Allá se llegó ella, la mujer samaritana, a sacar agua del viejo pozo de
Jacob. Y allá estaba El, Jesús, «cansado del camino, sentado junto al
manantial». Allá fue el encuentro, en un ardoroso mediodía. Y yo me pregunto:
«¿Quién buscaba a quién? O ¿quién encontró a quién?» Porque, sabedlo: ella
acudía, jadeante y afanosa, cada día al pozo para saciar su sed y la de los
suyos. Pero, claro, «el que bebía de aquel pozo volvía a tener sed». Ella
igualmente acudía a «otras fuentes incitantes y apetitosas», tratando de
apaciguar esa otra sed de felicidad que ella, como todos los mortales, llevaba
en su corazón. Se lo apuntó Jesús: «Cinco maridos has tenido y el que ahora
tienes... ». Todos andamos en busca de la felicidad. Detrás de ella caminamos
diariamente: el niño y el viejo, el rico y el pobre, el poderoso y el mendigo.
Cada uno la sueña de una manera, bajo una figura distinta. Pero, cada mediodía
o cada medianoche, todos vamos teniendo la repetida sensación de que «el que
bebe de esas aguas, vuelve a tener sed». ¡Vano intento! Cuando, consciente o
inconscientemente, buscamos la felicidad, es a Dios a quien buscamos. Mucho lo
decía Agustín, hastiado al fin de tanta aventura tras el placer, la sabiduría y
la belleza: «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta
que descanse en Ti»[1]. El hombre, decían los Padres griegos, es un «teotropo»,
alguien que da vueltas alrededor de Dios. Como los girasoles van volviendo su
belleza amarilla al sol, los hombres, aun sin saberlo, a Dios buscan. La
samaritana, inconscientemente, eso hacía. Y allá se lo encontró, en el pozo.
«Cualquier forma de sed es sed de Dios» (Cabodevilla). Y es que Dios es un
buscador del hombre, un «antropotropo». Y esto debe llevarnos a la maravilla y
la ternura: ¿Cómo puede El, manantial inagotable de agua viva, andar sediento
de este mínimo y pobre riachuelo que sale de mi corazón? He ahí la paradoja.
Dios desea que le deseemos, tiene sed de que estemos sedientos de él; anda
buscando que le busquemos. Sueña que le soñemos. De ahí la pregunta: ¿Quién
busca a quién? ¿Jesús a la samaritana o la samaritana a Jesús? La respuesta
está en ese peregrino sentado junto al pozo de nuestra vida. He aquí que estoy
junto a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo
entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo[2] • AE
[1] Las Confesiones I, 1.
[2] Ap 3, 20.
Excelente querido amigo. Además, que citaste a mi autor preferido. Te invito a mi Blog para que me apoyes también. Creo firmemente en la lectura. Pásate y estemos en contacto. Saludos.
ResponderEliminarQue maravilloso!!!
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