El templo era, para entendernos, como el corazón y los pulmones del pueblo
de Israel. Al ver las peregrinaciones y oraciones que hoy se hacen ante lo que queda
de aquel magnífico templo -el Muro de las lamentaciones- podemos hoy imaginar bien algo de lo que entonces era y significaba ese lugar [1]. El
templo era la casa de Dios, la ampliación –gloriosa, majestuosa- de aquella
humilde tienda del encuentro que construyó Moisés en el desierto[2].
¡Con qué devoción y júbilo se acercaban a la colina sagrada para encontrarse
allí con el Dios vivo! Nadie podía contar las oraciones, ofrendas y sacrificios
que diariamente se ofrecían al Señor en el templo de Jerusalén: pan, aceite,
incienso, corderos; todo ofrecido mañana y tarde. Aquello resultaba un lugar de
sangre donde se hacían sacrificios para expiar por los pecados, para alabar,
para pedir favores y para dar gracias; siempre había algo que ofrecer al Señor.
Sin embargo toda esta impresionante estructura religiosa poco a poco se empezaba
a fosilizar y a resquebrajar, tanto así
que el Señor anunciaría su destrucción[3]. Y
es que alrededor del templo había un gran mercantilismo e intereses controlados
por la casta sacerdotal, además de un nacionalismo enfermizo: la casa de Dios sólo
se abría para el pueblo escogido. Los ritos que ahí se celebraban eran rutinarios,
vacíos, casi mágicos, tratando de controlar con ellos a Dios[4]. Podríamos
decirlo como lo dijo Natán a David, o Esteban a los sacerdotes, o Jesús a la
samaritana: Dios no necesita ni quiere templos[5].
Por eso Jesús no podía callar: levantó la voz y también el látigo en un gesto
único en todo el evangelio. Y es que el templo que Dios quiere no está fuera
del campamento, como hizo Moisés, sino dentro, muy dentro del corazón. El
templo que Dios quiere no es de piedras, sino de carne y sangre; no tiene muros
o velos de separación, sino que está abierto de par en par, para todos. En el
templo que Dios quiere no se permiten ofrendas de sangre, sólo de amor[6]. El
relato del gesto de Jesús que escuchamos hoy y que resulta violento tiene en
realidad un valor profético, y muy profundo: El Señor no solamente denuncia los
abusos del templo, sino la misma idea materializada del templo: y defiende a
todos los templos vivos, verdaderos templos de Dios, de toda profanación, y
sobre todo de cualquier mercantilismo y nacionalismos enfermizos y de virus tan
contagioso que se llama dinero. Hay algo alarmante en nuestra sociedad que nunca
denunciaremos lo bastante: vivimos en una civilización que tiene como eje de
pensamiento y criterio de actuación, la secreta convicción de que lo importante
y decisivo no es lo que uno es sino lo que tiene, y ahí está una de las fracturas
más graves. Somos materialistas, y a pesar de las grandes proclamas sobre la libertad,
la justicia o la solidaridad, vivimos apegados al dinero. Los creyentes haríamos
bien en recordar ¡todos los días! que el dinero abre, sí, las puertas del mundo
y los negocios, pero jamás la puerta de nuestro corazón a Dios. No estamos
acostumbrados los cristianos a la imagen violenta de un Mesías con un látigo en
las manos y sin embargo ésa es la reacción de Jesús al encontrarse con hombres
que, incluso en el templo, no saben buscar otra cosa sino su propio beneficio. Nuestra
vida ha dejado de ser lugar de encuentro cuando nuestro corazón es un mercado
donde sólo se rinde culto al dios dinero. No puede haber una relación filial
con Dios Padre cuando nuestras relaciones con los demás están mediatizadas sólo
por intereses de dinero, o prestigio. Imposible entender algo del amor, la
ternura y la acogida de Dios a los hombres cuando vivimos comprando o vendiendo,
u organizando campañas de capital (en las que dicho sea de paso se suele
exprimir al pueblo santo de Dios) en las que ¡Ay! no hay sitio para Jesucristo
y su reino. Reino que, dicho sea de paso, no fue, no es y no será jamás de este
mundo • AE
[1] El Muro de las Lamentaciones o Muro de los Lamentos (literalmente Muro de Buraq) es el lugar más sagrado
del judaísmo, vestigio del Templo de Jerusalén. Su nombre en hebreo significa
simplemente "muro occidental". Data de finales del período del
Segundo Templo y hasta hace poco se creía que fue construido cerca del 19 a. C.
por Herodes el Grande. Según hallazgos en excavaciones recientes se cree que fue
construido décadas más tarde por su bisnieto, Agripa II. Es uno de los cuatro
muros de contención alrededor del Monte Moriá, erigidos para ampliar la
explanada sobre la cual fueron edificados el Primer y el Segundo Templo de
Jerusalén, formando lo que hoy se conoce como la Explanada de las Mezquitas por la tradición musulmana o Explanada del Templo por la tradición
judeocristiana. El nombre Muro Occidental
se refiere no solamente a la pequeña sección de 60 metros de longitud expuesta
en el Barrio Judío, sino a toda la pared de 488 metros, en su mayoría tapada
por los edificios del Barrio Musulmán.
[2] Cfr. Ex 33, 7-9.
[3] Cfr. Mt 24, 1-3; Mc 13, 1-4; Lc 21,
5-7.
[4] Cfr
Is 29, 13; Mt 15, 8-9.
[5] Cfr. Jn 4, 5-43.
[6] Cfr
Mt 9,13.
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