Quien sabe
las teorías, sabe cómo es Dios; quien sabe cómo es Dios, sabe lo que puede
conseguir de él y cómo conseguirlo. En definitiva: Dios se vuelve idea,
concepto, abstracción, filosofía. Y olvidamos aquella acertada afirmación de
San Agustín: «si pudiste comprender no
es Él lo que has comprendido»[1]. Si creemos haber encontrado a Dios buena cosa
es eliminarlo en ese momento, porque lo encontrado, ya no es Dios, es otra
cosa: la imagen que tenemos de Él, ideas, suposiciones. Hay incluso quien
piensa que lo mismo da un dios que otro, que las ideas que se tengan sobre Él
no tienen mayor importancia. Los hechos demuestran que la realidad no es así;
las ideas conforman la vida más de lo que nos imaginamos. Y es que un dios
pensado, filosófico, hecho de conceptos, ideas, doctrinas y teorías se traduce
en una vida en la que el centro de interés es el propio yo, aunque ese yo se
revista con el ropaje de interés religioso. Y nada más peligroso que el egoísmo
disfrazado de piedad: cultos que se suponen alaban a Dios y sólo alaban el
propio ego; normas que se presentan como divinas, pero sólo son humanas. Un
dios visto como juez, como policía de las normas éticas, terminará por dar
paso, o a un creyente que vive sumido en el miedo y el terror a la divinidad, o
a un increyente que abandona a dios porque éste no apoya el crecimiento del
hombre sino que lo inhibe, lo anula, se vuelve enemigo del ser humano, de su
vida y de su libertad. Un dios visto como el garante de un determinado orden
social termina por ser un dios que divide al hombre en clases, apoyando a unas
y oprimiendo a otras, imposibilitando, de paso, toda fraternidad entre los
seres humanos. Un dios mágico terminará por ser el recurso al que acudimos con
conjuros cuando la necesidad nos aprieta y al que olvidamos en cuanto las cosas
nos vuelven a ir según nuestra conveniencia; o al que incluso podemos llegar a
rechazar si no accede a nuestras peticiones. Acercarse a Dios, pues no es tarea
fácil. El Dios que nos presenta Jesús no es sencillo de comprende, porque con
frecuencia no actúa como nosotros suponíamos que debía hacerlo: no es
impulsivo, no manda un fuego abrasador que acabe con todos los que nos cargan.
Es un Dios que se manifiesta y nos muestra su rostro en los sitios más
inesperados; que no tomó la carne de un príncipe o de un sumo sacerdote, sino
la de un carpintero ¡tantas y tantas sorpresas! Y para ser capaz de encajar
esas sorpresas hay que tener humildad y pocas suposiciones de lo que Dios es o
no es, hace o no hace y confianza en él: no exigirle que nos muestre sus
triunfos, sino confiar en que los tiene. Él nos ha prometido que todo terminará
bien[2]. Jesús pasó por la más cruel de las muertes pero después resucitó. Este
es su Hijo amado al que hemos de escuchar ¿pondremos atención?[3] • AE
[1] Sermo
52, 16: PL 38, 360.
[2] L.
Gracieta, Dabar 1987.
[3] Cfr Mt 17, 1-9.
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