¡Ay! (III Domingo de Cuaresma. Ciclo B).



El templo era, para entendernos, como el corazón y los pulmones del pueblo de Israel. Al ver las peregrinaciones y oraciones que hoy se hacen ante lo que queda de aquel magnífico templo -el Muro de las lamentaciones- podemos hoy imaginar bien algo de lo que entonces era y significaba ese lugar [1]. El templo era la casa de Dios, la ampliación –gloriosa, majestuosa- de aquella humilde tienda del encuentro que construyó Moisés en el desierto[2]. ¡Con qué devoción y júbilo se acercaban a la colina sagrada para encontrarse allí con el Dios vivo! Nadie podía contar las oraciones, ofrendas y sacrificios que diariamente se ofrecían al Señor en el templo de Jerusalén: pan, aceite, incienso, corderos; todo ofrecido mañana y tarde. Aquello resultaba un lugar de sangre donde se hacían sacrificios para expiar por los pecados, para alabar, para pedir favores y para dar gracias; siempre había algo que ofrecer al Señor. Sin embargo toda esta impresionante estructura religiosa poco a poco se empezaba a fosilizar  y a resquebrajar, tanto así que el Señor anunciaría su destrucción[3]. Y es que alrededor del templo había un gran mercantilismo e intereses controlados por la casta sacerdotal, además de un nacionalismo enfermizo: la casa de Dios sólo se abría para el pueblo escogido. Los ritos que ahí se celebraban eran rutinarios, vacíos, casi mágicos, tratando de controlar con ellos a Dios[4]. Podríamos decirlo como lo dijo Natán a David, o Esteban a los sacerdotes, o Jesús a la samaritana: Dios no necesita ni quiere templos[5]. Por eso Jesús no podía callar: levantó la voz y también el látigo en un gesto único en todo el evangelio. Y es que el templo que Dios quiere no está fuera del campamento, como hizo Moisés, sino dentro, muy dentro del corazón. El templo que Dios quiere no es de piedras, sino de carne y sangre; no tiene muros o velos de separación, sino que está abierto de par en par, para todos. En el templo que Dios quiere no se permiten ofrendas de sangre, sólo de amor[6]. El relato del gesto de Jesús que escuchamos hoy y que resulta violento tiene en realidad un valor profético, y muy profundo: El Señor no solamente denuncia los abusos del templo, sino la misma idea materializada del templo: y defiende a todos los templos vivos, verdaderos templos de Dios, de toda profanación, y sobre todo de cualquier mercantilismo y nacionalismos enfermizos y de virus tan contagioso que se llama dinero. Hay algo alarmante en nuestra sociedad que nunca denunciaremos lo bastante: vivimos en una civilización que tiene como eje de pensamiento y criterio de actuación, la secreta convicción de que lo importante y decisivo no es lo que uno es sino lo que tiene, y ahí está una de las fracturas más graves. Somos materialistas, y a pesar de las grandes proclamas sobre la libertad, la justicia o la solidaridad, vivimos apegados al dinero. Los creyentes haríamos bien en recordar ¡todos los días! que el dinero abre, sí, las puertas del mundo y los negocios, pero jamás la puerta de nuestro corazón a Dios. No estamos acostumbrados los cristianos a la imagen violenta de un Mesías con un látigo en las manos y sin embargo ésa es la reacción de Jesús al encontrarse con hombres que, incluso en el templo, no saben buscar otra cosa sino su propio beneficio. Nuestra vida ha dejado de ser lugar de encuentro cuando nuestro corazón es un mercado donde sólo se rinde culto al dios dinero. No puede haber una relación filial con Dios Padre cuando nuestras relaciones con los demás están mediatizadas sólo por intereses de dinero, o prestigio. Imposible entender algo del amor, la ternura y la acogida de Dios a los hombres cuando vivimos comprando o vendiendo, u organizando campañas de capital (en las que dicho sea de paso se suele exprimir al pueblo santo de Dios) en las que ¡Ay! no hay sitio para Jesucristo y su reino. Reino que, dicho sea de paso, no fue, no es y no será jamás de este mundo • AE




