El pozo de mi alegría


El pozo de mi alegría,
manantial que siempre mana,
eres tú, oh Madre mía,
Iglesia amante guardiana.

Iglesia de Jesucristo,
de fuego en Pentecostés,
en ti está el Verbo que ha visto
en el monte Moisés.

Iglesia, tú eres mi paz,
el perdón de mis pecados;
del Invisible la faz,
hogar de santificados.

Eres mi Pascua florida,
discípula y misionera,
pobre, humilde, agradecida,
de Dios Padre mensajera.

Eres mi casa nativa
en donde quiero vivir,
y de la mesa festiva
todo el amor recibir.

Iglesia, tú eres la herencia,
de Jesús, Dios encarnado,
vocación y convivencia,
banquete del mundo amado.

¡Jesús, el don los dones
gratitud y adoración,
a ti nuestros corazones
con toda la creación! Amén •

P. Rufino María Grández, ofmcap.
(Puebla, 30 mayo 2009)

El mundo, el camino y el Autor


Tenemos, pues, las arras; tengamos sed de la fuente misma de donde manan las arras. Tenemos como arras cierta rociada del Espíritu Santo en nuestros corazones, para que si alguien advierte este rocío, desee llegar hasta la fuente. ¿Para qué tenemos, pues, las arras sino para no desfallecer de hambre y sed en esta peregrinación? Si reconocemos ser peregrinos, sin duda sentiremos hambre y sed. Quien es peregrino y tiene conciencia de ello desea la patria y, mientras dura ese deseo, la peregrinación le resulta molesta. Si ama la peregrinación, olvida la patria y no quiere regresar a ella. Nuestra patria no es tal que pueda anteponérsele alguna otra cosa. Sucede a veces que los hombres se hacen ricos en el tiempo de la peregrinación. Quienes sufrían necesidad en su patria, se hacen ricos en el destierro y no quieren regresar. Nosotros hemos nacido como peregrinos lejos de nuestro Señor que inspiró el aliento de vida al primer hombre. Nuestra patria está en el cielo, donde los ciudadanos son los ángeles. Desde nuestra patria nos han llegado cartas invitándonos a regresar, cartas que se leen a diario en todos los pueblos. Resulte despreciable el mundo y ámese al autor del mundo • San Agustin, Sermón 378. 

Un fuego y un viento que remueve (Solemnidad de Pentecostés 2018)


El tiempo ha ido pasando y llegó el calor. Vivimos con más sol, con el verano que está a la vuelta de la esquina, con los campos que tienen un color distinto, el del momento de la cosecha, como para hacernos comprender mejor que el grano caído en tierra ha dado verdaderamente mucho fruto. Y justo esto es lo que celebramos hoy: el fruto exuberante que ha producido ese grano enterrado y muerto. Jesús es ese grano, esa semilla que aceptó deshacerse, desaparecer bajo tierra, vivir la incertidumbre de la muerte, llegar a ser, en definitiva, un pobre condenado a muerte abandonado de todos. Y aquella semilla enterrada dió un gran fruto: la Pascua, lo que hemos celebrado en estos cincuenta días que hoy terminan. Jesús vive y vive para siempre. Y vive en cada uno de nosotros, y vive en cada comunidad que cree en él; vive en todos los hombres, en cada fruto nuevo de amor que cualquier hombre haga florecer en este mundo, y en cada nuevo progreso solidario que los hombres seamos capaces de levantar. Nosotros somos este fruto. Jesús vive, la semilla ha dado fruto. Vive en los creyentes, en la Iglesia, para que sigamos siendo testigos de la buena noticia. Vive en los sacramentos que nos reúnen: en el sacramento del agua del bautismo que nos renueva, en el sacramento del pan y el vino de la Eucaristía que nos alimenta. Y vive en la humanidad entera y en toda la creación para conducirla hacia su Reino. Pero esta vida de Jesús en nosotros, en la Iglesia, en la humanidad, no es sólo como un recuerdo que tenemos, como el recuerdo de un gran personaje para seguir sus ejemplos. No es sólo eso, es mucho más. Esta vida de Jesús se ha metido dentro de nosotros y nos ha cambiado. El fruto que ha dado la muerte de Jesús es -¡debería ser!- como un fuego que arde en nosotros, como un viento impetuoso que nos remueve, una llamada a ir siempre adelante, a no detenernos, a no temer, a mantener firme la decisión de seguirle, a trabajar por ese mundo nuevo y distinto que él nos anunció. Lo escuchamos en la primera de las lecturas: en cuanto recibieron el Espíritu, los apóstoles salieron a la calle. Hoy por hoy, en algunos momentos de la vida de la Iglesia hemos perdido el impulso que Juan XXIII y el Concilio nos contagiaron, y tenemos una tendencia a encerrarnos en lo que vamos haciendo en lugar de preguntarnos qué debemos hacer para seguir siendo testigos de la Buena Noticia de Jesús. Hoy que celebramos Pentecostés (y los dieciocho años de sacerdocio de quien ésto escribe) abramonos al Espíritu de Jesucristo, y que Él nos renueve. Que en esta Iglesia y en este mundo a veces tristes, seamos -queramos ser- testimonio de esperanza. Y que la Eucaristía que vamos a celebrar nos una, una vez más, con Jesucristo muerto y resucitado que nos alimenta y acompaña, para que el grano de trigo dé todo su fruto • AE

