El día toca a su fin, un día de alegrías y
trabajos, de ratos de intimidad y ratos de ansiedad, de momentos de impaciencia
y momentos de satisfacción. Me quedo solo, dispuesto a volver a ser yo mismo
por la noche, y una última oración sube a mis labios antes de cerrar los ojos… En paz me acuesto... y en seguida me duermo.
Esta es mi oración, la oración de mi cuerpo cansado después de un día de duro
bregar. El sueño es tu bendición nocturna, Señor, porque la paz ha sido tu
bendición durante el día, y el sueño desciende sobre el cuerpo cuando la paz
anida en el corazón. Me has dado paz durante el día en medio de prisas y
presiones, en medio de críticas y envidias, en medio de la responsabilidad del
trabajo y el deber de tomar decisiones. Tú,
Señor, has puesto en mi corazón más alegría que si abundara en trigo y en vino,
y el cuidado que has tenido de mí a lo largo del día me ha preparado tiernamente
para el descanso de la noche. Conozco los temores del hombre del desierto al
echarse a dormir, el hombre que hizo estos Salmos de su experiencia y de su
vida. El miedo del animal salvaje que ataca de noche, del rival sangriento que
busca venganza en la oscuridad, de la tribu enemiga que asalta por sorpresa mientras
los hombres duermen. Y conozco mis propios temores. El miedo de un nuevo día,
el miedo de encontrarme de nuevo cara a cara con la vida, de enfrentarme
conmigo mismo en la luz incierta de un nuevo amanecer. Miedo a la oposición, a
la competencia, al fracaso; miedo a no poder aguantar el esfuerzo de ser otra
vez como debo ser, como me obligan a ser, como otros quieren que yo sea; o, más
adentro, miedo a que no sabré sustraerme a la esclavitud de ser lo que otros
quieren que yo sea y portarme como quieren que me porte. Miedo a ser yo mismo y
miedo a que no me dejen serlo. Al acostarme tengo miedo a no volver a
levantarme; y al levantarme siento pánico por tener que enfrentarme una vez más
al triste negocio del vivir. Ese es el miedo visceral que pesa sobre mi vida.
Su único remedio está en ti, Señor. Tú velas mi sueño y tú guías mis pasos. Tu
presencia es mi refugio; tu compañía, mi fortaleza. Por eso puedo caminar con
alegría, y ahora, llegada la noche, acostarme con el corazón en paz. En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir
tranquilo» • Carlos G. Vallés, Busco tu rostro. Orar los Salmos Ed. Sal
Terrae, Santander, 1989, p. 16ss.
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