[1] El Muro de las Lamentaciones o Muro de los Lamentos (literalmente Muro de Buraq) es el lugar más sagrado del judaísmo, vestigio del Templo de Jerusalén. Su nombre en hebreo significa simplemente "muro occidental". Data de finales del período del Segundo Templo y hasta hace poco se creía que fue construido cerca del 19 a. C. por Herodes el Grande. Según hallazgos en excavaciones recientes se cree que fue construido décadas más tarde por su bisnieto, Agripa II. Es uno de los cuatro muros de contención alrededor del Monte Moriá, erigidos para ampliar la explanada sobre la cual fueron edificados el Primer y el Segundo Templo de Jerusalén, formando lo que hoy se conoce como la Explanada de las Mezquitas por la tradición musulmana o Explanada del Templo por la tradición judeocristiana. El nombre Muro Occidental se refiere no solamente a la pequeña sección de 60 metros de longitud expuesta en el Barrio Judío, sino a toda la pared de 488 metros, en su mayoría tapada por los edificios del Barrio Musulmán.
[2] Cfr. Ex 33, 7-9.
[3] Cfr. Mt 24, 1-3; Mc 13, 1-4; Lc 21, 5-7.
[4] Cfr Is 29, 13; Mt 15, 8-9.
[5] Cfr. Jn 4, 5-43. 
[6] Cfr Mt 9,13.

El Templo y la cueva (III Domingo de Cuaresma. Ciclo B)




Acaso los que pretendieron convertir la casa de Dios en una cueva de bandidos, consiguieron destruir el templo? Del mismo modo, los que viven mal en la Iglesia católica, en cuanto de ellos depende, quieren convertir la casa de Dios en una cueva de bandidos; pero no por eso destruyen el templo. Pero llegará el día en que, con el azote trenzado con sus pecados, serán arrojados fuera. Por el contrario, este templo de Dios, este Cuerpo de Cristo, esta asamblea de fieles tiene una sola voz y como un solo hombre canta en el salmo. Esta voz la hemos oído en muchos salmos; oigámosla también en éste. Si queremos, es nuestra voz; si queremos, con el oído oímos al cantor, y con el corazón cantamos también nosotros. Pero si no queremos, seremos en aquel templo como los compradores y vendedores, es decir, como los que buscan sus propios intereses: entramos, sí, en la Iglesia, pero no para hacer lo que agrada a los ojos de Dios San Agustín de Hipona, Comentario sobre el salmo 130 (1-3: CCL 40, 1198-1200)

Sentirse y sentarse a gusto con Dios (III Domingo de Cuaresma. Ciclo A)