Canciones del Alma (I) (En la solemnidad de la Ascención del Señor, 2018)



En una noche oscura
con ansias en amores inflamada
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada,

a oscuras y segura
por la secreta escala disfrazada,
¡oh dichosa ventura!
a oscuras y en celada
estando ya mi casa sosegada.

En la noche dichosa
en secreto que nadie me veía
ni yo miraba cosa
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.

Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía
en sitio donde nadie aparecía.

¡Oh noche, que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!

En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba
allí quedó dormido
y yo le regalaba
y el ventalle de cedros aire daba.

El aire de la almena
cuando yo sus cabellos esparcía
con su mano serena
y en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.

Quedéme y olvidéme
el rostro recliné sobre el amado;
cesó todo, y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado 

San Juan de la Cruz

Ni ausencias ni despedidas ni álbumes ni nada (Solemnidad de la Ascención del Señor, 2018)



Poco a poco va terminando el tiempo gozoso de la Pascua. Este domingo celebramos la Ascensión del Señor; queda una semana de oración para preparar e invocar al Espíritu Santo a quien celebraremos en próximo domingo, en Pentecostés. San Marcos, que es siempre muy sobrio, narra la Ascensión de Jesús de manera muy sencilla: “ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios”. No dice más. No hay drama, no hay pasión, nada emoción; se trata de una frase desnuda y fáctica. En realidad la poesía y la belleza de la Ascensión la encontramos más y mejor en el arte que en la vida cotidiana en la que, al mismo tiempo, experimentamos una doble tensión: por una parte está la ley de la gravedad que nos mantiene clavados en la tierra y por el otro tenemos el deseo de eternidad, el de unirnos con ese Dios que nos creó y nos llama a estar con él. Dicho de otra forma: no fuimos creados para hundirnos en la nada sino para ascender, descansar y ser plenamente felices en Dios. No sé si a su derecha o a su izquierda, pero sí con Él y en Él. Celebrar la Ascensión de Jesús no es celebrar una despedida, una ausencia. Jesús no tiene que volver, siempre está presente, presente en la Palabra, presente en los sacramentos, presente en la asamblea que formamos y presente en cualquier gesto de amor. Celebrar la Ascensión no es inaugurar un nuevo local, en un lugar imaginario, en una galaxia aún no descubierta. La Ascensión es una nueva manera de existir, es vivir una nueva relación. La vida aquí y la vida después de este aquí, para Jesús y para nosotros, es más rica y más valiosa por la nueva relación que estrenamos con Dios. Mientras vivimos tenemos la sensación de vivir unas relaciones virtuales con Dios que parecen no llenarnos del todo. En la Ascensión termina lo virtual y comienza lo verdadero, lo real. Celebrar la Ascensión es celebrar la Resurrección de Cristo que es victoria sobre la muerte, muerte compartida ya desde nuestro bautismo. Los discípulos se despidieron de Jesús, pero no se olvidaron de su Maestro, no guardaron en un álbum sus recuerdos, no se encerraron a llorar su ausencia, sino que, guiados por el Espíritu, proclamaron el Evangelio por todas partes. Como más tarde dirá Pablo: Todo lo he llenado del Evangelio de Cristo. La Iglesia entera, los seguidores de Jesús, los que celebramos su Ascensión a la derecha de Dios, somos como embajadores: hemos recibido la misión de continuar su tarea, somos portadores de la Buena Noticia, sobre todo del perdón y del amor. Yo no sé cómo se asciende, pero sí sé cómo se desciende, cómo perdemos de vista la meta y cómo cortamos esa relación con Dios nuestro Padre: a través del pecado y del egoísmo. Buena cosa es pues no mirar al cielo, sino mirar hacia adentro, hacia nuestro corazón donde esta ese deseo de estar unidos siempre con Dios • AE

