Tesoro escondido


¿Cuál es el tesoro escondido, del que habla Jesús, “tesoro escondido”, leit-motiv del poema? Es el Evangelio; es Jesús mismo. Hacemos pues unas variaciones sobre este punto central. Evocamos aquel texto de san Pablo: Leedlo y veréis cómo comprendo yo el misterio de Cristo, que no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas... (Ef 3,4-5). Estos profetas son los profetas del Nuevo Testamento. El pasaje hace eco a aquellas palabras del Evangelio: Pero bienaventurados vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. En verdad os digo que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo oyeron, y oí lo que oís y no lo oyeron (Mt 13,16-17)


Tesoro escondido
en la Eucaristía,
aquí noche y día
presencia y latido.

Divino Evangelio,
tesoro escondido,
los cielos y tierra
jamás fueros dignos
de oír tal noticia,
de ver tal prodigio:
Jesús lo ha anunciado:
yo lo he recibido.

El Verbo del Padre
tesoro escondido,
no cabe en el cosmos
y cabe en mí mismo.
Muy dentro del alma
de mí lo más mío,
plantó su morada
y habita conmigo.

Dios es su Palabra,
tesoro escondido;
profetas y reyes,
por Dios bendecidos,
no vieron ni oyeron;
yo sí lo he oído,
que Dios en Jesús
Dios carne se hizo.

La Virgen purísima
lo lleva consigno;
lo cree y lo adora,
tesoro escondido.
María nos marca
lo que es el camino:
la fe y obediencia
y afecto purísimo.

Él vive, él está,
tesoro escondido,
y llena la tierra,
yo soy su testigo.
Jesús es el cielo,
que al suelo ha venido,
yo soy su discípulo
y yo lo predico.

Jesús, mi Jesús,
mi Dios escondido,
Jesús proclamado
a todos los siglos.
A ti me consagro,
pues tú lo has querido;
tu gracia me basta:
guárdame contigo. Amén •

P. Rufino Mª Grández, ofmcap.

Puebla, 22 julio 2011. 

El tesoro, la perla y la Magdalena.

Jan Cossiers, Jesús se aparece a Maria Magdalena (1650) óleo sobre tela, 
Iglesia de San Antonio de Padua, Amberes (Bélgica) 
...

Jesús habla del Reino de los cielos y lo compara con algo que todos van a entender perfectamente: el tesoro escondido que un hombre encuentra, una la perla que un comerciante descubre y una red llena de peces que recoge gozosamente un pescador. En los tres momentos hay una reacción clara: hay que vender todo para lograr el tesoro, para comprar la perla. Y hay que hacerlo rápida y gozosamente porque lo que se va a conseguir con aquella venta supera en mucho lo vendido. Esta es quizá la postura del hombre y la mujer que se han encontrado con Dios en algún momento de su vida. En otras palabras: debemos quedarnos tan ilusionados, tan contentos que no hemos de dudar en preguntarnos qué tenemos qué vender, qué dejar o qué cambiar con tal de encontrarnos con el Señor. Los cristianos conocemos a Dios de la mano de Jesús, es verdad, pero si alguien nos observa en nuestro día a día ¿podría decir que en nuestra existencia se ha producido un acontecimiento gozoso que nos ha cambiado profundamente? Quizá piensen que nuestra fe es más bien un conjunto de prohibiciones y preceptos pesadísimos, el cumplimiento de una aburrida liturgia los domingos y nada más. Si nosotros no somos conscientes de que Dios y sólo Él es la fuente de nuestra paz y de nuestra alegría, y que es Él quien da sentido a las prácticas de nuestra fe, no vamos a estar dispuestos a dar nada a cambio de Él, y nuestra fe seguirá siendo monótona y sin contenido. El problema que tenemos los cristianos es que no nos hemos encontrado personalmente con Jesús[1]. Papa Benedicto nos animó muchas veces reflexionar en esta idea: “el centro de la existencia, aquello que da sentido pleno y firme esperanza al camino, a menudo difícil, es la fe en Jesús, es el encuentro con Cristo (…) No se trata de seguir una idea, un proyecto, sino de encontrarlo como una Persona viva, de dejarse implicar totalmente por él y por su Evangelio"[2]. Nuestra fe no es una idea, o un proyecto o una construcción. Es una persona: Jesucristo. El está presente y vivo. El nos dio la existencia y él nos dará la eternidad. Nos acogerá en un encuentro ¿cómo decirlo? Pues como difícil de explicar, pero pa'entendernos será algo parecido a aquel que hace siglos tuvieron Jesús y Magdalena junto al sepulcro vacío. Ella estaba desolada y confusa, creía que aquel hombre era un hortelano que se había llevado el cuerpo de quien tanto amaba, y sin casi sin mirarle le pregunta dónde ha puesto el cuerpo que estaba en el sepulcro. Aquel hombre sencillamente dice su nombre-María- y ella vuelve la cabeza enloquecida. Si una mujer ha llorado de alegría alguna vez, si alguien sabe qué significa estallar de gozo y de felicidad, tuvo que ser ésta. Bueno, pues algo parecido nos sucederá a nosotros: en el momento que pensemos que todo se ha hundido para siempre, que nuestro sepulcro está vacío y que nada tiene sentido, Alguien junto a nosotros pronunciará nuestro nombre y ¡qué locura!, ¡el pecho estallará y nuestros ojos serán fuegos artificiales de alegría! Y una eternidad llena de lágrimas de alegría y gratitud. Sí: Jesús está siempre cerca. Muy cerca • AE


