La oración del centinela


Desde lo más profundo grito hacia ti, Señor. Sea cual sea la oración que yo haga, Señor, quiero que vaya siempre precedida por este verso: Desde lo más profundo. Cuando hablo contigo Señor, mi oración brota de lo más profundo de mi ser, de la realidad de mi experiencia y de la urgencia de mi salvación. Quiero que sea con toda mi alma; pongo toda mi fuerza en cada palabra, toda mi vida en cada petición. Cada oración que hago es el aliento de mi alma, el latir de mi corazón, el testamento de mi existencia. En ella van mi derecho a vivir y mi esperanza de eternidad. Quisiera que no fuera mera costumbre, rutina, necesidad de guardar las apariencias o de dar buen ejemplo; no es eso lo que me hace buscar tu presencia y caer de rodillas ante ti. Es la necesidad de ser yo mismo, en toda la pobreza de mi ser y la grandeza de mi esperanza, la que me lleva a ti, porque sólo ante ti en oración es como puedo encontrarme a mí mismo. Por eso rezo, Señor. Conozco mi indignidad, Señor, conozco mi miseria, conozco mi pecado. Pero también conozco la prontitud de tu perdón y la generosidad de tu gracia, y eso me hace esperar tu visita con un deseo que me brota también de lo más profundo de mi ser. Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora. Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora. Mira mi interés, Señor, comprueba mi ansiedad. Te necesito como el centinela necesita la aurora, como la tierra necesita el sol. Te necesito como el alma necesita a su Creador. Cuando rezo, rezo con toda el alma, porque sé que tú lo eres todo para mí y que la oración es lo que me une a ti un vinculo existencial y diario. Por eso rezo, Señor. Y hoy quiero realzar ante mí y ante ti su sentido y su importancia. Quiero que cada oración mía siga saliendo de lo más profundo de mi ser, y para que tú sigas viendo en cada petición mía una petición en la que va toda mi vida y todo mi ser. Desde lo más profundo grito hacia ti, SeñorCarlos G. Vallés, Busco tu rostro. Orar los Salmos, Sal Terrae, Santander-1989, p. 243. 

Lleno de poder... ¡y de ternura!


A.N. Mironov, La Resurrección de Lázaro, 
óleo sobre tela, colección particular.
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Nos encontramos delante del último milagro de Jesús. Después de traer de nuevo a la vida a Lázaro, los jefes del pueblo tomarán la decisión de matarlo. Jesús devuelve la vida a un muerto: hace lo que solo hace Dios, y al hacerlo muestra su divinidad, pero también su ternura y su cercanía con nosotros: llora. Jesús está conmovido; sus amigos le importan; aquellos que contemplan la escena se estremecen también: “cómo lo amaba”. Hoy, entre nosotros, la palabra vida, como muchas otras, está gastada. La usamos de tantas maneras que ya casi no tiene significado. Pero de entre todos los malos usos que le damos, el peor uso es ese que asocia “vida” a todo lo bueno que puede ocurrir, y la contrapone a “muerte” como lo contrario a la vida y signo de todo lo malo que a uno le puede pasar. Sin embargo la realidad es que la vida es todo lo bueno y también todo lo malo, el dolor, el sufrimiento y hasta la muerte son momentos de la vida. La vida aparece con toda su belleza cuando es fuerza que enfrenta y supera las dificultades, no cuando hacemos, que decía mi Nana Chuy “lo puro que tienes ganas”. Jesús nos da la vida, es decir, nos da esa fuerza que nos hace capaces de superar las dificultades. Esa vida no es la vida fácil y dulzona de la los anuncios de televisión o de las revistas de papel cuché. La muerte de Lázaro, como la ceguera del ciego, “es para gloria de Dios”. Son momentos para la manifestación de la fuerza de la vida. Todos nuestros dolores y sufrimientos son oportunidades para experimentar la fuerza de la vida, la fuerza de Dios actuando en nosotros. Ahí radica, quizá, la gran tragedia de nuestros días: no solo nos negamos a ver la muerte sino que además nos negamos a ver la vida como una realidad llena de luces y de sombras. Queremos convencernos de que la vida son las luces y que las sombras son la muerte. Y por eso andamos huyendo, sacándole la vuelta a aquello que nos causa dolor; nos aterra la posibilidad de enfrentarlo, vivirlo y superarlo. Jesús con sus palabras y su vida nos enseña a vivir la vida sin huir del mal, nos enseña a enfrentarlo y nos muestra que tenemos la fuerza para hacerlo. Tenemos, sobre todo, su gracia y su compañía, pero si Netflix y nuestro iPhone reciben más nuestra atención y nuestro esfuerzo ¿cómo es que sentiremos la compañía del Señor e iremos caminando el camino de la vida con Él? • AE

Jesucristo luz del mundo


 Ulrich Henn, La curación del ciego de nacimiento, 
detalle de la puerta de bronce de la Catedral de St. James, en Seattle, Washington
...