¡Cantaré para Tí! (V Domingo de Pascua)


Se levanta cantando del sepulcro
con el alma cual cítara en las manos;
para ti, Padre mío, cantaré
el himno florecido entre mis labios.

Cantaré, tocaré ante las naciones,
mis brazos con el orbe a ti levanto;
batid vuestra alegría, pueblos todos,
en la fiesta pascual que yo proclamo.

Mi cuerpo para ti cual bello canto
te entregará el amor que tú me has dado,
y verterás tus ojos complacido,
oh Padre, en las heridas de mis manos.

El río de agua viva, el santo Espíritu, 
desde tu seno brota en mi costado;
oh Padre del retorno, te bendigo,
mi vida consumada en ti derramo.

Te cantaré en la aurora tu victoria,
nuevo conmigo el mundo renovado;
los salmos de la fe hoy en la tumba
salen cantando el triunfo de tu Amado.

Oh Padre de la Pascua, Padre mío,
el gozo eterno queda declarado;
¡oh Padre!, hoy consagro en el Espíritu
mi vida con la tuya en un abrazo. Amén.

En su Officium passionis, san Francisco de Asís compuso salmos, tomando de aquí y allí textos oraciones de la Escritura, y, a veces, introduciendo alguna amplificación o glosa. En el “Psalmus III, 9. 10” encontramos estos textos: Exsurge, gloria mea, exsurge psalterium et cithara * exsurgam diluculo (Ps 56,9). Confitebor tibi in populis, Domine * et psalmum dicam tibi in gentibus (Ps 56,10) 9Levántate, gloria mía, levántate, arpa y cítara; * me levantaré a la aurora (Sal 56,9). 10 Te confesaré entre los pueblos, Señor, * y te recitaré un salmo entre las gentes (Sal 56,10). Desde esa interioridad del salmo, que quiere recoger la intimidad de Jesús, desde ahí cantamos. Es Jesús el que habla al Padre y con él por delante nosotros nos dejamos llevar • P. Rufino María Grández, ofmcap, 28 junio 1983

Vides y sarmientos y consuelos (V Domingo de Pascua)


