Cuántos de nosotros llevamos en el fondo de nuestra alma [por muchos
años] la caricatura de un Dios desfigurado que nada tenía que ver con el
verdadero rostro de un Dios lleno de amor y revelado en Jesús. El tiempo ha
pasado. Para muchos, desafortunadamente, Dios sigue siendo el tirano que impone
su voluntad caprichosa, que nos complica la vida con toda clase de
prohibiciones y que impide ser todo lo felices que nuestro corazón desea.
Muchos aún no han comprendido que Dios no es un dictador, celoso de la
felicidad del hombre, controlador implacable de nuestros pecados, sino más bien
es una mano tendida con ternura, empeñada en quitar el pecado del mundo, como nos dice el Bautista en el evangelio de
hoy[1].
Hemos de detenernos un momento y pensar. Y darnos cuenta que las cosas no son
malas porque Dios haya decidido que
lo son. Es al revés: justamente porque son malas y destruyen nuestra felicidad,
son pecado que Dios quiere quitar del corazón del mundo. A los hombres se nos
olvida, con frecuencia, que, al pecar, no somos sólo culpables sino también
víctimas. Cuando pecamos, nos hacemos daño a nosotros mismos, nos preparamos
una trampa trágica, pues aumentamos la tristeza de nuestra vida, cuando,
precisamente, creíamos que la íbamos a hacer más feliz. Debemos tener siempre presente
la experiencia amarga del pecado. Pecar es renunciar a ser humanos, es dar la
espalda a la verdad, es llenar nuestra vida de oscuridad. Pecar es matar la
esperanza, apagar nuestra alegría interior, dar muerte a la vida. Pecar es
aislarnos de los demás, hundirnos en la soledad, negar el afecto y la
comprensión. Pecar es contaminar la vida, hacer un mundo injusto e inhumano,
destruir la fiesta y la fraternidad. Pecar es, como sugiere el mismo término
hebrero, errar el camino. Cuando de pequeños nos decían “pecando lastimas a
Dios” no nos lo explicaron bien, ni ayudaron a nuestra espiritualidad. Dios no puede
lastimarse porque es Dios, y Dios no sufre, al menos no como nosotros entendemos
el término sufrir. Este domingo, cuando Juan nos presenta a Jesús como aquel que quita el pecado del mundo, no está
pensando en una acción moralizante, una especie de «saneamiento de las
costumbres, o en un Dios sediento de venganza, sino que nos anuncia –oh maravillosa
noticia!- que Dios está de nuestro lado frente al mal. Que Dios nos ofrece la
posibilidad de liberarnos de nuestra tristeza, infelicidad e injusticia[2].
Que, en Jesucristo, su Hijo, nos ofrece su amor, su apoyo, su alegría y su
perdón llenos de ternura y misericordia. Viviremos mucho mejor nuestra fe
cristiana cuando experimentemos al Señor a nuestro lado, y con Él una liberación
gozosa que cambia nuestra existencia, un perdón que nos purifica de nuestro
pecado, y un respiro ancho que renueva nuestro vivir diario ¿será este domingo
el momento perfecto para empezar a intentarlo? • AE
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