Oh Dios, tú eres mi Dios,
por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca,
agostada, sin agua
¡Cómo te contemplaba en el santuario
viendo tu fuerza y tu gloria!
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca,
agostada, sin agua
¡Cómo te contemplaba en el santuario
viendo tu fuerza y tu gloria!
(Salmo 62)
Esa es la palabra, clara y
única, que define el estado de mi alma, Señor: sed. Sed física, casi animal,
que quema mis entrañas y apergamina mi garganta. La sed del desierto, de las
arenas secas y el sol ardiente, de dunas y espejismos, de yermos sin fin y cielos
sin misericordia. La sed que se impone a todos los demás deseos y se adelanta a
toda otra necesidad. La sed que necesita el trago de agua para vivir, para
subsistir, para devolver los sentidos al cuerpo y la paz al alma. La sed que
moviliza cada célula y cada miembro y cada pensamiento para buscar el próximo
oasis y llegar a él antes de que la vida misma se queme en el cuerpo. Tal es mi
deseo por ti, Señor. Sed en el cuerpo y en el alma. Sed de tu presencia, de tu
visión, de tu amor. Sed de ti. Sed de las aguas de la vida, que son las únicas
que pueden traer el descanso a mi alma reseca. Aguas saltarinas en medio del
desierto, milagro de luz y frescura, arroyos de alegría, juego transparente de
olas que cantan y corrientes que bailan sobre la tierra seca y las piedras
inertes. Resplandor en la noche y melodía en el silencio. Te deseo y te amo. En
ti espero y en ti descanso. Aumenta mi sed, Señor, para que yo intensifique mi
búsqueda de las fuentes de la vida • Carlos G. Vallés (Busco tu rostro. Orar los
Salmos, Ed. Sal Terrae, Santander, 1989, p. 118)