El evangelio de este domingo está tomado del así llamado Discurso de Despedida que san Juan recoge en los caputlos 14 al 17 de su evangelio, y la liturgia ha querido ponerlo en este quinto domingo dentro del tiempo de Pascua quizá para ayudarnos a entender cómo relacionarnos mejor con Jesus que el domingo pasado se nos presentó como el Buen Pastor y en el próximo nos hablará de su testamento del amor y la alegría. Hoy escuchamos la metáfora de la vid y los sarmientos, una comparación sencilla pero profunda. Si resulta consolador pensar en Jesus como un pastor que va caminando delante de nosotros, sin miedo para arremangarse y salir en nuestra ayuda, más profunda es la perspectiva del sarmiento que se entronca en la vid y vive y se nutre de ella. Como la savia vital que fluye a los sarmientos y les permite dar fruto (y al revés, la separación produce esterilidad y muerte), así nosotros con el Señor. Sin mí nada podéis hacer, es la frase central de éste domingo. Y es que celebrar la Pascua no es solamente alegrarnos del triunfo de Cristo, volver a cantar el Gloria o dejar el ayuno, sino sobre todo incorporarnos –o dejarnos incorporar por el Espíritu- a esa nueva vida que Jesus no se cansa de ofrecernos. Por siete veces aparece en evangelio la idea de que Jesús no sólo quiere que vivamos como él, o que vayamos tras él, o que seamos de él, o que caminemos con él –todo esto importante- sino que vivamos en él día a día ¡Es un programa de vida! ¡Una apuesta completa! ¿Estamos al menos abiertos a intentarlo? Cuando Dios se dirige a Abraham le dice: Yo soy Dios todopoderoso, camina en mi presencia y sé perfecto [1]. Para poder ser perfectos, como a él le agrada, necesitamos vivir humildemente en su presencia, envueltos en su gloria; nos hace falta caminar en unión con él reconociendo su amor constante en nuestras vidas. Hay que perderle el miedo a esa presencia que solamente puede hacernos bien. Es el Padre que nos dio la vida y nos ama tanto. Una vez que lo aceptamos y dejamos de pensar nuestra existencia sin él, desaparece la angustia de la soledad[2]. Y si ya no ponemos distancias frente a Dios y vivimos en su presencia, podremos permitirle que examine nuestro corazón para ver si va por el camino correcto[3]. Así conoceremos la voluntad agradable y perfecta del Señor[4]y dejaremos que él nos moldee como un alfarero[5]. Hemos dicho tantas veces que Dios habita en nosotros, pero es mejor decir que nosotros habitamos en él, que él nos permite vivir en su luz y en su amor. Él es nuestro templo: lo que busco es habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida[6].Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa[7]. En él somos santificados[8]• AE 


[1]Gn 17,1
[2]cf. Sal 139,7
[3]cf. Sal 139,23-24
[4]cf. Rm 12,1-2
[5]cf. Is 29,16
[6]cf. Sal 27,4
[7]Sal 84,11
[8]Papa Francisco, Exhortación apostólica Gaudete et Exultate, n. 51.

Domingo del Buen Pastor (IV Domingo de Pascua)



Nuestro Pastor se ha alzado de la tumba,
ha empuñado el cayado y se adelanta,
y va por el sendero de la vida,
un rebaño escogido lo acompaña.

No puede el lobo herir de eterna muerte
si el Pastor nos defiende con su vara;
el rebaño, seguro y obediente,
al lado del Pastor tranquilo avanza.

El rayo y la tormenta se disipan
por el sol que alumbró la clara Pascua;
ya no habrá noche ni temor maligno,
sigue el rebaño y canta su alabanza.

El Pastor nos conoce, somos suyos,
por el cuerpo y el alma nos traspasa;
y es su mirada espejo de su Padre,
la verdad y la paz, gozosa calma.

Y a su Pastor conocen las ovejas,
los suaves silbos, las secretas hablas;
igual que el Padre al Hijo bienamado,
el rebaño al Pastor le mira y ama.

¡Oh buen Pastor y guía de la Iglesia,
revestido de luz por la mañana,
bendito tú que muerto por tu grey
hoy te gozas al verla rescatada! Amén •

R. M. Grández (letra) – F. Aizpurúa (música), capuchinos, 
Himnos para el Señor, Ed. 1983, p. 151 ss..

Nosotros, que somos hijos de Dios (IV Domingo de Pascua)




