Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Aquella pregunta recorre roda la historia
y se nos pone delante a los cristianos. Pregunta que no es sencillo responder
con sinceridad. ¿Quién es Jesús para nosotros? Su persona nos llega a través de
veinte siglos de imágenes, fórmulas, experiencias, interpretaciones
culturales... ¡tantas cosas! que van al mismo tiempo velando y desvelando su
riqueza que no termina. Pero, además, cada uno de nosotros vamos revistiendo a
Jesús de lo que nosotros somos y proyectamos en él nuestros deseos,
aspiraciones, intereses y limitaciones. Casi sin darnos cuenta empequeñecemos y
desfiguramos al Señor incluso cuando tratamos de exaltarlo. Pero Jesús sigue
vivo. Los cristianos no lo hemos podido disecar con nuestra mediocridad. Y
tampoco permite que lo disfracemos. Ni se deja etiquetar ni reducir a unos
ritos, unas fórmulas, unas costumbres. Jesús está vivo; él siempre desconcierta
a quien se acerca a él con un corazón abierto y sincero y se nos muestra distinto
de lo que esperábamos. Siempre abre nuevos caminos en nuestra vida, rompe
nuestros esquemas y nos empuja a una vida nueva. Cuanto más intentamos
conocerlo más nos damos cuenta que apenas empezamos a descubrirlo. Seguir a
Jesús es avanzar siempre, no sentarnos en la salita de esta monísima a ver la
vida pasar; es crear, construir, crecer[1]. Percibimos
en él una entrega a los hombres que confronta
nuestro egoísmo. Una pasión por la
justicia que sacude todas nuestras seguridades, privilegios y comodidad. Una ternura y una búsqueda de
reconciliación y perdón que deja al descubierto nuestro corazón ¡ay a veces tan
duro! Una libertad que rasga
nuestras mil esclavitudes y servidumbres. A Jesús lo iremos conociendo en la
medida en que nos entreguemos a él. Diariamente. Sólo hay un camino para
ahondar en su misterio: leer el evangelio despacio, y seguirlo. Seguirlo
humildemente en sus pasos; con nuestro mejor esfuerzo, conscientes de que
llevamos éste tesoro en vasos de barro[2]. Seguir
a Jesús y saber decir quién es él para nosotros es abrirnos al Padre, mirar la
vida con los ojos del Señor, compartir su destino doloroso, esperar su
resurrección[3].
Seguir a Jesús es también y más, orar. Orar siempre. Orar muchas veces, siempre
desde el fondo de nuestro corazón, con las palabras del padre del muchacho
enfermo: Creo, Señor; ayuda mi
incredulidad[4],
o con las que el Espíritu, que sopla donde quiere y cuando quiere, ponga en
nuestro corazón[5]
• AE
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