Todos tenemos comunicación o relación con personas que poco a poco se han ido alejando de la práctica religiosa, amigos o hermanos que casi sin advertir lo que ha ido ocurriendo en sus vidas viven lejos de las cosas del espíritu, y así Dios termina por ser algo extraño en sus vidas. Cuando entran en una iglesia o asisten a una celebración religiosa, aquello les puede parecer como artificial y hasta vacío. Lo que escuchan, de lejos,  se les hace lejano e incomprensible. Y, sin embargo, esas mismas personas con frecuencia buscan algo que les dé paz interior, profundidad y sentido a sus vidas #nostalgiadeDios Más aún, aunque no practican, acogerían de nuevo a Dios si lo descubrieran como la Realidad gozosa que sostiene, alienta y llena todo de vida. La pregunta es, ¿se puede encontrar de nuevo a Dios una vez que la persona se ha alejado de toda religiosidad? ¿Es posible una experiencia nueva de Dios? ¿Por dónde empezar buscar? Hay quien busca pruebas, o garantías para tener seguridad, pero pretender analizar a Dios como si se tratara de un objeto de laboratorio es perder el tiempo: Dios está en otro lado y desde luego no se le puede aprisionar en la mente. Quien lo busca sólo por la vía estrecha de la razón corre el riesgo de no encontrarse nunca con El. Lo mejor de todo es que Dios está mucho más cerca de lo que sospechamos. Está dentro de nosotros mismos. Dicho de otra forma: si no lo encontramos en el fondo de nuestro ser  difícilmente lo encontraremos en alguna otra parte. Si yo me abro, Él no se cierra. Si yo escucho, Él no se calla. Si yo me confío, Él me acoge, Él es ¡el Dios cercano! Si yo me entrego, Él me sostiene. Si yo me dejo amar, Él me salva. Tal vez la experiencia más importante para encontrar de nuevo a Dios es sentirse y sentarse a gusto con El, percibirlo como presencia amorosa que nos acepta como somos, con nuestras luces y nuestras sombras, nuestro polvo y nuestros orines, como dice Roberto mi hermano. Y es que cuando alguien sabe lo que es sentirse a gusto con Dios a pesar de su mediocridad y pecado, difícilmente lo abandona: Si conocieras el don de Dios le pedirías de beber y él te daría agua viva ¡Qué entrañable la conversación entre Jesús y la mujer de los muchos maridos, y qué fresca el agua qué ofrece el Señor! Muchos abandonan la práctica religiosa porque no han saboreado a Dios, si conocieran lo que es encontrarse a gusto con El, quizá lo buscarían más, o con más interés, o al menos podrían hoy empezar una conversación con él, así como quien busca y pide agua, como la mujer de los muchos maridos, y el Señor de la mucha misericordia •AE

Jesús y la Samaritana (III Domingo de Cuaresma. Ciclo A)



No es un mal lugar,
aunque sea a las afueras,
éste del pozo de Jacob,
para acercarnos a cualquier hora
con el cántaro de nuestras dispersiones y carencias
sobre la cintura o la cabeza.

Quizá tú, Señor,
que te has detenido, cansado,
ante su brocal y sombra,
no te detengas ante nuestras resistencias,
pues lo tuyo es derribar barreras
y abrir a la esperanza puertas.

Quizá tu palabra,
tan sorpresiva, cercana y clara,
y nuestra ingenuidad,
que entra en diálogo por necesidad,
hagan emerger nuestro ser más honda,
relativizando tantas vanas ocurrencias.

Quizá tus vivos ojos
y tu presencia dándonos acogida
hagan que expresemos insatisfacciones,
prejuicios y resistencias,
recelos y carencias, hasta que emerja
el escondido anhelo de vida.

Porque deseo, Señor,
tenemos a manos llenas,
aunque el corazón esté herido
y las entrañas pisoteadas y yermas
con tanta lágrima amarga
derramada cada día.

Nos hemos ilusionado
hasta en seis ocasiones con decisión
buscando abrazos y amores,
mas se nos ve que llevamos a cuestas
una vida rota y sin horizonte,
llena de fracasos y sinsabores.

Ya no entendemos tu mensaje
ni lo que nos mueve cada día
a buscar el agua tan necesaria,
por eso andamos perdidas,
aún en nuestra tierra,
y preguntamos como personas torpes.

Pero poco a poco
tú nos cautivas y enamoras
y te ganas nuestro herido corazón;
y nosotras anhelamos, como nunca,
el agua viva
que bota de tu rostro y voz.

Nos sentimos amadas,
reconocidas y con una sed distinta;
corremos hacia la aldea
y anunciamos tu presencia
que cura, alegra y da vida
sólo con ser acogida unos días •

Florentino Ulibarri

II Domingo de Cuaresma (Ciclo B)



Johann Georg Trautmann (1713-1769), La Transfiguración del Señor (1760), 
óleo sobre tela, Städel Museum (Frankfurt). 

...

Aquel hombre que asciende a la montaña
a Dios está anhelando con sed viva;
pierde su corazón allá en la fuente
donde el dolor se pierde y pacifica,
y el donde el Padre engendra al Hijo amado
con el Amor que de su pecho espira.