Hay dos experiencias que ayudan mucho en la vida espiritual. La primera es sentir a Cristo vivo, resucitado de entre los muertos. La segunda es sentirse hijo de Dios y, como tal, llamado a compartir con Cristo esa nueva vida. Esto se puede enseñar en catequesis, se puede repetir una y mil veces en las homilías, se puede saber de memoria y repetir cada mañana al levantarnos y cada noche al acostarnos pero lo importante no es que se sepa, sino que se experimente, que se sienta. Hay muchos cristianos a los que no les cuesta nada decir que Dios es su Padre, pero que no se sienten hijos de Dios, ni sienten esa vibración de hijo que, lógicamente, sentimos ante nuestros padres de carne y sangre. Quizás en la catequesis hemos insistido demasiado en la justicia de Dios, o en su grandeza, o en su poder... y lo que hemos conseguido es transmitir a un Dios lejano, distante, inaccesible... Así, ¿quién puede sentirlo como Padre? Lo propio de un padre es la cercanía, la disponibilidad, el tenerlo a nuestro lado, el sentir la seguridad y la confianza que nos transmite... ¿Así sentimos a Dios? Ese fue el afán de Jesús: quiso acercarnos a Dios, facilitarnos el reconocerlo a nuestro lado. El deseo de Jesús no es que sintamos temor ante el poder de Dios, sino paz ante su amor, consuelo ante su cercanía, confianza ante su paternidad. Y no hemos sabido transmitir esta buena noticia. Para transmitir ese mensaje de la paternidad de Dios nos ayudaría ser más comprensivos unos con otros, vivir con menos condenas y con más comprensión. Comprender, ayudar, salvar... ¿Cuándo vamos a entender que los que llamamos «marginados» no necesitan tanto que les recordemos lo que deberían hacer como que son, también ellos, hijos de Dios, igual que la oveja perdida no necesita sermones sino alguien que se arremangue la camisa y se vaya a buscarla, y esté con ella, y la eche sobre sus hombros, y la cuide...? La imagen del pastor y la oveja, que nos trae el Evangelio de este domingo es más que una fuente de inspiración para pintores, o una frase para cierta literatura religiosa. Ser pastor así no es fácil; el buen pastor que da la vida por las ovejas. ¡Casi nada! ¡Dar la vida! Porque pastores, en un momento dado, todos lo somos: de los hijos, de los padres, de los amigos, de los empleados, de los pacientes, de los vecinos. Y el Evangelio es claro: si no somos (pastores) así, somos asalariados, llenos de buenas palabras, de hermosos documentos, sermones, y luego echamos a correr en cuanto viene el lobo, dejando las ovejas a su suerte. ¿A cuántas ovejas hemos abandonado? ¡Si tenemos hasta el valor de llegar a decir: «se lo merece» ¿Eso es ser buen pastor? ¿Qué hacemos con las mujeres que abortan, con las personas homosexuales, con los que dependen del alcohol o la droga, con los emigrantes? De momento, clasificarlos con esa etiqueta, incluso antes de reconocerles la categoría de personas. Los vemos por su peculiaridad antes que por su esencialidad. A veces da la impresión que ser hijos de Dios no es un don que el Padre nos hace, sino un privilegio. Si alguien necesita descubrir que Dios es Padre son, precisamente, los otros, igual que la oveja que necesita que su pastor vaya por ella es la que se ha perdido y no las que se han quedado en el redil; igual que no necesitan de médico los sanos, sino los enfermos[1]. En la primera de las lecturas de hoy dice san Pedro que la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Quizá nosotros seguimos haciendo lo mismo, y desechamos las piedras angulares de nuestra vida, porque desechamos a los pobres, a las ovejas perdidas, sin darnos cuenta que ¡ay! ellos son los que nos ofrecen la posibilidad de ser más humanos, más cercanos, más hermanos • AE




[1] L. Gracieta, Dabar 1994, nº 28


Ya rompe el Día, ya amanece (III Domingo de Pascua, 2018)



Ya rompe el Día, ya amanece,
del árbol cae el dulce fruto,
radiante estalla la Promesa,
ya brota el Hombre del sepulcro.

Rendíos cielos y universo,
gritad, soltad los labios mudos,
montañas, fuentes y caminos:
ya brota el Hombre del sepulcro.

Cansados pies de peregrino
doliente pecho moribundo,
os traigo paz y luz y amor:
ya brota el Hombre del sepulcro.

Vivid, amantes de la vida,
amad, vivientes de este mundo,
bebed del cauce de la roca:
ya brota el Hombre del sepulcro.

Dulzura mía y mi descanso,
Jesús, amor en mis nocturnos,
a ti me arrimo en trance nuevo:
ya brota el Hombre del sepulcro.

