Cuando el pueblo de Israel se dio cuenta de la fuerza que suponía la invasión
de la cultura helénica impulsada por Alejandro Magno, poco a poco empezó a defender
su identidad con todas sus fuerzas: solo podrían sobrevivir reafirmando su
adhesión incondicional a la ley y al templo, y separándose de todo aquello que
resultara pagano o contaminado. El templo de Dios, lugar santo por excelencia,
debía pues ser protegido de toda contaminación, evitando la entrada de gentiles
e impuros, y la observancia estricta de la ley el mejor medio para vivir en la
tierra santa de Dios. Ese era el ambiente cuando apareció el código de
santidad: Sed santos, porque yo, Yahvé,
vuestro Dios, soy santo[1].
A partir de ahí santidad se empezó a
entender como separación de lo impuro, de lo sucio, y fueron entonces apareciendo
algunos grupos que la promovían con un rigor especial, como los esenios de la
comunidad de Qumrán[2]. Solos
en el desierto, vestidos con túnicas blancas y entregados a toda clase de
purificaciones podían vivir como varones de santidad e hijos de la luz, fieles
al Dios tres veces Santo y aislados tanto de los romanos y de los judíos que
vivían de manera impura. Fue así que aquellos que observaban el código de
santidad gozaban de mayor dignidad que los impuros, especialmente quienes vivían
en contacto con publícanos y prostitutas. Y de pronto aparece Jesús, que frente a al
código de santidad -Sed santos porque yo,
Yahvé, vuestro Dios, soy santo- introduce otra exigencia que transforma de manera radical el modo de entender y
vivir la imitación de Dios: Amen a sus
enemigos, hagan el bien a los que les odian y rueguen por los que los persiguen
y calumnian[3]
¡Es la compasión y el amor y no la pureza ritual lo que hemos de imitar en
Dios! Y ¡ojo! No es que Jesús niegue la santidad de Dios, pero lo que parece
importarle no es la separación entre sucios y limpios sino su amor compasivo.
Dios es grande y santo no porque vive separado de los impuros, sino porque es
compasivo con todos y hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre
justos e injustos[4]. La
compasión es el modo de ser de Dios, su primera reacción ante el ser humano, lo
primero que brota de sus entrañas de Padre. Dios es amor entrañable hacia todos,
también hacia los impuros, o los privados de honor, o los excluidos de su
templo por la razón que fuere. Por eso la compasión es para Jesús la manera de
imitar a Dios y ser santos como él es santo. Mirar a las personas con amor
compasivo es parecerse a Dios; ayudar a los que sufren es actuar como él. Esta
es la revolución de Jesús. La experiencia que él –Jesús- tiene de Dios no
conduce a la separación y exclusión, sino a la acogida, al abrazo y la
hospitalidad. En el reino de Dios, a nadie se ha de humillar, excluir o separar.
Los impuros y los privados de honor también tienen la dignidad sagrada de ser
parte de la familia. Es el amor compasivo el que está en el origen y trasfondo
de toda la actuación de Jesús, lo que inspira y configura toda su vida. La
compasión no es para él una virtud más, una actitud entre otras, sino que vive como
transido por la misericordia: le duele el sufrimiento de la gente, lo hace suyo
y lo convierte en principio interno de su actuación. Él es el primero en vivir
como el padre de la parábola que conmovido hasta lo más hondo de sus entrañas acoge
al hijo que viene destruido por el hambre y la humillación[5],
o como el samaritano que movido a compasión se acerca a auxiliar al herido del
camino[6].
Jesús toca a los leprosos[7],
se deja tocar por la hemorroísa[8]
y besar una prostituta[9].
Nada detiene a Jesús cuando se trata de acercarse al que sufre, y es que él tal
vez tenía una visión muy particular: lo santo no necesita ser protegido para
evitar que se contamine ¡al contrario! es el verdaderamente santo quien
contagia pureza y transforma al impuro. Jesús toca al leproso, y no es Jesús el
que queda impuro, sino el leproso quien queda limpio • AE
[1] Cfr. Lev 20,27.
[2] Llegaron incluso a
abandonar la tierra prometida para crear en medio del desierto una comunidad
santa pues según ellos ya no era posible vivir de manera santa en medio de
aquella sociedad tan contaminada
[3]
Cfr. Mt 5, 38-48.
[4]
Ídem.
[5] Cfr. Lc 11,
15-32.
[6] Id., 10, 25-37.
[7] Id., 17, 11-18.
[8] Cfr. Mc 5, 21-43.
[9] Cfr. Lc 7, 36-50.
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