H. Bosco, La adoración de los Magos (1490-1500), óleo sobre madera,
Museo Nacional del Prado (Madrid, España)
...
Los magos del evangelio son únicamente el comienzo de una inmensa
peregrinación, en la que la magnificencia y la hermosura de esta tierra se
ponen a los pies de Cristo: el oro de los mosaicos del antIguo cristianismo, la
luz policromada de las vidrieras de nuestras grandes catedrales, la alabanza de
las piedras, el canto navideño de los árboles del bosque son para él, y los
instrumentos músicos hallaron sus modos más hermosos cuando se postraron a sus
pies. También el sufrimiento del mundo, sus penas y trabajos vienen a él para
encontrar, al menos durante unos instantes, ante el Dios que se ha hecho pobre,
el alivio y la comprensión. Todos nosotros nos hemos hecho hoy un poco
puritanos: ¿no hubiera sido mejor entregar todos esos tesoros a los pobres?
Pero nos olvidamos, al hacer esa pregunta, de que la hermosura y la
magnificencia que se regaló al Señor es la única propiedad común del mundo. ¡Qué
contraste entre las residencias y las iglesias, entre los museos y las
catedrales! ¡Qué diferencia se observa si se trabaja en el Louvre, en los Ufficci, en el Museo Británico o si se
coincide rezando en una iglesia viva en la alabanza de las piedras! La riqueza
que se ha regalado al Niño de Belén se adecúa a todos y todos la necesitamos
como el pan. El que quita lo hermoso a un niño, para convertirlo en algo útil,
no le ayuda, sino que le causa daño: le quita la luz sin la cual todos los
cálculos son fríos y se convierten en nada. Ciertamente, si nosotros empalmamos
con esta peregrinación de los siglos, que pretende derrochar lo más hermoso de
este mundo para el Rey recién nacido, no deberemos por ello olvidar que él
siempre sigue viviendo en el establo, en la cárcel, en las favelas y que
nosotros no le alabaremos si no somos capaces de encontrarle allí. Pero el
conocimiento de ese hecho no debe impulsarnos a una dictadura de lo útil que
proscriba la alegría y que dogmatice una austera seriedad[1]. La preocupación por la belleza de la casa de Dios y la preocupación por los
pobres de Dios son algo inseparable: no sólo necesita el hombre de lo útil,
sino también de lo bello; no sólo de una casa propia, sino de la proximidad de
Dios y de sus signos. Donde él es glorificado y exaltado se hace la luz a
nuestro corazón. Donde no se le da nada a él se esfuma también lo otro; pero
donde son excluidos sus pobres tampoco se hace caso de él •
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