Jesús, oh Bello, oh Bueno, oh Santo,
Jesús ungido e incorrupto,
a ti la gloria, a ti el amor,
a ti que brotas del sepulcro. Amén •

P. Rufino María Grández, ofmcap
Logroño, 8 marzo 1993 (para la Pascua, 11 de abril)

Dormir tranquilo (III Domingo de Pascua 2018)



El día toca a su fin, un día de alegrías y trabajos, de ratos de intimidad y ratos de ansiedad, de momentos de impaciencia y momentos de satisfacción. Me quedo solo, dispuesto a volver a ser yo mismo por la noche, y una última oración sube a mis labios antes de cerrar los ojos… En paz me acuesto... y en seguida me duermo. Esta es mi oración, la oración de mi cuerpo cansado después de un día de duro bregar. El sueño es tu bendición nocturna, Señor, porque la paz ha sido tu bendición durante el día, y el sueño desciende sobre el cuerpo cuando la paz anida en el corazón. Me has dado paz durante el día en medio de prisas y presiones, en medio de críticas y envidias, en medio de la responsabilidad del trabajo y el deber de tomar decisiones. Tú, Señor, has puesto en mi corazón más alegría que si abundara en trigo y en vino, y el cuidado que has tenido de mí a lo largo del día me ha preparado tiernamente para el descanso de la noche. Conozco los temores del hombre del desierto al echarse a dormir, el hombre que hizo estos Salmos de su experiencia y de su vida. El miedo del animal salvaje que ataca de noche, del rival sangriento que busca venganza en la oscuridad, de la tribu enemiga que asalta por sorpresa mientras los hombres duermen. Y conozco mis propios temores. El miedo de un nuevo día, el miedo de encontrarme de nuevo cara a cara con la vida, de enfrentarme conmigo mismo en la luz incierta de un nuevo amanecer. Miedo a la oposición, a la competencia, al fracaso; miedo a no poder aguantar el esfuerzo de ser otra vez como debo ser, como me obligan a ser, como otros quieren que yo sea; o, más adentro, miedo a que no sabré sustraerme a la esclavitud de ser lo que otros quieren que yo sea y portarme como quieren que me porte. Miedo a ser yo mismo y miedo a que no me dejen serlo. Al acostarme tengo miedo a no volver a levantarme; y al levantarme siento pánico por tener que enfrentarme una vez más al triste negocio del vivir. Ese es el miedo visceral que pesa sobre mi vida. Su único remedio está en ti, Señor. Tú velas mi sueño y tú guías mis pasos. Tu presencia es mi refugio; tu compañía, mi fortaleza. Por eso puedo caminar con alegría, y ahora, llegada la noche, acostarme con el corazón en paz. En paz me acuesto y en seguida me duermo,  porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo» • Carlos G. Vallés, Busco tu rostro. Orar los Salmos Ed. Sal Terrae, Santander, 1989, p. 16ss.

En la Misa y en la mesa (III Domingo de Pascua, 2018)



La reunión no podía ser mejor: los dos que regresan de Emaús cuentan y cuentan y cuentan y no acaban: aquel caminante, después de explicarles lo del Mesías (tema que emocionaba a cualquier judío) había partido el pan con ellos ¡y entonces lo habían reconocido! ¡Era Jesús!... Bueno, pues a pesar del relato optimista y lleno de detalles, los demás discípulos siguen sin creer, se presenta en medio de ellos Jesús una vez más, y aquella presencia no les da seguridad, ni les quita las dudas. Creen ver un fantasma. No se fían ni de ellos mismos, aunque el evangelista tiene buen cuidado en anotar que no acababan de creer por la alegría[1]… En el evangelio de este domingo, el tercero dentro del tiempo de Pascua, vemos la importancia que supone en la vida de Jesús la comida como signo de fraternidad, como expresión de amistad y ocasión para comunicar su mensaje. Comiendo con publicanos y pecadores Jesús revela para quién ha venido[2]; en una comida acoge aquella mujer, al parecer pecadora, y la defiende[3]; será en otra comida, a la que él se invita, cuando dice que con él entra la salvación en los hogares[4], y en una cena, la cena más entrañable de la historia, adelantará su entrega, la perpetuará en un sacramento, y tendrá para con los suyos las más hondas expansiones, dejando aspectos fundamentales de su mensaje[5]. Y será en varias comidas en las que Jesús se aparecerá a los suyos y los hará partícipes de su Resurrección, de manera que el mismo Pedro lo recordará, años más tarde: Nosotros, que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos[6]. Jesús les pide de comer a los apóstoles, y lo hace delante de ellos para fortalecer su fe, para quitar sus miedos, para hacerles partícipes de su paz. La sencillez, la cercanía, el diálogo, la fraternidad, ¡y una buena comida! son en Jesús signos de una vida nueva •AE


[1]Lc 24, 41.
[2] Cfr. Id 5, 32.
[3]Cfr. Mt, 26, 7-10; Mc 14, 3-9; Jn 12, 1-8.
[4] Cfr. Lc 19, 1-10.  
[5] Mt, 26, 26-29; Mc 14, 22-25; LC 22, 22-23.
[6] Hech 10, 41.