Aquel hombre de rostro penetrante
sobre su sangre y éxodo medita;
una luz desde dentro se abre paso,
la hermosa faz más limpia que el sol brilla,
porque es el bello rostro de Jesús,
cuyos ojos los ángeles ansían.

Es el Hijo en la Nube del Espíritu,
el Amado nacido antes del día;
el Padre lo pronuncia con ternura,
con la voz de sus labios lo acaricia;
los testigos videntes de la Gloria,
ebrios de amor lo adoran y se inclinan.

Pasó el fuego encendido en la montaña
y otra vez susurró la suave brisa;
y era él, ya no más transfigurado,
Jesús de Nazaret, el de María;
mas para aquel que vio la faz divina,
sin destellos la faz será la misma.

Jesús de la montaña y de la alianza
presente con gloriosa cercanía,
en el fuego sagrado de la fe
te adoramos, oh luz no consumida;
traspasa tu blancura incandescente
a tu esposa que en ti se glorifica. Amén

R. M. Grández, (letra) – F. Aizpurúa (música), capuchinos, 
Himnos para el Señor, Ed. Regina, 
Barcelona, 1983, pp. 83-87.

Del espacio a los pies bien puestos sobre la tierra. Tabor y Calvario (II Domingo de Cuaresma. Ciclo B).



Era 1985 y Jeffrey A. Hoffman, leía, durante su misión en el espacio aquel pasaje de Daumal, escrito en la década de los veinte: «No se puede permanecer en la cumbre eternamente, hay que descender de nuevo. Por eso ¿qué sentido tiene preocuparse por el primer puesto? Precisamente por eso. Lo que  está arriba no sabe lo que está abajo, pero lo que está abajo no sabe lo que está arriba. Uno escala, ve, desciende. Luego, ya no ve nada más. Pero ha visto. Hay un arte de  conducirse a sí mismo en las regiones bajas por el recuerdo de lo que uno ha visto en las  regiones altas. Cuando no se puede ver ya, se puede seguir sabiendo, por lo menos, que  existen las cosas de arriba»[1]. Es importante haber visto, saber que existen las cosas de arriba.  Aunque ya no se vean. Algo asín sucede con la Transfiguración del Señor. Pedro, Santiago y Juan, cuando bajaron del Tabor sin duda estaban abatidos. Después de haber visto al Maestro lleno de gloria, de esplendor y de luz, tienen que hundirse nuevamente en el drama de lo cotidiano, que a veces resulta hasta vulgar. Ven a Jesús que desciende de la montaña, solitario. Lento y cotidiano. Tal vez cansado. Es el mismo de siempre y –como  siempre, últimamente- empieza a hablar de humillación y de muerte. Les prohíbe, además hablar de la experiencia que acaban de vivir. Había, sí, motivos para la tristeza. A nosotros también nos pasa lo mismo ¡y cuánto nos cuesta descender del monte! Sin embargo ¿Quién puede arrebatarnos las certezas que conservamos en el fondo del alma? Pasan los años, vino el vendaval del Calvario y  de la Cruz y allá muy adentro, brillando, quedará un resplandor: el  recuerdo de la Transfiguración, de los encuentros tan personales con el Señor. Gracias a eso es que podemos conducirnos en las regiones bajas: por el  recuerdo de lo que vimos en la cima. Y aún con todo ¡Qué difícil, bajar de las alturas! Ahí en la cabeza y en el corazón sin duda revolotean las mismas palabras de Pedro: “¡Qué a gusto estamos aquí! Hagamos tres chozas”[2]. Pero no. Es urgente bajar. Hemos de estar entre los hombres. Hemos de aprender a hablar con el triste, con el solo, con el que tiene incluso las manos manchadas. Vencer esa repulsión natural hacia lo feo y lo vulgar. Aprender  a transitar los caminos de la tierra con amor, como San Francisco. Hacer lo imposible para que el Tabor baje al valle, para que hunda en el valle sus raíces. Sin apagar el recuerdo de aquella luz de arriba, reconfortante y segura. Convencidos de que la vida cristiana no es comodidad, sino tensión; no es seguridad, sino  riesgo; no es evasión, sino cruz. El Evangelio de este domingo de Cuaresma, el segundo, es una invitación a la esperanza, pero también a la realidad de una  existencia consagrada al cambio, al crecimiento. Al crecimiento y a la transformación del  hombre, de la comunidad y de la Historia • AE



