Jan van Eyck, Giovanni
Arnolfini y su esposa (o El matrimonio Arnolfini), 1434,
Óleo sobre tabla (82
cm × 60 cm), National Gallery, Londres.
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El texto del evangelio de este domingo bien podría llamarse “los peros de Jesús”. En el fondo –y en la
superficie- es una invitación a pasar del derecho, o la ley, al amor, de la cordura
humana a la locura divina, del orden a la sorpresa, de la justicia al puro regalo.
Peros que nos ayudan a entender que aquello
que no brota del amor y de la esperanza lo mejor es echarlo lejos. Y es que
vivir en el amor es participar de la vida del otro, es crear y recrear vida, es
ayudarle a crecer. Para conseguir la felicidad, la plenitud, o la
bienaventuranza, como le llamamos los cristianos, no podemos conformarnos con la
práctica de ley únicamente. El amor e interés por la vida del otro es lo que
crea, profundiza y ensancha la nuestra, rompiendo las barreras del tiempo y el
espacio, permitiéndonos experimentar la trascendencia. La vida crece cuando caminamos
de la ley al amor, cuando sabemos dejar a un lado los propios intereses para
poner atención a los demás. Cuando aparece el amor en la vida del hombre, la
ley queda, digámoslo así, anticuada. No es que amor y ley sean antagónicos, sino
que al lado del amor sobra la ley. “Entonces ¿para qué ley?”, se pregunta Pablo[1]. Cuando
uno está enamorado no necesita de ninguna ley para vivir unido a la persona
amada, sin embargo cuando desaparece el amor puede aparecer hasta la traición, y
es entonces cuando se necesita el derecho, para organizar y ordenar una vida al
margen del amor. La vida del hombre se desarrolla entre esos dos polos: el amor
y la ley, y si ambos faltan la catástrofe no tarda en llegar. El amor cataliza
nuestra personalidad, nuestras virtudes, y las del otro. Amar es crecer y ayudar
a crecer. Si lo que siento por el otro no me ayuda a mejorar o que el otro
mejore, lo más probable es que ahí no haya amor. Puede hacer locura, pasión,
pero no amor. En esto, como en todo, uno recoge lo que siembra; nada se
improvisa: quien siembra vientos, cosecha tempestades. No encontraremos la
felicidad en este mundo viviendo únicamente de la ley. Se puede ser fiel al derecho,
pero ser un desgraciado; es necesario vivir en el amor[2]. Los
espíritus débiles y cobardes defienden -o pretenden defender- el amor con
leyes. Los fuertes superan las leyes con
el amor. La ley ha sido nuestro pedagogo
hasta Cristo, para ser justificados por la fe [3] • AE
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