En la vida diaria hemos de
enfrentar muchas incomprensiones y rivalidades y si además nos sentimos –como
de hecho sucede entre muchos de nosotros- poseedores de la verdad y excluimos a
los demás de la mínima parte de ella, ¡vaya situación más difícil! Poco a poco
hemos ido desconociendo la grandeza de lo esencial para centrarnos en la
pequeñez de lo opinable e intrascendente. Así es que nos hemos ido convirtiendo
en comunidades de fe que a veces no tienen el testimonio del amor; en
cristianos que recibimos a Jesús en la comunión pero con recelos y
enfrentamientos constantes, en seres humanos llenos de exclusiones y excomuniones
¡Qué fácil es ser hijo de Dios sin consecuencias humanas, y qué fácil ser
hermano de unos hombres lejanos y desconocidos! ¿Qué Iglesia quiere el Señor?
¿Qué Reino quiere que construyamos? El Reino de Jesús se nos presenta en el
Evangelio de este domingo, a través de la parábola, como una comunidad de
justos y pecadores, como una gran familia de buenos y malos, como un gran campo
de trigo y de cizaña[1]. Si esa
comunidad la hacemos nosotros, ¿por qué no nos damos cuenta de esa realidad que
llevamos dentro?, ¿por qué no comprendemos que, al incorporarnos a esa
comunidad lo hacemos con nuestras obras buenas y malas, con nuestros pecados y
virtudes, con nuestra buena semilla y nuestra parte de cizaña? Pertenecemos a
una Iglesia de pecadores, de gente que necesita la medicina del Médico y el Pan
para el camino. Esto debería alegrarnos. Formamos parte de una Iglesia a la que
Dios ama por santa y por necesitada de perdón. El mensaje del Jesús es claro:
no somos nosotros quiénes para juzgar, ni quién para arrancar[2].
Sólo el Señor, dueño del campo, distingue entre nosotros la cizaña y el trigo.
Y Él siempre espera. No quiere la expulsión del malo o equivocado antes del
juicio final. Su opción es por la convivencia, por la comunidad, por el amor
mutuo que lleva a la superación de criterios distintos, de actitudes y opciones
diversas, esperando el juicio tan sólo de un Dios que es Amor. ¿No cuestiona nuestras
vidas esta parábola? ¿No cuestiona también en quienes formamos parte de la jerarquía
de la Iglesia los sermones atronadores y las condenas que por siglos hemos predicado? ¿No sugiere
actitudes de comprensión y de misericordia? Todos tenemos experiencia de lo
mucho que cuesta convivir, del esfuerzo que supone la aceptación del otro y del
sacrificio que implica la comunión eclesial. Buena cosa sería invocar todos
juntos a Espíritu del que nos dice
san Pablo que viene en ayuda de nuestra debilidad y que intercede por nosotros
con gemidos inefables. De Él esperamos la fuerza necesaria para vivir
comunitariamente esa vida nueva de miembros de un solo cuerpo, el de Cristo
resucitado • AE
[1] Cfr. Mt 13,24-43.
[2] Es el mismo mensaje que
concretará san Pablo en su primera carta a los Corintios: "No juzguéis
nada antes de tiempo; esperad a que llegue el Señor. Él sacará a la luz lo que
esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los motivos del corazón.
Entonces cada uno recibirá su calificación de Dios" (4,5).
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