Del seno de su madre, ciego oscuro,
era el hombre mandado a la piscina;
en él no era la luz, era la noche,
la nada, la infinita lejanía.

Jamás humano a humano abrió los ojos,
que la luz es de Aquel que en luz habita;
confiesa: ¿quién lo ha hecho?, ¿quién te puso
la mano milagrosa en las pupilas?

Aquel de nombre santo, que es Jesús,
con la tierra ha mezclado su saliva;
su aliento y corazón, su amor divino
se han hecho con el polvo medicina.

Aquel Jesús untó mis ojos muertos
y ordenó luego: Báñate y confía;
sentí divinidad en la palabra,
y fui, y en Siloé me vi con vida.

Y entonces fue el vidente excomulgado
por los ciegos, diciendo que veían.
despierta al sacramento, tú que duermes
y Cristo Luz será tu nueva vida.

Postrados con el ciego iluminado
a ti te confesamos, Dios Mesías;
viniste para un juicio: ¡Cristo, juzga
y guárdanos contigo en tu gran Día! Amén •


P. Rufino María Grández, ofmcap, 1 abril 1984

La superficie y la profundidad; la luz y la oscuridad


La realidad es que casi siempre nos quedamos en la superficie de las personas, de las cosas y de los acontecimientos, no [vemos] su verdadera y profunda realidad, o dicho con palabras de la Escritura: el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón[1]. El corazón de la vida se nos escapa siempre. Nos creemos muy lúcidos, pero somos ciegos y esta es la peor ceguera: no saber que estamos ciegos. Somos ciegos para ver los acontecimientos. Los contemplamos como algo rutinario. O quizá nos admiramos o sorprendemos, pero de forma pasajera, sin que nos deje huella alguna, somos como esas piedras de rio por las que pasa el agua a rudales pero sin lograr empapar su interior ¿Quién descubre el sentido de cada hecho, de cada historia? ¿Quién se deja tocar por los acontecimientos de cada día, sean grandes o pequeños? ¿Qué veo detrás de cada lágrima? ¿Qué tan viva es mi acción de gracias? Las cosas nos rodean y nos fascinan. Las necesitamos y las adoramos. Son nuestros pequeños grandes ídolos personales. Somos insaciables. Hacemos un fin de lo que es un medio. No vemos en ellas el secreto que encierran. Porque las cosas no son solamente algo para usar, consumir o almacenar, sin embargo las cosas, para el que sabe ver, son una especie de sacramento. «Hay más de Dios que de agua en cada gota de agua» decía Pascal. Se convierten en memorial y signo de presencia ¿Y las personas? Las vemos y las tratamos tan superficialmente que las convertimos en cosas. O en números. Otras veces es un rival a vencer o un enemigo que aplastar. El evangelio de este cuarto domingo de Cuaresma nos cuenta la historia de un ciego de nacimiento, un hombre en el que hay oscuridad total. Sólo de oídas conoce la luz. Sólo por el tacto conoce las cosas. Sólo por la palabra conoce a las personas. Al pasar Jesús vio a un hombre ciego[2]. La iniciativa de la salvación viene de Jesús. El ciego no podía verlo. No es el ciego el que pide la luz. Es la luz la que se ofrece al ciego. La luz que se acerca a las tinieblas. Le untó en los ojos con barro[3]. Algunas veces Jesús nos pone delante nuestros pecados. Extraña medicina. Para curar la ceguera le embarra los ojos al ciego; al que vive en tinieblas, una nueva dosis de oscuridad. Jesús actúa de forma extraña: añade más dolor al enfermo, más fracaso al humillado, más oscuridad al problematizado, y cuando se llega al límite, ahí actúa y se hace presente con todo su amor y su misericordia: cuando Abraham lo da todo por perdido[4], cuando Magdalena llora desesperada ante aquel hortelano[5], cuando Pablo cae por tierra,[6] cuando Agustín se da por vencido[7], cuando alguien palpa el límite de la incapacidad, entonces Dios habla. Este ciego de nacimiento es un ciego maravilloso, podría ser como el patrono de los que buscamos la luz. Sube obstinadamente hacia el misterio de Jesús, sin dejarse asustar por los que saben, y bromeando con ellos cuando los demás tiemblan. Podemos leer una y mil veces el relato sin lograr ver a Jesús. El mismo Juan nos lo avisa desde el comienzo: La luz brilla en la noche, pero la noche no capta la luz[8]. Somos, todos, ese ciego a quien Jesús da ojos para verlo. Quizá hoy podríamos tomar una pequeña decisión: repetir, hasta el final de nuestra vida, aquellas dos palabras –solamente dos- del ciego al volverse a encontrar con Jesús: Creo, Señor[9] • AE