Del grito a la risa (II Domingo de Pascua 2018)



Inclinó al fin su cabeza,
rota en grito la Palabra;
hubo llantos y lamentos
de la tarde a la mañana.
¡Qué silencio y qué vacío
por la Palabra enterrada!
Todo aquel día de sábado
fue silencio y esperanza.

Y a la mañana siguiente,
primera de la semana,
la Palabra se convierte
en risa resucitada.
Es risa de primavera,
es risa que se regala,
Es risa que no termina,
es risa que vive y habla.
Todo se llena de risa,
todo se estremece y canta;
aquel grito del Calvario
es ya risa prolongada.

Se acabaron las tristezas,
las tristes muertes del alma;
hay un rostro que sonríe
y va sembrando esperanzas.
No llores ya, Magdalena,
buscando lo que más amas:
es hortelano que ríe:
una risa que no acaba.

No llores más, Pedro amigo,
recordando las tres faltas
ahora está junto a ti
el que es risa soberana,
y tan sólo te pregunta
si le quieres, si le amas,
y solamente te pide
reír con todas tus ganas.

No estéis tristes peregrinos
de Emaús o de cualquier patria:
Alguien sale a vuestro encuentro
y su risa es una llama;
siempre se deja invitar
cuando la tarde se acaba
y cuando parte su pan
de risa a todos contagia.

Parte tu pan conmigo,
Amigo mío del alma,
colorea con tu risa
los rincones de mi casa;
y que la risa florezca
y que fluya como el agua;
y los grupos resuciten
en risas multiplicadas •

El gemelo que no creía (II Domingo de Pascua 2018)




El evangelio llama a Tomás dídimo –el gemelo- nosotros lo conocemos como el incrédulo[1]. Aquel hombre tiene dificultad para creer que Jesús ha resucitado, es una verdad de tal magnitud y de tantas implicaciones, que él no alcanza a aceptarla. Bien por temor o bien por la inmensa alegría que le producía, no cree, y así lo dice. Sin embargo, al regresar el Señor y presentarse nuevamente delante de sus amigos Tomás comprende que aquel que esta frente a Él no es un simple hombre sino el Mesías mismo, el Cristo resucitado que no muere más. Y esa experiencia de Tomás que nosotros podemos vivir, si queremos, todos los domingos en la Eucaristía, es como la gasolina que necesitamos –pa entendernos- para asumir nuestro compromiso cristiano de todos los días, porque quien no comprende quién es Cristo y qué ha hecho por él, no puede comprometerse realmente, y la fe se vuelve entonces una cuestión prescindible. Sin embargo quien se sabe salvado de la muerte eterna no se puede sino cantar las misericordias de Dios, que nos ama desde que éramos pecadores y nos envía a su Hijo para perdonar nuestros pecados[2]. Es así que Tomás cambió, no fue el mismo después de encontrarse cara a cara con el Señor. Tomás se volvió un apóstol convencido y salió del cenáculo para anunciar a Cristo a todo el que quería escucharle… ¡Qué grande necesidad tenemos de hacer esta experiencia de Tomás! Cuando Maximiliano Kolbe se encontraba de pie ante los oficiales nazis y veía cómo condenaban a muerte a un padre de familia a morir, su corazón no se paralizó sino entendió que debía dar su vida como Cristo la había dado por él[3]. Hoy, segundo domingo de Pascua, domingo de la divina misericordia podríamos preguntarnos hasta dónde llega nuestra fe y nuestro compromiso, y qué estamos haciendo por poner a los demás delante del Señor resucitado • AE



[1]Cfr. Jn 20, 24.
[2]Cfr. Sal 88.
[3] El Padre Maximiliano María Kolbe (1894 - 1941) fue un sacerdote franciscano conventual polaco asesinado por los nazis en el campo de concentración Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial. Fue un gran propagador de la devoción al Inmaculado Corazón de María.