En este mundo nuestro globalizado y tech
en el que las cosas parecen fluir a ratos tan bien, vivimos con una buena dosis
de miedo. Miedo a ir por una calle desierta, a abrir la puerta de casa cuando
alguien, al que no identificamos, llama a ella. Miedo a perder el empleo; al
futuro y las crisis económicas. Los padres tienen miedo a que sus hijos
crezcan, porque les horroriza la droga, el libertinaje, y la rebeldía que hay
en el ambiente. Los que aman tienen miedo a que el amor se esfume. Miedo al calentamiento
global que está ahí, agazapado, teniendo su sombra sobre una Humanidad. Miedo a
vivir, en menos palabras, porque vivir significa comprometernos a algo, dar la
cara, tomar partido, definirnos en una postura clara a favor de algo (o en
contra) y casi siempre preferimos mantenernos en una discreta penumbra por el
miedo que nos da el saber que podemos perder. Tenemos miedo a lo que piensen de
nosotros, a perder nuestro prestigio; a que no nos consideren importantes o
desdeñen nuestra opinión. En nuestra fe cristiana también se ha colado el
miedo, y hoy la voz del Señor en el evangelio se refiere a eso: No teman a los hombres[1],
nos dice, y va más allá: nos habla del miedo que podemos llegar a sentir al ver
en el horizonte el riesgo que implica dar la vida por Él. Sí: es un miedo
comprensible pero afortunadamente el Señor promete su asistencia, una
asistencia que ha sido palpable y visible a través de la historia en millones
de seres humanos. Quizá no tengamos que llegar a situaciones extremas como
sería el caso del martirio, pero ahí están y estarán siempre los miedos que nos
invaden cuando se nos presenta la ocasión de abrirnos sinceramente a las
exigencias de nuestra fe cristiana[2]. Jesús
está cerca para hacer de nosotros hombres y mujeres decididos, capaces de salir
de nosotros mismos #Iglesiaensalida para caminar sin miedo, para vivir
cabalmente esas grandes verdades en las que decimos creer. «A veces somos duros
de corazón y de mente, nos olvidamos, nos entretenemos, nos extasiamos con las
inmensas posibilidades de consumo y de distracción que ofrece esta sociedad.
Así se produce una especie de alienación que nos afecta a todos, ya que «está alienada
una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y de
consumo, hace más difícil la realización de esta donación y la formación de esa
solidaridad interhumana»[3]. Buena
cosa sería volver a leer el evangelio de este domingo –el XII dentro del Tiempo
Ordinario- con calma y poner atención a la voz del Señor que nos asegura que
estará cerca. No lo olvidemos nunca: somos discípulos de alguien que vive para
siempre • AE
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