[1] René Daumal (1908 –1944) fue un escritor, ensayista, traductor y poeta francés.
[2] Cfr. Mc 9, 2-10.

El camino en el Camino (I Domingo de Cuaresma. Ciclo B).


En medio del camino de la vida
la mano del Señor tocó mi frente:
¡Mortal hijo de Adán, detente y entra,
conmigo al corazón sin miedo vente!

Bajé hasta el alma, cueva y paraíso,
tomado de su mano suavemente,
y vi la historia entera en mí bullendo:
al Padre, al Hijo, al Fuego incandescente.

¡Oh alma buscadora!, ve al desierto,
montaña del Señor, dintel celeste,
y ensancha las ventanas a la vida,
amante del amor y de la muerte.

Bañado en la verdad y en dulce llanto,
conócete a ti mismo al conocerle,
¡oh Hombre!, y escucha en tu gemido
un son de paz que desde el cielo viene.

La paz y la justicia Cristo muerto
se abrazan en el alma estrechamente;
rebrota el mundo, firme y vigoroso,
y en mí la Vida vence, oh Tú, perenne.

¡Oh Cristo soberano, Dios perdón,
en cruz ensangrentado, Dios clemente,
te damos gracias, luz que nos revelas
el ser en su verdad con lo que eres! Amén •


Febrero 1984. R. M. Grández, F. Aiapurpua, capuchinos, Himnario de las Horas, 
Editorial Regina, Barcelona 1990, pp. 43-46.

«Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (Mt 24,12)


Caravaggio, La vocación de San Mateo, óleo sobre lienzo (1599), 
la obra fue encargada para decorar la Capilla Contarelli 
en la iglesia romana de San Luis de los Franceses, donde aún se conserva.

Dante Alighieri, en su descripción del infierno, se imagina al diablo sentado en un trono de hielo; su morada es el hielo del amor extinguido. Preguntémonos entonces: ¿cómo se enfría en nosotros la caridad? ¿Cuáles son las señales que nos indican que el amor corre el riesgo de apagarse en nosotros? Lo que apaga la caridad es ante todo la avidez por el dinero, «raíz de todos los males» (1 Tm 6,10); a esta le sigue el rechazo de Dios y, por tanto, el no querer buscar consuelo en él, prefiriendo quedarnos con nuestra desolación antes que sentirnos confortados por su Palabra y sus Sacramentos. Todo esto se transforma en violencia que se dirige contra aquellos que consideramos una amenaza para nuestras «certezas»: el niño por nacer, el anciano enfermo, el huésped de paso, el extranjero, así como el prójimo que no corresponde a nuestras expectativas. También la creación es un testigo silencioso de este enfriamiento de la caridad: la tierra está envenenada a causa de los desechos arrojados por negligencia e interés; los mares, también contaminados, tienen que recubrir por desgracia los restos de tantos náufragos de las migraciones forzadas; los cielos —que en el designio de Dios cantan su gloria— se ven surcados por máquinas que hacen llover instrumentos de muerte. El amor se enfría también en nuestras comunidades: en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium traté de describir las señales más evidentes de esta falta de amor. estas son: la acedia egoísta, el pesimismo estéril, la tentación de aislarse y de entablar continuas guerras fratricidas, la mentalidad mundana que induce a ocuparse sólo de lo aparente, disminuyendo de este modo el entusiasmo misionero 

(extracto del Mensaje para la Cuaresma del Santo Padre Francisco; el texto completo puede leerse aquí). 

