¡Ay! (III Domingo de Cuaresma. Ciclo B).



El templo era, para entendernos, como el corazón y los pulmones del pueblo de Israel. Al ver las peregrinaciones y oraciones que hoy se hacen ante lo que queda de aquel magnífico templo -el Muro de las lamentaciones- podemos hoy imaginar bien algo de lo que entonces era y significaba ese lugar [1]. El templo era la casa de Dios, la ampliación –gloriosa, majestuosa- de aquella humilde tienda del encuentro que construyó Moisés en el desierto[2]. ¡Con qué devoción y júbilo se acercaban a la colina sagrada para encontrarse allí con el Dios vivo! Nadie podía contar las oraciones, ofrendas y sacrificios que diariamente se ofrecían al Señor en el templo de Jerusalén: pan, aceite, incienso, corderos; todo ofrecido mañana y tarde. Aquello resultaba un lugar de sangre donde se hacían sacrificios para expiar por los pecados, para alabar, para pedir favores y para dar gracias; siempre había algo que ofrecer al Señor. Sin embargo toda esta impresionante estructura religiosa poco a poco se empezaba a fosilizar  y a resquebrajar, tanto así que el Señor anunciaría su destrucción[3]. Y es que alrededor del templo había un gran mercantilismo e intereses controlados por la casta sacerdotal, además de un nacionalismo enfermizo: la casa de Dios sólo se abría para el pueblo escogido. Los ritos que ahí se celebraban eran rutinarios, vacíos, casi mágicos, tratando de controlar con ellos a Dios[4]. Podríamos decirlo como lo dijo Natán a David, o Esteban a los sacerdotes, o Jesús a la samaritana: Dios no necesita ni quiere templos[5]. Por eso Jesús no podía callar: levantó la voz y también el látigo en un gesto único en todo el evangelio. Y es que el templo que Dios quiere no está fuera del campamento, como hizo Moisés, sino dentro, muy dentro del corazón. El templo que Dios quiere no es de piedras, sino de carne y sangre; no tiene muros o velos de separación, sino que está abierto de par en par, para todos. En el templo que Dios quiere no se permiten ofrendas de sangre, sólo de amor[6]. El relato del gesto de Jesús que escuchamos hoy y que resulta violento tiene en realidad un valor profético, y muy profundo: El Señor no solamente denuncia los abusos del templo, sino la misma idea materializada del templo: y defiende a todos los templos vivos, verdaderos templos de Dios, de toda profanación, y sobre todo de cualquier mercantilismo y nacionalismos enfermizos y de virus tan contagioso que se llama dinero. Hay algo alarmante en nuestra sociedad que nunca denunciaremos lo bastante: vivimos en una civilización que tiene como eje de pensamiento y criterio de actuación, la secreta convicción de que lo importante y decisivo no es lo que uno es sino lo que tiene, y ahí está una de las fracturas más graves. Somos materialistas, y a pesar de las grandes proclamas sobre la libertad, la justicia o la solidaridad, vivimos apegados al dinero. Los creyentes haríamos bien en recordar ¡todos los días! que el dinero abre, sí, las puertas del mundo y los negocios, pero jamás la puerta de nuestro corazón a Dios. No estamos acostumbrados los cristianos a la imagen violenta de un Mesías con un látigo en las manos y sin embargo ésa es la reacción de Jesús al encontrarse con hombres que, incluso en el templo, no saben buscar otra cosa sino su propio beneficio. Nuestra vida ha dejado de ser lugar de encuentro cuando nuestro corazón es un mercado donde sólo se rinde culto al dios dinero. No puede haber una relación filial con Dios Padre cuando nuestras relaciones con los demás están mediatizadas sólo por intereses de dinero, o prestigio. Imposible entender algo del amor, la ternura y la acogida de Dios a los hombres cuando vivimos comprando o vendiendo, u organizando campañas de capital (en las que dicho sea de paso se suele exprimir al pueblo santo de Dios) en las que ¡Ay! no hay sitio para Jesucristo y su reino. Reino que, dicho sea de paso, no fue, no es y no será jamás de este mundo • AE




[1] El Muro de las Lamentaciones o Muro de los Lamentos (literalmente Muro de Buraq) es el lugar más sagrado del judaísmo, vestigio del Templo de Jerusalén. Su nombre en hebreo significa simplemente "muro occidental". Data de finales del período del Segundo Templo y hasta hace poco se creía que fue construido cerca del 19 a. C. por Herodes el Grande. Según hallazgos en excavaciones recientes se cree que fue construido décadas más tarde por su bisnieto, Agripa II. Es uno de los cuatro muros de contención alrededor del Monte Moriá, erigidos para ampliar la explanada sobre la cual fueron edificados el Primer y el Segundo Templo de Jerusalén, formando lo que hoy se conoce como la Explanada de las Mezquitas por la tradición musulmana o Explanada del Templo por la tradición judeocristiana. El nombre Muro Occidental se refiere no solamente a la pequeña sección de 60 metros de longitud expuesta en el Barrio Judío, sino a toda la pared de 488 metros, en su mayoría tapada por los edificios del Barrio Musulmán.
[2] Cfr. Ex 33, 7-9.
[3] Cfr. Mt 24, 1-3; Mc 13, 1-4; Lc 21, 5-7.
[4] Cfr Is 29, 13; Mt 15, 8-9.
[5] Cfr. Jn 4, 5-43. 
[6] Cfr Mt 9,13.

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