El águila es el ave de mayor longevidad de su especie, llega a vivir unos
setenta años, pero para llegar a esa edad a los cuarenta deberá tomar una decisión difícil. En ese momento sus uñas están apretadas y flexibles, con lo que no
consigue atrapar a las presas de las cuales se alimenta. Su pico largo y
puntiagudo se curva apuntando contra su pecho. Sus alas están viejas y pesadas
y con unas plumas gruesas que le hace difícil volar. El águila solo tiene dos
alternativas: morir, o enfrentar su doloroso proceso de renovación que consiste
en volar hacia lo alto de una montaña y quedarse ahí, en un nido cercano a un
paredón, en donde no tenga necesidad de volar por un buen tiempo. Después, ahí,
el águila comienza a golpear con su pico en la pared hasta conseguir
arrancarlo, esperando a que crezca uno nuevo con el que desprenderá, una a una,
sus uñas y talones. Cuando los nuevos talones comienzan a nacer, empezará a
desplumar sus viejas plumas. Después de ese tiempo, largo, doloroso, se lanzará
al célebre vuelo que le dará unos treinta años más de vida. Conviértanse porque ya está cerca el Reino de
los cielos. Son las primeras palabras que recoge san Mateo al regreso de
Jesús de sus días en el desierto. Conversión. Cambio. El tema no nos gusta. Le sacamos
la vuelta; le huimos como a la peste. Pensamos en algo triste, penoso, unido a
la penitencia, la mortificación y el ascetismo. Un esfuerzo casi imposible para
el que quizá ya no nos sentimos ni con humor y mucho menos con fuerzas. Sin embargo
la conversión de la que habla Jesús –aunque el verbo en castellano sea un
imperativo- no es algo forzado, sino una invitación. Una invitación que va
creciendo por dentro en la medida en que vamos tomando conciencia de que Dios quiere
hacer nuestra vida más humana y feliz. Asin. Tal cual. Y es que convertirse no
es intentar hacer todo mejor, sino encontrarnos diariamente con ese Dios que
nos quiere con locura. No se trata sólo de ser una buena persona sino de volver
a Aquél que es bueno con nosotros. Por eso, la conversión no es algo triste, sino
el descubrimiento de la verdadera alegría. No es dejar de vivir, sino sentirnos
más vivo que nunca, pensando hacia dónde debemos caminar. Convertirse pues es
algo gozoso. Es limpiar nuestra mente de egoísmos e intereses que empequeñecen
nuestra vida diaria, es liberar el corazón de angustias y complicaciones
creadas por nuestro afán de dominio y posesión, es dejar a un lado objetos que
no necesitamos y apartarnos de personas que no nos necesitan. Empezamos a
convertirnos cuando descubrimos que lo importante no es preguntaros: «¿cómo
puedo ganar más dinero?», sino «¿cómo puedo ser más humano?». No «¿cómo puedo
llegar a conseguir algo?» sino «¿cómo puedo llegar a ser yo mismo?». Cuando nos
vamos convirtiendo a ese Dios del que habla Jesús a lo largo y ancho de los
cuatro evangelios poco a poco entenderemos que no debemos tener miedo de
nosotros mismos, ni de nuestras zonas más oscuras. Ese Dios nos ama como somos.
Quizá han pasado los años, y hemos logrado cierto prestigio, o una carrera profesional
brillante, quizá cuenta de ahorros jugosa, o una casa grande y llena de cosas….
Pero si no nos hemos encontrado con este Dios lleno de amor que comprende nuestras
miserias y caídas, habremos equivocado el camino, el sentido de nuestra vida[1]. Hoy,
cuando escuchemos en la proclamación del evangelio ese Conviértanse porque ya está cerca el Reino de Dios, pensemos que
nunca es tarde para convertirnos, porque, porque nunca es tarde para amar,
nunca tarde para ser más feliz, nunca tarde para dejarnos perdonar y renovar
por Dios, por dentro y por fuera. Igual que el águila, se trata de renovarnos, o
morir• AE
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