Cuentan que cuando Jeffrey
Alan Hoffman terminaba su primera misión espacial en abril de 1985 leyó desde
el espacio este pasaje de René Daumal, escrito unos sesenta años antes: «No se
puede permanecer en la cumbre eternamente, hay que descender de nuevo. Por eso
¿qué sentido tiene preocuparse por el primer puesto? Precisamente por eso. Lo
que está arriba no sabe lo que está abajo, pero lo que está abajo no sabe lo
que está arriba. Uno escala, ve, desciende. Luego ya no ve nada más. Pero ha
visto. Hay un arte de conducirse a sí mismo en las regiones bajas por el
recuerdo de lo que uno ha visto en las regiones altas. Cuando no se puede ver
ya, se puede seguir sabiendo, por lo menos, que existen las cosas de arriba»[1].
¡Exactísimo! (sic) Es importante
haber visto, saber que existen las cosas de arriba. Aunque luego ya no se vean.
Pedro, Santiago y Juan cuando bajaban del Tabor, seguramente lo hacían tristes
y abatidos. Después de haber visto a su maestro en un momento de gloria, esplendor
y luz ahora deben volver a la vida diaria; ven a Jesús descender de la montaña,
solitario, lento y cotidiano. Tal vez cansado. Es el mismo de siempre y, como
siempre, comienza a hablarles de su próxima muerte. ¡Cuánto les cuesta
descender del monte! Aun así han visto
¿Quién podrá arrebatarles esa certeza? Pasarán los años, el escándalo de la
Cruz pasará por sus ojos y sus almas, pero allá muy adentro, brillando, quedará
un resplandor: el recuerdo de la Transfiguración[2].
Gracias a aquel momento podrán vivir la vida normal con el recuerdo de lo que
han visto en la cima: la luz de Dios y su gloria. Lo han visto, lo saben. Eso
es todo. Sí: qué difícil, bajar de las alturas. Bajar de las certezas, de las
seguridades. El que ha estado en la montaña, el que ha admirado panoramas
espléndidos luego sufre en la oscuridad del valle. No puede conciliarse con el
tráfico, con el asfalto, con el rumor de la vida ordinaria. El corazón se le
estrecha y acongoja. Tendemos a quejarnos constantemente de lo mal que está el
mundo y buscamos en nuestro corazón fotografías de la altura, bellas
instantáneas que han quedado allí fijas para siempre. Y tratamos de vivir allá arriba,
más que en el asfalto, más que en este valle de lágrimas, como decimos en la Salve ¿Es momento de volver a la cima y
hacer ahí tres tiendas para siempre? No. Es urgente bajar, reconciliarse con
los hombres, aprender a hablar con el triste, con el solo, con el que tiene las
manos manchadas. Vencer esa repulsión natural hacia lo feo y lo vulgar.
Aprender a transitar los caminos de la tierra con amor, como el bendito San
Francisco. Hacer lo imposible para que el Tabor baje al valle, para que hunda
en el valle sus raíces. Sin apagar nunca, eso sí, el recuerdo de aquella luz de
arriba, reconfortante y segura. Convencidos de que la vida cristiana no es
comodidad, sino tensión; no es seguridad, sino riesgo; no es evasión, sino
cruz. El Evangelio del Tabor es una invitación a la esperanza, pero también a
la realidad de una existencia consagrada al cambio, al crecimiento. Al
crecimiento y a la transformación del hombre, de la comunidad y de la Historia •
AE
[1] R. Daumal, El Monte análogo. Novela de aventuras
alpinas no euclidianas y simbólicamente verdadera, Trad. W. Romero, Buenos Aires, Augural.
Edición independiente. 2005; Daumal (1908 –1944) fue un escritor, ensayista,
traductor y poeta francés que estuvo relacionado movimientos como el dadaísmo, el
futurismo y, desde luego, el surrealismo.
[2] Cfr. 2 Pe, 1, 16-19.
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