Hay dos experiencias que ayudan mucho en la vida espiritual. La primera
es sentir a Cristo vivo, resucitado de entre los muertos. La segunda es
sentirse hijo de Dios y, como tal, llamado a compartir con Cristo esa nueva
vida. Esto se puede enseñar en catequesis, se puede repetir una y mil veces en
las homilías, se puede saber de memoria y repetir cada mañana al levantarnos y
cada noche al acostarnos pero lo importante no es que se sepa, sino que se
experimente, que se sienta. Hay muchos cristianos a los que no les cuesta nada
decir que Dios es su Padre, pero que no se sienten hijos de Dios, ni sienten esa
vibración de hijo que, lógicamente, sentimos ante nuestros padres de carne y
sangre. Quizás en la catequesis hemos insistido demasiado en la justicia de
Dios, o en su grandeza, o en su poder... y lo que hemos conseguido es
transmitir a un Dios lejano, distante, inaccesible... Así, ¿quién puede
sentirlo como Padre? Lo propio de un padre es la cercanía, la disponibilidad,
el tenerlo a nuestro lado, el sentir la seguridad y la confianza que nos
transmite... ¿Así sentimos a Dios? Ese fue el afán de Jesús: quiso acercarnos a
Dios, facilitarnos el reconocerlo a nuestro lado. El deseo de Jesús no es que
sintamos temor ante el poder de Dios, sino paz ante su amor, consuelo ante su
cercanía, confianza ante su paternidad. Y no hemos sabido transmitir esta buena
noticia. Para transmitir ese mensaje de la paternidad de Dios nos ayudaría ser más
comprensivos unos con otros, vivir con menos condenas y con más comprensión.
Comprender, ayudar, salvar... ¿Cuándo vamos a entender que los que llamamos
«marginados» no necesitan tanto que les recordemos lo que deberían hacer como
que son, también ellos, hijos de Dios, igual que la oveja perdida no necesita
sermones sino alguien que se arremangue la camisa y se vaya a buscarla, y esté
con ella, y la eche sobre sus hombros, y la cuide...? La imagen del pastor y la
oveja, que nos trae el Evangelio de este domingo es más que una fuente de
inspiración para pintores, o una frase para cierta literatura religiosa. Ser
pastor así no es fácil; el buen pastor
que da la vida por las ovejas. ¡Casi nada! ¡Dar la vida! Porque pastores,
en un momento dado, todos lo somos: de los hijos, de los padres, de los amigos,
de los empleados, de los pacientes, de los vecinos. Y el Evangelio es claro: si
no somos (pastores) así, somos asalariados, llenos de buenas palabras, de
hermosos documentos, sermones, y luego echamos a correr en cuanto viene el
lobo, dejando las ovejas a su suerte. ¿A cuántas ovejas hemos abandonado? ¡Si
tenemos hasta el valor de llegar a decir: «se lo merece» ¿Eso es ser buen
pastor? ¿Qué hacemos con las mujeres que abortan, con las personas homosexuales,
con los que dependen del alcohol o la droga, con los emigrantes? De momento,
clasificarlos con esa etiqueta, incluso antes de reconocerles la categoría de
personas. Los vemos por su peculiaridad antes que por su esencialidad. A veces
da la impresión que ser hijos de Dios no es un don que el Padre nos hace, sino
un privilegio. Si alguien necesita descubrir que Dios es Padre son, precisamente,
los otros, igual que la oveja que necesita que su pastor vaya por ella es la
que se ha perdido y no las que se han quedado en el redil; igual que no
necesitan de médico los sanos, sino los enfermos[1]. En
la primera de las lecturas de hoy dice san Pedro que la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Quizá nosotros seguimos haciendo lo mismo, y desechamos las piedras angulares
de nuestra vida, porque desechamos a los pobres, a las ovejas perdidas, sin
darnos cuenta que ¡ay! ellos son los que nos ofrecen la posibilidad de ser más
humanos, más cercanos, más hermanos • AE
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