[1] 1 S 16,7.
[2] Jn 9, 1.
[3] Ídem.
[4] Cfr. Gn 22, 10.
[5] Cfr. Jn 20, 11-18.
[6] Cfr. Hch 26, 14.
[7] S. Agustín, Las Confesiones, Libro 7, 10. 18, 27
[8] Jn 1, 5
[9] Ídem. 

A la vera del brocal

S. Beham, Cristo y la Samaritana
grabado sobre papel, National Gallery of Art (Washington).
...

Cuando iba al pozo por agua
a la vera del brocal
hallé a mi Dicha sentada.

Samaritana:
¿dónde están los ungüentillos
de nardos que te aromaban?
¿dónde la linda sortija
y dónde las arracadas?
¿dónde los cinco maridos
que tu amor enamoraban?

Hallé mi Dicha sentada
a la vera del brocal,
cuando iba al pozo por agua.

¡Ay, samaritana mía.
si tú me dieras del agua
que bebistes aquel día!

Torna el cántaro y ve al pozo:
no me pidas a mí el agua,
que a la vera del brocal
la Dicha sigue sentada • 

J. M. Pemán 

Teotropos y antrotropos


Allá se llegó ella, la mujer samaritana, a sacar agua del viejo pozo de Jacob. Y allá estaba El, Jesús, «cansado del camino, sentado junto al manantial». Allá fue el encuentro, en un ardoroso mediodía. Y yo me pregunto: «¿Quién buscaba a quién? O ¿quién encontró a quién?» Porque, sabedlo: ella acudía, jadeante y afanosa, cada día al pozo para saciar su sed y la de los suyos. Pero, claro, «el que bebía de aquel pozo volvía a tener sed». Ella igualmente acudía a «otras fuentes incitantes y apetitosas», tratando de apaciguar esa otra sed de felicidad que ella, como todos los mortales, llevaba en su corazón. Se lo apuntó Jesús: «Cinco maridos has tenido y el que ahora tienes... ». Todos andamos en busca de la felicidad. Detrás de ella caminamos diariamente: el niño y el viejo, el rico y el pobre, el poderoso y el mendigo. Cada uno la sueña de una manera, bajo una figura distinta. Pero, cada mediodía o cada medianoche, todos vamos teniendo la repetida sensación de que «el que bebe de esas aguas, vuelve a tener sed». ¡Vano intento! Cuando, consciente o inconscientemente, buscamos la felicidad, es a Dios a quien buscamos. Mucho lo decía Agustín, hastiado al fin de tanta aventura tras el placer, la sabiduría y la belleza: «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti»[1]. El hombre, decían los Padres griegos, es un «teotropo», alguien que da vueltas alrededor de Dios. Como los girasoles van volviendo su belleza amarilla al sol, los hombres, aun sin saberlo, a Dios buscan. La samaritana, inconscientemente, eso hacía. Y allá se lo encontró, en el pozo. «Cualquier forma de sed es sed de Dios» (Cabodevilla). Y es que Dios es un buscador del hombre, un «antropotropo». Y esto debe llevarnos a la maravilla y la ternura: ¿Cómo puede El, manantial inagotable de agua viva, andar sediento de este mínimo y pobre riachuelo que sale de mi corazón? He ahí la paradoja. Dios desea que le deseemos, tiene sed de que estemos sedientos de él; anda buscando que le busquemos. Sueña que le soñemos. De ahí la pregunta: ¿Quién busca a quién? ¿Jesús a la samaritana o la samaritana a Jesús? La respuesta está en ese peregrino sentado junto al pozo de nuestra vida. He aquí que estoy junto a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo[2] • AE

[1] Las Confesiones I, 1.
[2] Ap 3, 20.