Miércoles de Ceniza del 2018


Georges de La Tour, 1642-1644, Magdalena penitente
Óleo sobre lienzo (128 x 94 cm), Museo del Louvre (París). 

Cuando al comienzo de la Cuaresma pensamos que es buen momento para cambiar el corazón, quizá nos sirva aquello que decía Fray Luis de Granada y entonces matemos tres pájaros de un tiro en los 40 días que tenemos por delante. Decía el dominico que habríamos tener un corazón de hijo para con Dios, un corazón de madre para con los demás y un corazón de juez para consigo mismo. La realidad es que lo tenemos todo reborujado #alrevésvolteado, como decimos en Aguascalientes: tenemos un corazón de siervo para con Dios, uno de juez para con los demás y uno de madre para con nosotros mismos. Por mucho que le llamemos Padre, la verdad es que acudimos a Dios con desconfianza, con temor y  con muchas exigencias. Hoy podríamos pedir al Señor que nos cambie, que nos haga sentirnos gozosos y confiados en su presencia, que seamos capaces de ponernos en sus manos incondicionalmente. Que tengamos un corazón de niño ante su Padre, que no le exige nada, que no le regatea nada. Un corazón que se siente inundado en cada  momento por un amor poderoso y gratuito. En cuanto a nuestro corazón de juez ¡Cuánto nos complace ver el lado negativo de los  demás! Los miramos fríamente y desde lejos, todo con lupa. Decimos que lo mejor es pensar mal. Repartimos premios y castigos y lejos estamos de tener un corazón de madre. Ellas lo comprenden todo, porque aman. Tienen una paciencia  infinita, porque esperan. Es sin duda el corazón que más se parece al de Dios. Si tuviéramos un corazón de madre para los demás, las relaciones humanas serían comprensivas y cálidas, nos sentiríamos más seguros los unos de los otros y no habría necesidad de  mentir. Si por último nos exigimos un poco más a nosotros mismos y al mismo tiempo aprendemos a comprendernos, a valorarnos y perdonarnos como el Señor lo hace quizá no estemos tan lejos de esa conversión del corazón a la que sin duda tanto nos sentimos llamados • AE 

¡Si quieres, puedes limpiarme!


Entre el querer y el poder
hay infinita distancia,
y el amor en abundancia
los juntó en el mismo ser.

Soy un leproso, mi Dios,
que quiero mas yo no puedo,
y un milagro de tu amor
necesito y es mi ruego.
Si quieres, puedes limpiarme,
como el leproso confieso,
y estoy mirando a tus ojos
que me digan: Sí, lo quiero.

Mi vida es tu voluntad,
tu querer es mi deseo;
tu voz, oculta en el alma,
con gratitud yo la acepto.
Cuanto has pensado de mí
dímelo, que es mi proyecto;
que sea tu corazón
mi divino semillero.

Ante tus ojos me he visto
en mis raíces enfermo;
las opiniones ajenas
no me dan paz ni consuelo.
Porque eres tú mi verdad,
mi nuevo descubrimiento,
lo más mío de mí mismo,
en la tierra luz del cielo.

Y aunque soy un pecador,
y aunque leproso me veo,
me reconozco agraciado,
colmado de amor inmenso.
Soy feliz cuando te miro
y me abandono y espero,
Jesús, perenne milagro,
y siempre mi canto bello.

Jesús, misterio pascual,
yo cantaré tu Evangelio,
palabra que a mí me das
al sentirte sacramento.
Soy contigo, mi Señor,
digno de tu santo cuerpo,
que todo lo purificas
con tu abrazo puro y tierno. Amén •

P. Rufino Mª Grández, ofmcap.

Puebla, de los Ángeles, 9 febrero 2012. 

La miseria frente a la misericordia.


