleno de amor y revelado en Jesús. El tiempo ha pasado. Para muchos, desafortunadamente, Dios sigue siendo el tirano que impone su voluntad caprichosa, que nos complica la vida con toda clase de prohibiciones y que impide ser todo lo felices que nuestro corazón desea. Muchos aún no han comprendido que Dios no es un dictador, celoso de la felicidad del hombre, controlador implacable de nuestros pecados, sino más bien es una mano tendida con ternura, empeñada en quitar el pecado del mundo, como nos dice el Bautista en el evangelio de hoy[1]. Hemos de detenernos un momento y pensar. Y darnos cuenta que las cosas no son malas porque Dios haya decidido que lo son. Es al revés: justamente porque son malas y destruyen nuestra felicidad, son pecado que Dios quiere quitar del corazón del mundo. A los hombres se nos olvida, con frecuencia, que, al pecar, no somos sólo culpables sino también víctimas. Cuando pecamos, nos hacemos daño a nosotros mismos, nos preparamos una trampa trágica, pues aumentamos la tristeza de nuestra vida, cuando, precisamente, creíamos que la íbamos a hacer más feliz. Debemos tener siempre presente la experiencia amarga del pecado. Pecar es renunciar a ser humanos, es dar la espalda a la verdad, es llenar nuestra vida de oscuridad. Pecar es matar la esperanza, apagar nuestra alegría interior, dar muerte a la vida. Pecar es aislarnos de los demás, hundirnos en la soledad, negar el afecto y la comprensión. Pecar es contaminar la vida, hacer un mundo injusto e inhumano, destruir la fiesta y la fraternidad. Pecar es, como sugiere el mismo término hebrero, errar el camino. Cuando de pequeños nos decían “pecando lastimas a Dios” no nos lo explicaron bien, ni ayudaron a nuestra espiritualidad. Dios no puede lastimarse porque es Dios, y Dios no sufre, al menos no como nosotros entendemos el término sufrir. Este domingo, cuando Juan nos presenta a Jesús como aquel que quita el pecado del mundo, no está pensando en una acción moralizante, una especie de «saneamiento de las costumbres, o en un Dios sediento de venganza, sino que nos anuncia –oh maravillosa noticia!- que Dios está de nuestro lado frente al mal. Que Dios nos ofrece la posibilidad de liberarnos de nuestra tristeza, infelicidad e injusticia[2]. Que, en Jesucristo, su Hijo, nos ofrece su amor, su apoyo, su alegría y su perdón llenos de ternura y misericordia. Viviremos mucho mejor nuestra fe cristiana cuando experimentemos al Señor a nuestro lado, y con Él una liberación gozosa que cambia nuestra existencia, un perdón que nos purifica de nuestro pecado, y un respiro ancho que renueva nuestro vivir diario ¿será este domingo el momento perfecto para empezar a intentarlo? • AE


[1] Cfr. Jn 1, 29-34.
[2] J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra 1985, p. 65 ss.

El camino hacia la Belleza

H. Bosco, La adoración de los Magos (1490-1500), óleo sobre madera, 
Museo Nacional del Prado (Madrid, España) 
...

Los magos del evangelio son únicamente el comienzo de una inmensa peregrinación, en la que la magnificencia y la hermosura de esta tierra se ponen a los pies de Cristo: el oro de los mosaicos del antIguo cristianismo, la luz policromada de las vidrieras de nuestras grandes catedrales, la alabanza de las piedras, el canto navideño de los árboles del bosque son para él, y los instrumentos músicos hallaron sus modos más hermosos cuando se postraron a sus pies. También el sufrimiento del mundo, sus penas y trabajos vienen a él para encontrar, al menos durante unos instantes, ante el Dios que se ha hecho pobre, el alivio y la comprensión. Todos nosotros nos hemos hecho hoy un poco puritanos: ¿no hubiera sido mejor entregar todos esos tesoros a los pobres? Pero nos olvidamos, al hacer esa pregunta, de que la hermosura y la magnificencia que se regaló al Señor es la única propiedad común del mundo. ¡Qué contraste entre las residencias y las iglesias, entre los museos y las catedrales! ¡Qué diferencia se observa si se trabaja en el Louvre, en los Ufficci, en el Museo Británico o si se coincide rezando en una iglesia viva en la alabanza de las piedras! La riqueza que se ha regalado al Niño de Belén se adecúa a todos y todos la necesitamos como el pan. El que quita lo hermoso a un niño, para convertirlo en algo útil, no le ayuda, sino que le causa daño: le quita la luz sin la cual todos los cálculos son fríos y se convierten en nada. Ciertamente, si nosotros empalmamos con esta peregrinación de los siglos, que pretende derrochar lo más hermoso de este mundo para el Rey recién nacido, no deberemos por ello olvidar que él siempre sigue viviendo en el establo, en la cárcel, en las favelas y que nosotros no le alabaremos si no somos capaces de encontrarle allí. Pero el conocimiento de ese hecho no debe impulsarnos a una dictadura de lo útil que proscriba la alegría y que dogmatice una austera seriedad[1].  La preocupación por la belleza de la casa de Dios y la preocupación por los pobres de Dios son algo inseparable: no sólo necesita el hombre de lo útil, sino también de lo bello; no sólo de una casa propia, sino de la proximidad de Dios y de sus signos. Donde él es glorificado y exaltado se hace la luz a nuestro corazón. Donde no se le da nada a él se esfuma también lo otro; pero donde son excluidos sus pobres tampoco se hace caso de él •