Camino del Tabor


Autor anónimo, icono con la Transfiguración del Señor, (s. xviii), 
tempera sobre madrera (124x91x1,5), Iglesia de San Paraskieva, Sofía (Bulgaria)
...
Para llegar al Monte Santo, hemos de poner atención a unas palabras. Pocas. Sal. Dispuesto siempre a cortar ataduras, sordo a los cantos de la sirena, sin pactar con el cansancio ni volver la vista atrás, fijos los ojos en Jesús[1], verdadero Monte Santo y meta de nuestra peregrinación. Por tanto sacudamos todo lastre y corramos con fortaleza[2]. Sal de tu tierra y de tu casa, de todo aquello que te es tan conocido y tan querido. Sal también de tu templo, de tus costumbres religiosas, de tus seguridades ideológicas, de tus relaciones mágicas. Sal, porque la fe es un éxodo permanente. Sube. Siempre puedes superarte. ¡Qué satisfacción escalar esa dificultad montañosa que se resiste a tu conquista!: ese servicio, ese compromiso, esa verdad, esa libertad, esa obediencia, esa oración, ese perdón, esa enfermedad, ese desprendimiento... Pero puedes. ¡Cuánto se puede cuando no se puede más! ¡Sube a la verdad más plena, a la fe más pura, al amor más grande, al desprendimiento más radical! Escucha. Pedro hablaba demasiado, sin saber lo que decía. Como nosotros, casi siempre. Hay que hacer silencio. Y después escuchar las señales de la historia, o los gritos de los hermanos, o la palabra de Dios. Baja. Porque no se puede estar siempre en la cumbre[3]. Debes volver a los hermanos que caminan y que sufren, y compartir el pan, la luz y la sal con ellos • AE

[1] Cfr Hb. 12, 2
[2] Cfr. Idem, v. 1
[3] Caritas, La  más urgente reconverión, Cuaresma, 1984, p. 28

Obras y amores y razones.


Quien sabe las teorías, sabe cómo es Dios; quien sabe cómo es Dios, sabe lo que puede conseguir de él y cómo conseguirlo. En definitiva: Dios se vuelve idea, concepto, abstracción, filosofía. Y olvidamos aquella acertada afirmación de San Agustín: «si pudiste comprender  no es Él lo que has comprendido»[1]. Si creemos haber encontrado a Dios buena cosa es eliminarlo en ese momento, porque lo encontrado, ya no es Dios, es otra cosa: la imagen que tenemos de Él, ideas, suposiciones. Hay incluso quien piensa que lo mismo da un dios que otro, que las ideas que se tengan sobre Él no tienen mayor importancia. Los hechos demuestran que la realidad no es así; las ideas conforman la vida más de lo que nos imaginamos. Y es que un dios pensado, filosófico, hecho de conceptos, ideas, doctrinas y teorías se traduce en una vida en la que el centro de interés es el propio yo, aunque ese yo se revista con el ropaje de interés religioso. Y nada más peligroso que el egoísmo disfrazado de piedad: cultos que se suponen alaban a Dios y sólo alaban el propio ego; normas que se presentan como divinas, pero sólo son humanas. Un dios visto como juez, como policía de las normas éticas, terminará por dar paso, o a un creyente que vive sumido en el miedo y el terror a la divinidad, o a un increyente que abandona a dios porque éste no apoya el crecimiento del hombre sino que lo inhibe, lo anula, se vuelve enemigo del ser humano, de su vida y de su libertad. Un dios visto como el garante de un determinado orden social termina por ser un dios que divide al hombre en clases, apoyando a unas y oprimiendo a otras, imposibilitando, de paso, toda fraternidad entre los seres humanos. Un dios mágico terminará por ser el recurso al que acudimos con conjuros cuando la necesidad nos aprieta y al que olvidamos en cuanto las cosas nos vuelven a ir según nuestra conveniencia; o al que incluso podemos llegar a rechazar si no accede a nuestras peticiones. Acercarse a Dios, pues no es tarea fácil. El Dios que nos presenta Jesús no es sencillo de comprende, porque con frecuencia no actúa como nosotros suponíamos que debía hacerlo: no es impulsivo, no manda un fuego abrasador que acabe con todos los que nos cargan. Es un Dios que se manifiesta y nos muestra su rostro en los sitios más inesperados; que no tomó la carne de un príncipe o de un sumo sacerdote, sino la de un carpintero ¡tantas y tantas sorpresas! Y para ser capaz de encajar esas sorpresas hay que tener humildad y pocas suposiciones de lo que Dios es o no es, hace o no hace y confianza en él: no exigirle que nos muestre sus triunfos, sino confiar en que los tiene. Él nos ha prometido que todo terminará bien[2]. Jesús pasó por la más cruel de las muertes pero después resucitó. Este es su Hijo amado al que hemos de escuchar ¿pondremos atención?[3] • AE