[1] A. M. CORTES, Dabar, 1987, p. 39
[2] Angelus en Castel Gandolfo el 5-VIII-2012. 

Tu camino y tu verdad (Sal 85)


Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad.


Hoy pido que me guíes, Señor. Me encuentro a veces tan confuso, tan perplejo, cuando tengo que decidirme y dejar al lado una opción para tomar otra, que he comprendido al fin que es mi falta de contacto contigo lo que me hace perder claridad y perderme cuando tengo que tomar decisiones en la vida. Pido la gracia de sentirme cerca de ti para ver con tu luz y fortalecerme con tu energía cuando llega el momento de tomar las decisiones que marcan ¡ni paso por el mundo. A veces son factores externos los que me confunden. Qué dirá la gente, qué pensarán, qué resultará... y luego, todo ese conjunto de ambiente, atmósfera, prejuicios, modas, críticas y costumbres. No sé definirme, y me resulta imposible ver lo que realmente quiero, decirlo y hacerlo. Te ruego, Señor, que limpies el aire que me rodea para que yo pueda ver claro y andar derecho. Y más adentro, es la confusión interna que siento, los miedos, los apegos, la falta de libertad, la nube de egoísmo. Allí es donde necesito especialmente tu presencia y tu auxilio, Señor. Libérame de todos los complejos que me impiden ver claro y elegir lo que debería elegir. Dame equilibrio, dame sabiduría, dame paz. Calma mis pasiones y doma mis instintos, para que llegue a ser juez imparcial en mi propia causa y escoja el camino verdadero sin desviaciones. Guíame en las decisiones importantes de mi vida y en las opciones pasajeras que componen el día y que, paso a paso, van marcando la dirección en la que se mueve mi vida. Entréname en las decisiones sencillas para que cobre confianza cuando lleguen las dificiles. Guía cada uno de mis pasos para que el caminar sea recto y me lleve en definitiva a donde tú quieres llevarme • Carlos G. Vallés, Busco tu rostro. Orar los Salmos, Ed. Sal Terrae, Santander-1989, pág. 164.  

(Habemos) De todo, como en botica.