[1] J. Ratzinger, El rostro de Dios, Sígueme, Salamanca 1983, p. 71 ss.

Abiertos y universales


Y… ¿Para quién nació Jesús? Para todos los pueblos de la tierra. Así nos lo dice la Liturgia de la Palabra en esta solemnidad de la Epifanía. El Mesías nace no sólo para Israel sino también para los paganos, por más malos que estos sean. Nace no sólo para los cristianos sino para todos los demás pueblos. Para los  hombres de toda raza y condición. Buenos, malos, puros, impuros, etc. Para todos. La Iglesia celebra hoy la manifestación de Jesus a todos. En los magos estamos bien representados los que naceríamos después de Jesus. Con un lenguaje poético y entusiasta lo había anunciado ya Isaías: levántate, Jerusalén, que llega tu luz, y todos los pueblos  caminarán a tu luz: todos esos se han reunido y vienen a ti[1]. Esto es lo que hoy nos alegra el corazón: que Cristo se ha manifestado como salvador de todos. No somos universales de corazón porque estamos encerrados en nuestro grupo, porque apenas nos damos  cuenta de que Dios ha llamado a la fe a hombres de todos los colores, pertenecientes a naciones que apenas conocemos, de culturas que nos resultan misteriosas o incluso sospechosas. Jesus no es patrimonio de ninguna cultura, ni siquiera de la Iglesia Católica. Nadie tiene la exclusiva, o el monopolio. No somos pluralistas y abiertos. Nos cerramos en nuestras ideas, en nuestros gustos, y a los que no coinciden con ellos los excluimos e ignoramos. Las cosas como son. Nos mostramos distantes tal vez no por el color de la piel pero discriminamos basados en posiciones políticas, ideologías, espiritualidades, el grado de simpatía ¡hasta la situación económica! No somos universales en nuestro corazón y hoy, en la Epifanía, nos encontramos con un Dios que se ha muestra radicalmente  universal, abierto. Un Dios que envía a su Hijo para todos, sobre todo para los que en nuestra estrechez de miras nos sentimos en posesión de la verdad. Dice el proverbio chino (ése tan maravilloso) que "si quieres amar a otro, has de  comenzar por perdonarle que sea otro". Quien mejor nos ha dado una lección soberana de apertura al otro es Jesús. Hoy, en el silencio de la oración y la eucaristía le pedimos que haga de nosotros personas abiertas, universales[2]. Que sepamos convivir con todos y encontrar en todos a ese Cristo que nos salva y nos convoca en la alegría y en la paz • AE



[1] Is 60,1-6
[2] J. Aldazábal, Misa Dominical, 1986.

El Rey y el valle de lágrimas


Te diré mi amor, Rey mío,
en la quietud de la tarde,
cuando se cierran los ojos
y los corazones se abren.

Te diré mi amor, Rey mío,
con una mirada suave,
te lo diré contemplando
tu cuerpo que en pajas yace.

Te diré mi amor, Rey mío,
adorándote en la carne,
te lo diré con mis besos,
quizás con gotas de sangre.

Te diré mi amor, Rey mío,
con los hombres y los ángeles,
con el aliento del cielo
que espiran los animales.

Te diré mi amor, Rey mío,
con el amor de tu Madre,
con los labios de tu Esposa
y con la fe de tus mártires.

Te diré mi amor, Rey mío,
¡oh Dios del amor más grande!
¡Bendito en la Trinidad,
que has venido a nuestro Valle! Amén.
... 


Este poema, compuesto en Burlada (Navarra) en diciembre de 1978, ha tenido la fortuna de pasar al libro de la Liturgia de las Horas como himno cotidiano de Vísperas en tiempo de Navidad, tanto en España como en América. Pocos días después le puso música Fidel en Miranda de Arga (ermita de la Virgen del Castillo), en una convivencia espiritual, el 4 de enero de 1979. Está publicado en R. M. Grández, capuchino (letra) – F. Aizpurúa, capuchino (música), Himnos para el Señor, Editorial Regina, Barcelona, 1983, pp. 53-56.