La confianza del leproso del evangelio de hoy es extraordinaria: Si tú quieres, puedes…[1] Es la fe de la cananea[2], del centurión[3], de la mujer que unge los pies del Señor[4]. Jesús se siente siempre conmovido por aquellas manifestaciones de fe de personas que lo ven, lo conocen más o menos y confían por completo en él, sin embargo nunca un diálogo fue tan breve y tan intenso. Dos palabras para revelar la fe del leproso y una palabra para señalar el efecto de esta fe: Si quieres, puedes y ¡Sí quiero: Sana! Se encuentran a la vez la terrible situación de un hombre y la gran fuerza del amor. La miseria frente a la misericordia. La lepra inspiraba tanto miedo en aquella época que era considerada como un castigo de Dios y un contagio terrible[5]. Y Jesús lo toca. Y lo cura. Eso es lo que seguramente pensaba aquel hombre en su interior: “él puede todo lo que quiere”. Y es así es como se realiza el encuentro. No hay miseria alguna que desanime al Señor; solo espera nuestro Si tú quieres… que debería ser casi tan poderoso como el amor con que está dispuesto a acogernos. Pienso en los que somos leprosos, en que deberíamos ponernos con más frecuencia delante del Señor: los despreciados, los marginados, los que sienten la vergüenza de su cuerpo, de su corazón, de su vida… Es importante sentirnos leprosos delante de Jesús Médico. Este doble despertar de nuestra vergüenza y de nuestra fe es la mejor preparación para el encuentro, como cuando decimos, al comienzo de la celebración de la Eucaristía, aquello tan entrañable y tan sanador y tan reparador: “Antes de celebrar esta eucaristía, reconozcamos nuestros pecados...” [6] •AE



[1] Mc, 1, 40-45.
[2] Cfr. Mt 15, 21-28.
[3] Cfr. Lc 7, 1-10.
[4] Ídem, v. 36.
[5] Lev 13, 1-2. 44-46.
[6] A. Seve, El Evangelio de los Domingos, Verbo Divino, Estella 1984, p. 78.

Te andamos buscando.


Todos te buscan, Señor,
se lanzan sobre tu cuerpo,
hogar de la Trinidad,
salud, perdón y consuelo.
Y a muchos tú los curabas,
que ha llegado el tiempo nuevo,
y la ternura del Padre
se destila por tus dedos.

Todos te buscan, Señor,
con ansia de ti sedientos,
te dicen con regocijo
Simón y sus compañeros.
Y decirlo es una súplica,
sacar del pecho un anhelo:
nosotros, por ti encontrados,
gozosos te seguiremos.

Todos te buscan, Señor,
a Jesús le están diciendo,
que antes que el sol amanezca
orando estaba en secreto.
Buscador de Dios orante,
corazón siempre despierto,
confidente día y noche
de los misterios del Reino.

Todos te buscan, Señor,
pues tú les buscabas a ellos:
vayamos a predicar
el Reino por otros pueblos,
que para esto he salido,
y por esto vivo y muero;
vayamos rumbo a la vida,
del Dios vivo, misioneros.

 Todos te buscan, Señor,
todos, Jesús Nazareno,
y aun desde el propio pecado
van buscando sin saberlo.
Tú eres la fe deseada,
Tú eres el íntimo encuentro:
¡qué gozo, Dios humanado,
vivir y morir en vuelo! Amén •

P. Rufino Mª Grández, ofmcap.
Puebla, 31 enero 2012.

...los corazones destrozados ¡Él los sana!...