En la vida diaria hemos de enfrentar muchas incomprensiones y rivalidades y si además nos sentimos –como de hecho sucede entre muchos de nosotros- poseedores de la verdad y excluimos a los demás de la mínima parte de ella, ¡vaya situación más difícil! Poco a poco hemos ido desconociendo la grandeza de lo esencial para centrarnos en la pequeñez de lo opinable e intrascendente. Así es que nos hemos ido convirtiendo en comunidades de fe que a veces no tienen el testimonio del amor; en cristianos que recibimos a Jesús en la comunión pero con recelos y enfrentamientos constantes, en seres humanos llenos de exclusiones y excomuniones ¡Qué fácil es ser hijo de Dios sin consecuencias humanas, y qué fácil ser hermano de unos hombres lejanos y desconocidos! ¿Qué Iglesia quiere el Señor? ¿Qué Reino quiere que construyamos? El Reino de Jesús se nos presenta en el Evangelio de este domingo, a través de la parábola, como una comunidad de justos y pecadores, como una gran familia de buenos y malos, como un gran campo de trigo y de cizaña[1]. Si esa comunidad la hacemos nosotros, ¿por qué no nos damos cuenta de esa realidad que llevamos dentro?, ¿por qué no comprendemos que, al incorporarnos a esa comunidad lo hacemos con nuestras obras buenas y malas, con nuestros pecados y virtudes, con nuestra buena semilla y nuestra parte de cizaña? Pertenecemos a una Iglesia de pecadores, de gente que necesita la medicina del Médico y el Pan para el camino. Esto debería alegrarnos. Formamos parte de una Iglesia a la que Dios ama por santa y por necesitada de perdón. El mensaje del Jesús es claro: no somos nosotros quiénes para juzgar, ni quién para arrancar[2]. Sólo el Señor, dueño del campo, distingue entre nosotros la cizaña y el trigo. Y Él siempre espera. No quiere la expulsión del malo o equivocado antes del juicio final. Su opción es por la convivencia, por la comunidad, por el amor mutuo que lleva a la superación de criterios distintos, de actitudes y opciones diversas, esperando el juicio tan sólo de un Dios que es Amor. ¿No cuestiona nuestras vidas esta parábola? ¿No cuestiona también en quienes formamos parte de la jerarquía de la Iglesia los sermones atronadores y las condenas que por  siglos hemos predicado? ¿No sugiere actitudes de comprensión y de misericordia? Todos tenemos experiencia de lo mucho que cuesta convivir, del esfuerzo que supone la aceptación del otro y del sacrificio que implica la comunión eclesial. Buena cosa sería invocar todos juntos a  Espíritu del que nos dice san Pablo que viene en ayuda de nuestra debilidad y que intercede por nosotros con gemidos inefables. De Él esperamos la fuerza necesaria para vivir comunitariamente esa vida nueva de miembros de un solo cuerpo, el de Cristo resucitado • AE 


[1] Cfr. Mt 13,24-43.
[2] Es el mismo mensaje que concretará san Pablo en su primera carta a los Corintios: "No juzguéis nada antes de tiempo; esperad a que llegue el Señor. Él sacará a la luz lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los motivos del corazón. Entonces cada uno recibirá su calificación de Dios" (4,5).

Sembrador de semillas divinas.


Sembrador de semillas divinas
que del cielo has traído a la tierra
con parábolas bellas sembrabas
tu palabra de amor, que era nueva.

Sembrador de Evangelio, Jesús,
el amor es tu inmensa cosecha;
ya los campos dorados anuncian
que eras tú el Sembrador de la siembra.

Las semillas del Verbo esparcidas
por doquier en culturas diversas,
anunciaban que Dios Encarnado
en el mundo ya era presencia.

Somos tierra por Dios abonada
para el ciento por uno en la siega;
no haya zarzas que ahoguen el tallo,
no haya piedra que el suelo endurezca.

Sembrador, esperanza del hombre,
Sembrador en mi vida y faena,
yo contigo dispuesto a por todo,
serás tú cosechero en mi era.

Que mi fe sea ahora alabanza,
al mirarte, Jesús, cómo creas:
Tú trabajas y el Padre trabaja:
el amor, que es tu gracia, florezca. Amén •

P. Rufino Mª Grández, ofmcap.
Puebla, 6 julio 2011’

Ilustración:
V. Van Gogh, Sembrador a la puesta de sol (1888), 
óleo sobre tela, MuseoKröller Müller. 

Este sembrador es fruto del contacto entre Paul Gauguin y Vincent Van Gogh 
durante el otoño de 1888, compartiendo la misma casa en Arles (Francia); 
una obra que al mismo tiempo recuerda  a Millet.


Manos que siembran y manos que aplauden.