[1] Sermo 52, 16: PL 38, 360.
[2] L. Gracieta, Dabar 1987.
[3] Cfr Mt 17, 1-9.

(en camino) Hacia la Pascua que no termina


V/. El Señor esté con vosotros.
R/. Y con tu espíritu.
V/. Levantemos el corazón.
R/. Lo tenemos levantado hacia el Señor.
V/. Demos gracias al Señor, nuestro Dios.
R/. Es justo y necesario.

En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación darte gracias
siempre y en todo lugar,
Señor, Padre santo, 
Dios todopoderoso y eterno.
Por Cristo nuestro Señor.
El cual, al abstenerse durante cuarenta días 
de tomar alimento, 
inauguró la práctica de nuestra penitencia cuaresmal
y al rechazar las tentaciones del enemigo
nos enseñó a sofocar la fuerza del pecado;
de este modo, 
celebrando con sinceridad el misterio de esta Pascua,
podremos pasar un día a la Pascua que no acaba.
Por eso, con los ángeles y santos,
te cantamos el himno de alabanza, diciendo sin cesar:

Santo, Santo, Santo… •


Misal Romano, Prefacio de las Tentaciones del Señor (Primer Domingo de Cuaresma dentro del Ciclo A) 

Piedras en panes y panes en piedras.


Si eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes. Es la primera de las tentaciones, que no hemos de interpretar tan a la ligera. Aparentemente a Jesús se le ofrece algo inocente y bueno: poner a Dios al servicio de su hambre, pero él reacciona de manera rápida y sorprendente: No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios, es decir, no hará de su propio pan un absoluto. No pondrá a Dios al servicio de su propio interés. Con su respuesta, el Señor nos remite a otro momento en el evangelio en el que nos invita –porque él lo hace antes y mejor- a buscar primero el reino de Dios y su justicia. Nuestras necesidades no quedan satisfechas solo con tener asegurado el pan de cada día. Necesitamos y anhelamos mucho más. Incluso, para rescatar del hambre y la miseria a quienes no tienen pan, hemos de escuchar primero a Dios para despertar en nuestra conciencia el hambre de justicia, la compasión y la solidaridad. Nuestra gran tentación es hoy convertirlo todo en pan. Reducir cada vez más el horizonte de nuestra vida a la satisfacción de nuestros deseos; vivir obsesionados por un bienestar siempre mayor o hacer del consumismo indiscriminado y sin límites el ideal casi único de nuestras vidas. Basta con echar un vistazo a los planes de Semana Santa ¿No estamos viviendo que una sociedad que arrastra a las personas hacia el consumismo sin límites y hacia una autosatisfacción que no hace sino generar vacío, egoísmo, insolidaridad e irresponsabilidad? ¿Por qué nos estremecemos por el número de suicidios? ¿Por que construimos casas con bardas cada vez más altas para protegernos de los malos? ¿Nos hemos preguntado qué los ha llevado a actuar así, es decir, a ser malos? La actuación del Señor en éste primer domingo de Cuaresma nos ayuda a detenernos un momento y a meditar. A tomar conciencia de que no solo de pan –y bienestar- vive el ser humano. Necesitamos cultivar el espíritu, conocer el amor y la amistad, desarrollar la solidaridad con los que sufren, escuchar nuestra conciencia con responsabilidad, abrirnos al Misterio último de la vida con esperanza • AE