El Señor sana los corazones destrozados, 
venda sus heridas. Cuenta el número de las estrellas, 
a cada una la llama por su nombre
(Salmo 146) 


Tu poder, Señor, se extiende del corazón del hombre a las estrellas del cielo. Eres Dueño del hombre y Dueño de la creación, y aquí proclamo los dos reinos de tu poderío en una sola estrofa y abrazo con un solo gesto todo el inmenso territorio de tu dominio. El latir del corazón del hombre y las órbitas de los cuerpos celestes, la conducta humana y las trayectorias astrales, la conciencia y el espacio. Todo está en tu mano. Y a mí me alegra pensar en ello. Al cantar tu poder, canto mi alegría. Si sabes manejar las estrellas, ¿no vas a saber manejar también mi corazón? Encárgate de él, Señor, por favor. Tiene una órbita bastante loca; no es fácil saber hoy lo que hará mañana; puede escaparse en cualquier momento por la tangente, como puede estacionarse y negarse a avanzar con tozuda torpeza. Guíalo suavemente hasta la órbita justa, Señor; vigila su curso y cuida su camino con providencia suave y eficacia firme. Que sea estrella para alegrar el cielo nocturno sobre el mundo de los hombres. Yo descanso, Señor, en tu sabiduría y tu poder. El firmamento es mi hogar, y me paseo alegremente por toda tu creación bajo tu mirada cariñosa. Llámame por mi nombre, Señor, como llamas a las estrellas del cielo y a tus hijos en la tierra. Llámame por mi nombre como el pastor llama a sus ovejas. Me alegra saber que conoces mi nombre. Usalo con toda libertad, Señor, para llamarme al orden cuando me aleje, y a la intimidad cuando me acerque con intimidad filial. Y úsalo un día, Señor, para llamarme a tu lado para siempre • Carlos G. Vallés, Busco tu rostro. Orar con los salmos, Ed. Sal Terrae, Santander 1989, p. 264.

La paciencia ante el cansancio.


Se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, donde se puso a orar. Cuatro verbos seguidos utiliza el evangelista para describir ese momento de la vida del Señor[1]. En el evangelio de éste domingo vemos que Jesús no se deja destruir por el activismo. Rodeado de personas que se agolpan sobre él, incluso después de anochecer, Jesús sabe encontrar un tiempo para reavivar su espíritu. Cuando, al amanecer los discípulos lo buscan de nuevo, Jesús se levanta con nuevas fuerzas, dispuesto a continuar su vida tan llena de servicio. El cansancio es algo con lo que debemos contar. Siempre. Las fuerzas se desgastan y el agobio se apodera de nosotros. Quedan atrás la euforia y vitalidad de otros tiempos. Hay momentos del día en los que sentimos con especial fuerza la falta de aliento, la impotencia, el hastío. Las raíces del cansancio pueden ser muy diversas. Las ocupaciones nos dispersan, la actividad constante nos desgasta, la mediocridad misma de nuestra vida y nuestro trabajo nos aburres. Perdemos energías en las mil contrariedades y roces de cada día y al final no sabemos cómo ni dónde reparar nuestras fuerzas. Nos vaciamos quizás generosamente a lo largo del día pero no cuidamos el alimento de nuestro espíritu. ¿Qué hacer cuando la alegría interior se nos escapa y sentimos el alma cansada y sin aliento? Quizás, lo primero sea aceptar con paciencia el cansancio como compañero de camino, pero al mismo tiempo hemos de recordar que la soledad y el silencio pueden sanar de nuevo nuestras raíces. Una oración callada, humilde y confiada esta siempre al alcance de nuestra mano, oración que puede devolvernos el aliento y la vida en las horas bajas del cansancio y el agobio. Todos necesitamos de una manera u otra retirarnos a un lugar solitario para enraizar de nuevo nuestra vida en lo esencial. Necesitamos más silencio y soledad para reconocer con paz aquellas pequeñas cosas que hemos agrandado indebidamente hasta agobiarnos, y para recordar las cosas realmente grandes e importantes que hemos descuidado día tras día[2]. Esa oración no es huida cobarde de los problemas. Es renacimiento, reencuentro y renovación del espíritu. Es sentirse vivo de nuevo y dispuesto para el servicio, es imitar al Señor, que también se cansaba y también se retiraba al silencio y la oración •AE



[1] Mc 1, 29-39.
[2] J.A Pagola, Buenas Noticias, Navarra 1985, p. 189 ss.