Con esta parábola del sembrador que hemos escuchado ¡tantas veces! Jesús explica el significado auténtico de la propia misión, y además es como si nos dijera: “sí, soy el Mesías, pero no lo soy de la manera o el estilo que ustedes se imaginan. No he venido a juzgar, sino a salvar. No he sido invitado a poner en su sitio las cosas, sino a iniciar algo. Vengo a dar la señal de partida. Inauguro no el tiempo del juicio, sino el de la paciencia. Mi misión está bajo el signo de la siembra, no de la cosecha”. Y justo por eso es que resalta la figura del sembrador (que es el Señor mismo). La parábola no nos proyecta hacia el futuro, sino hacia el presente. El Reino de Dios está aquí, por lo tanto se trata de comprender el presente en su aparente falta de significado; en no buscar signos de la gloria futura. El Reino de Dios llega, digamos, a escondidas, e incluso a pesar del fracaso[1]. Alguien ha dicho que esta es la parábola de la confianza en el éxito final. No. En realidad es la parábola de la confianza en los comienzos. Lo importante es la siembra, no la cosecha. Jesús nos dice que el Reino es una siembra (no lo que esperan los oyentes: algo terminado, decidido), y que él es el sembrador, que él ha salido para esto, no para otra cosa. Su tarea específica es el sembrar. Ni siquiera es importante saber lo que siembra (no lo menciona). Lo significativo es el acto de sembrar. Con frecuencia nos sentimos angustiados: ¿por qué tanta fatiga desperdiciada? ¿por qué se obtienen unos resultados tan modestos? ¿vale la pena insistir? ¿qué se consigue? ¿para qué tantos esfuerzos, tantos sacrificios, tantas esperanzas vanas? Sí, es la preocupación que todos tenemos por los resultados, por sacar las cuentas. Esta parábola nos ayuda a no quedarnos en las apariencias, en el cascaron de las cosas, a entender que el éxito ya está presente en los fracasos, que la cosecha ya está presente en la siembra. Además, el sembrador no elige el terreno. No decide cuál es el terreno bueno y cuál es el desfavorable, cuál apto y cuál menos apto, cuál del que se puede esperar algo, y cuál por el que no vale la pena esforzarse. El sembrador no separa el terreno en bueno o malo. El terreno se revela en lo que es, después de la siembra, no antes ¡Ay si todos los cristianos recordásemos esto! Nuestro quehacer no consiste en clasificar la tierra ni en trazar el mapa de las posibilidades (¡Ay esos planes de pastoral a veces tan llenos de nada y tan faltos de amor!). Los cristianos hemos de probar todos los terrenos y regar la Palabra por todas partes, debemos aprender a malgastar la semilla, a hacer numerosos gestos inútiles. Y desde luego a no olvidar que la semilla, que es la Palabra, tiene el poder de transformar el terreno: puede romper las rocas y abrirse un paso en el camino difícil. La parábola no nos cuenta que la semilla se resigne a las condiciones que encuentra. La palabra es creadora. También del terreno. Basta dejarla obrar. Es la Palabra la que puede transformar nuestro corazón de piedra en un corazón de carne[2]. La semilla se pierde sólo cuando se queda en las manos cerradas de un sembrador cobarde que no sale para no poner en peligro la palabra[3]. «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien»[4]. ¿estamos abiertos a ser sembradores y a esparcir la Palabra –o el bien que esté en nuestras manos hacer- sin esperar aplausos y trofeos? • AE



[1] Cfr. G. Bornkamm, El Nuevo Testamento y la historia del cristianismo primitivo, 1975; Estudios sobre el Nuevo Testamento, 1983; Pablo de Tarso, 2002 (6a. ed.)
[2] Cfr. Ez 36, 26.
[3] Cfr. A. Pronzato, El Pan del Domingo. Ciclo A. Edit. Sígueme, Salamanca 1986, p. 167 y ss.
[4] Papa Francisco, Evangelii Gaudium, n. 2.

¡Juntos junto a tus salmos!

Señor, en el silencio de la oración pienso en el vacío generacional, y hoy al contemplar la historia de tu Pueblo, sus tradiciones, su oración en público y el cantar de tus salmos pienso también en el vínculo generacional. Una generación instruye a la siguiente, pasa el testigo, entrega creencias y ritos, y el pueblo entero, viejos y jóvenes, reza al unísono, en concierto de continuidad, a través de las arenas del desierto de la vida. La historia nos une. Una generación pondera tus obras a la otra y le cuenta tus hazañas. El tema de la oración de Israel es su propia historia, y así, al rezar, preserva su herencia y la vuelve a aprender; forma la mente de los jóvenes mientras recita la salmodia de siempre con los ancianos. Coro de unidad en medio de un mundo de discordia. Por eso amo tus salmos, Señor, más que ninguna otra oración. Porque nos unen, nos enseñan, nos hacen vivir la herencia de siglos en la exactitud del presente. Te doy gracias por tus salmos, Señor, los aprecio, los venero, y con su uso diario quiero entrar más y más en mi propia historia como miembro de tu Pueblo, para transmitirla después en rito y experiencia a mis hermanos menores. Alaban ellos la gloria de tu majestad, y yo repito tus maravillas; encarecen ellos tus temibles proezas, y yo narro tus grandes acciones. Diálogo en la plegaria de dos generaciones ¡Que el rezo de tus salmos sea lazo de unión en tu Pueblo, Señor!  • C. G. Vallés, Busco tu rostro. Orar con los salmos, Ed. Paulinas-Sal Terrae, Santander, 1989, p. 262

El yugo que no esclaviza y la carga que no destroza.



E. Hopper, People in the sun (1960), óleo sobre tela,
Smithsonian American Art Museum (Washington)
...
Porque mi yugo es suave y mi carga ligera[1]. El yugo del Señor no es como el que soportaron los judíos, un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos sobrellevar[2]. La carga de Jesús no es como la de los fariseos que atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas[3]. Tampoco es como la carga que nos echan encima nuestros vicios y pecados: «Contempla a un hombre cargado con el peso de la avaricia; mira a otro que suda, respira con dificultad y sufre sed bajo el mismo peso y que con su fatiga añade peso al peso... ¿No es pesada la avaricia? ¿Por qué te despierta del sueño la misma que en ocasiones no te deja dormir? (…) La pereza te dice: «duerme"; la avaricia: «levántate". La pereza: «no sufras el frío del día"; la avaricia: «soporta incluso las tempestades del mar...»[4]. El yugo del Señor no esclaviza y la carga del Señor no destroza. Mi yugo es suave y mi carga ligera. ¿Dónde ponemos el acento, en el sustantivo o en el adjetivo? ¿Lo importante es que es yugo, aunque suave; que es carga, aunque ligera? ¿O al revés: que es suave, aunque yugo; que es ligera, aunque carga? El Señor nos ofrece alivio y descanso. Quiere quitarnos fatigas y agobios y ofrecernos liberación, suavidad y ligereza. Y es que Dios no ha venido a derrumbarnos, sino a levantarnos; no quiere que perezcamos como esclavos, sino que vivamos libres y en plenitud. Lo nuevo, pues, de Cristo no es el yugo, sino la libertad; no es la carga, sino el alivio. Cada domingo, con la Eucaristía, Jesús convoca a los cansados y agobiados y ahí, en el altar, nos promete un alivio eficaz, un alivio que no es una medicina o un alimento o una droga, en realidad se trata de un alivio que es otro yugo y otra carga, y es que el Señor pone en la misma línea la carga, el yugo y el aprended de mí. Son conceptos unidos, que mutuamente se explican y se integran. Es como si dijera: mi carga y mi yugo es precisamente que aprendas de mí, que escuches mi palabra y aprendas a descansar. Y es que somos algo mucho más importante que nuestro trabajo, oficio, o profesión. Somos seres humanos hechos para vivir, amar, reír, y relacionarnos con Dios. Descansar es también reconciliarnos con Él y con la vida,  es disfrutar de manera sencilla y entrañable del regalo de la existencia. Hacer la paz en nuestro corazón. Limpiar nuestra alma. Reencontrarnos con lo mejor de nosotros mismos • AE





[1] Mt 11,30.
[2] Hch 15,10.
[3] Mt 23,4.
[4] Lucio Anneo Séneca, Tratados morales, libro IV.

Contigo ¡sólo Contigo!



Contigo aprendí
que existen nuevas y mejores emociones

Contigo aprendí
a conocer un mundo lleno de ilusiones;
aprendí y que el Rocio dura más de siete días
a hacer mayores mis contadas alegrías
y a ser dichoso yo Contigo lo aprendí

Contigo aprendí
a ver la luz del otro lado de la luna

Contigo aprendí
que tu Presencia no la cambio por ninguna

Aprendí que puede un verso ser más grande
y más profundo
que puedo irme mañana mismo de este mundo
las cosas buenas ya Contigo las viví y Contigo aprendí

que yo nací el día en que Te conocí •

Hacia una religión del bienestar


Quiza hemos ido pasando poco a poco de la «religión de la cruz» a una «religión del bienestar». Hace unos años tomé nota de unas palabras de Reinhold Niebuhr, que me hicieron pensar mucho. Él hablaba del peligro de una «religión sin aguijón» que terminara predicando «un Dios sin cólera que conduce a unos hombres sin pecado hacia un reino sin juicio por medio de un Cristo sin cruz»[1]. La radiografía es tremenda pero es muy cierta, y el peligro es real. Insistir en el amor incondicional de un Dios Amigo no ha de significar nunca fabricarnos un Dios a nuestra conveniencia, el Dios permisivo que legitime una «religión burguesa» (la idea es de Johann-Baptist Metz[2]). Ser cristiano no es buscar el Dios que me conviene y me dice que sí a lo puro que tengo ganas, sino encontrarme con el Dios que, precisamente por ser Amigo, despierta mi responsabilidad y, por eso mismo, más de una vez me invita –que no oblifa- a renunciar a mi propia voluntad. Descubrir el evangelio como fuente de vida y estímulo para crecer no significa vivir inmunizado frente al sufrimiento. El evangelio no es un analgésico que nos permite vivir una vida tranquila de placer y bienestar. Cristo hace gozar y hace sufrir, consuela e inquieta, apoya y contradice. Solo así es camino, verdad y vida. Creer en un Dios Salvador que, ya desde ahora y sin esperar al más allá, busca liberarnos de lo que nos hace daño termina llevándonos a entender nuestra fe cristiana como una religión de uso privado al servicio exclusivo de nuestros problemas y sufrimientos. Jesucristo nos pone siempre mirando al que sufre. El evangelio no centra a la persona en su propio sufrimiento, sino en el de los otros. Solo así nustra fe  se vuelve una auténtica experiencia de salvación. En la fe como en el amor todo suele andar muy mezclado: la entrega confiada y el deseo de posesión, la generosidad y el egoísmo: el trigo y la cizaña. Por eso no hemos de borrar del evangelio esas palabras de Jesús que, por duras que parezcan, nos ponen ante la verdad de nuestra fe: El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará[3] • AE



[1] Karl Paul Reinhold Niebuhr (1892-1971) fue un teólogo y politólogo estadounidense, considerado uno de los principales representantes teóricos del llamado realismo político americano junto con Hans Morgenthau. A él se le atribuye la célebre plegaria de la Serenidad.
[2] Metz es un teólogo alemán nacido en Welluck, ciudad de la región de Baviera. Fue profesor de teología fundamental de la Universidad de Münster hasta 1963 y  Cofundador de la revista Concilium. Desde 1969 es asesor del pontificio Secretariado para los No Creyentes y sacerdote desde 1954.
[3] Cfr. Mateo 10, 37-42.

Amigos mios...


No tengáis miedo,
predicadores audaces:
lo que sembré en esta tierra,
sembradlo por las ciudades;
no tengáis miedo al martirio,
amigos míos, mis mártires.


No tengáis miedo,
a humanas autoridades;
sois mensajeros de amor
enviados por el Padre;
testigos del Evangelio,
firmado en la Cruz con sangre.


No tengáis miedo,
porque vais a hacer las paces;
si creéis en el amor,
dad del amor las señales;
si creéis en el perdón,
dulcemente perdonadles.


No tengáis miedo,
ni queráis arcos triunfales;
no fiéis en la justicia
que mata a los criminales;
sed con la vida entregada
víctima de aroma suave.


No tengáis miedo,
mirad a las tiernas aves,
que alegres revolotean
con su precioso plumaje,
y en los graneros del cielo
para cuidarlas hay Alguien.


No tengáis miedo...,
no..., fuera de Dios, a nadie,
pero a ti, dulce Jesús,
¿cómo, con miedo, mirarte,
oh Divino Corazón,
hecho solo para amarte?


No tengáis miedo
por sin fin de eternidades.
¡Seas, Jesús, mi reposo,
hoy y en el último trance,
y al Padre Dios y al Espíritu
contigo por siempre alabe! Amén •

P. Rufino Mª Grández, ofmcap,

Puebla, México 13 junio 2011 (
fiesta de San Antonio de Padua)

Los miedos de la vida.


En este mundo nuestro globalizado y tech en el que las cosas parecen fluir a ratos tan bien, vivimos con una buena dosis de miedo. Miedo a ir por una calle desierta, a abrir la puerta de casa cuando alguien, al que no identificamos, llama a ella. Miedo a perder el empleo; al futuro y las crisis económicas. Los padres tienen miedo a que sus hijos crezcan, porque les horroriza la droga, el libertinaje, y la rebeldía que hay en el ambiente. Los que aman tienen miedo a que el amor se esfume. Miedo al calentamiento global que está ahí, agazapado, teniendo su sombra sobre una Humanidad. Miedo a vivir, en menos palabras, porque vivir significa comprometernos a algo, dar la cara, tomar partido, definirnos en una postura clara a favor de algo (o en contra) y casi siempre preferimos mantenernos en una discreta penumbra por el miedo que nos da el saber que podemos perder. Tenemos miedo a lo que piensen de nosotros, a perder nuestro prestigio; a que no nos consideren importantes o desdeñen nuestra opinión. En nuestra fe cristiana también se ha colado el miedo, y hoy la voz del Señor en el evangelio se refiere a eso: No teman a los hombres[1], nos dice, y va más allá: nos habla del miedo que podemos llegar a sentir al ver en el horizonte el riesgo que implica dar la vida por Él. Sí: es un miedo comprensible pero afortunadamente el Señor promete su asistencia, una asistencia que ha sido palpable y visible a través de la historia en millones de seres humanos. Quizá no tengamos que llegar a situaciones extremas como sería el caso del martirio, pero ahí están y estarán siempre los miedos que nos invaden cuando se nos presenta la ocasión de abrirnos sinceramente a las exigencias de nuestra fe cristiana[2]. Jesús está cerca para hacer de nosotros hombres y mujeres decididos, capaces de salir de nosotros mismos #Iglesiaensalida para caminar sin miedo, para vivir cabalmente esas grandes verdades en las que decimos creer. «A veces somos duros de corazón y de mente, nos olvidamos, nos entretenemos, nos extasiamos con las inmensas posibilidades de consumo y de distracción que ofrece esta sociedad. Así se produce una especie de alienación que nos afecta a todos, ya que «está alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y de consumo, hace más difícil la realización de esta donación y la formación de esa solidaridad interhumana»[3]. Buena cosa sería volver a leer el evangelio de este domingo –el XII dentro del Tiempo Ordinario- con calma y poner atención a la voz del Señor que nos asegura que estará cerca. No lo olvidemos nunca: somos discípulos de alguien que vive para siempre • AE


[1] Cfr. Mt 10, 26-33.
[2] A. M. Cortés, Dabar 1987, 34.
[3] Papa Francisco, Evangelii Gaudium, n. 196. 

El Maestro Pintor


El Señor envía su mensaje a la tierra, 
y su palabra corre veloz;
manda la nieve como lana, 
esparce la escarcha como ceniza;
hace caer el hielo como migajas, 
y con el frío congela las aguas;
envía una orden, y se derriten; 
sopla su aliento, y corren (Sal 147)


La dulce nieve habla el silencio en el paisaje de invierno. Gracia blanca del cielo para cubrir la tierra. El descanso del invierno para frenar la carrera de la vida. Y la promesa de agua para los campos helados cuando la nieve se derrita con los primeros fervores de la primavera. Gracias por la nieve, Señor. Tu poder está escondido, Señor, en los tiernos copos que se posan suaves sobre los árboles y la tierra. No hay ningún ruido, ni presión, ni violencia; y, sin embargo, todo cede ante la mano invisible del maestro pintor. Imagen de tu acción, Señor, suave y poderosa cuando se encarga del corazón del hombre. Tu poder es universal, Señor. Nada en toda la tierra se escapa a tu influencia. Todo el paisaje es blanco. Llegas a las altas montañas y a los valles escondidos; cubres las ciudades cerradas y los campos abiertos. Te presentas ante el sabio y ante el ignorante; amas al santo y al pecador. Tu gracia lo cubre todo. Tu llegada es inesperada, Señor. Me despierto una mañana, me asomo a la ventana y veo que la tierra se ha vuelto blanca de repente, sin que sospechara nada la noche. Tú sabes los tiempos y las horas, tú gobiernas las mareas y las estaciones. Tú haces descender en el momento exacto la bendición refrescante de tu gracia sobre las pasiones de mi corazón. Apaga el fuego, Señor, antes de que me queme. Señor del sol y las estrellas, Señor de la lluvia y la tormenta, Señor del hielo y la nieve, Señor de la naturaleza que es tu creación y mi casa: me regocijo al verte actuar sobre la tierra y recibo con alegría a los mensajeros atmosféricos que me llegan desde el cielo para confirmarme tu ayuda y recordarme tu amor. ¡Señor de las cuatro estaciones! Te adoro en el templo de la naturaleza • Carlos G. Vallés, Busco tu rostro. Orar los Salmos, Ed. Sal Terrae, Santander-1989, pág. 265

el Pan que partimos y compartimos.


La celebración de la fiesta del santísimo Cuerpo y Sangre del Señor –Corpus Christi- vuelve a ofrecernos la oportunidad de reflexionar sobre la Eucaristía, la gran fiesta que nos congrega domingo a domingo y nos hace decir que vivimos en comunión y que recibimos la Comunión sin embargo, somos también un pueblo poco comunitario. Nuestra postura cristiana a veces es individualista y, vamos a ser honestos, con cierto tinte de exclusivismo y de interés privado. A pesar de todo, la Eucaristía es signo de unidad. Incluso en lo humano las comidas, los banquetes, suelen ser la expresión de la unanimidad. En torno a una mesa no es difícil superar todas las particularidades y llegar al mutuo acuerdo. Y así, en torno a la sagrada Mesa, la común participación en la Eucaristía es signo de la unanimidad del pueblo de Dios. Pero la Eucaristía no es sólo un signo, es decir, la expresión feliz de la unidad que ya debe haber, sino que es signo eficaz, o sea, que hace nacer y acrecienta la unión de los cristianos. En torno al altar se edifica y construye la Iglesia de Dios. ¿Qué pasa, pues, que nosotros no acabamos de superar nuestro viejo individualismo? ¿Qué extraño y envejecido mal entorpece la eficacia unificante de la Eucaristía? ¿Por qué la unión simbólica en el templo no tiene realidad al otro lado de las puertas de la iglesia? ¿No es un contrasentido que los que aquí compartimos el mismo Pan, don de Dios, nos neguemos luego a repartir el otro pan, fruto de nuestro sudor, pero también don de Dios? San Pablo, en el fragmento que hemos escuchado en la segunda de las lecturas denuncia esta inexplicable actitud de los cristianos de Corinto: aquella comunidad que comenzó repartiendo el pan material con ocasión de la Eucaristía, había llegado a aprovechar esa misma celebración para hacer ostentación cada cual de sus propias riquezas. Y San Pablo denuncia que en eso no hay nada laudable. Y sí mucho que recriminar. El punto es sencillo: no estamos comulgando bien. Si ya arqueaste la ceja y te revolviste inquieto en la silla, espera un momento. Sigue leyendo. No estoy hablando de las disposiciones exigidas por el derecho: ayuno y pureza de conciencia. Me refiero a algo más sencillo, más profundo, y más elemental también: comulgar es recibir a Cristo; pero no acaparar a Cristo, monopolizar la posesión de Cristo, retener a Cristo para nuestro uso particular. Comulgar es compartir con los hermanos, pero no anecdóticamente en la Misa, sino de verdad y siempre. ¿Por qué somos capaces de recibir a Cristo sacramentado y rehuimos aceptar a Cristo, el mismo Cristo, presente en nuestro prójimo? Cuando comulgamos recibimos a Cristo. Pero no podemos olvidar que la Eucaristía no tendría sentido sacada del contexto de su institución: la noche víspera de la Pasión. Comulgar es recibir a Cristo que se sacrifica por todos los hombres para el perdón de los pecados. Por eso, comulgar es compartir con Cristo su propio sacrificio en servicio a los hombres. Justo por esto resulta incomprensible toda tentativa de pretender comulgar, conformándose sólo con recibir, sin sentirse al mismo tiempo comprometido a dar, a darse en servicio a los hermanos. En menos palabras: No podemos comulgar con Cristo sin comulgar también con los hermanos. Ni tiene sentido compartir el Cuerpo de Cristo si nos cerramos totalmente a compartir con el necesitado nuestros bienes. Si nuevamente te revolviste inquieto en la silla y pensaste “el Fader se nos vuelve comunista”, aqui dejo unas entrañables palabras de monseñor Cámara: «Si le doy de comer a los pobres, me dicen que soy un santo. Pero si pregunto por qué los pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy un comunista»[1]. Celebramos el amor de Dios que muere y se nos da en alimento, para mantenernos unidos a Él, en una misma Iglesia. Por eso es una buena ocasión para reflexionar y examinarse cada cual, de manera que demos a la comunión su debido valor. No el valor que nosotros hayamos podido atribuirle, sino el que el Señor quiso darle: signo eficaz de nuestra unidad AE


[1] Hélder Pessoa Câmara (n. Fortaleza; 7 de febrero de 1909 - m. Recife; 27 de agosto de 1999) fue un sacerdote católico brasileño y posteriormente obispo auxiliar de Río de Janeiro y obispo de Olinda y Recife.