¡Los Santos!


We are trav'ling in the footsteps
Of those who've gone before,
And we'll all be reunited,
On a new and sunlit shore,

Oh, when the saints go marching in
Oh, when the saints go marching in
Lord, how I want to be in that number
When the saints go marching in

And when the sun refuse to shine
And when the sun refuse to shine
Lord, how I want to be in that number
When the sun refuse to shine

And when the moon turns red with blood
And when the moon turns red with blood
Lord, how I want to be in that number
When the moon turns red with blood

Oh, when the trumpet sounds its call
Oh, when the trumpet sounds its call
Lord, how I want to be in that number
When the trumpet sounds its call

Some say this world of trouble,
Is the only one we need,
But I'm waiting for that morning,
When the new world is revealed.

Oh When the new world is revealed
Oh When the new world is revealed
Lord, how I want to be in that number
When the new world is revealed

Oh, when the saints go marching in
Oh, when the saints go marching in
Lord, how I want to be in that number
When the saints go marching in


When the Saints Go MarchingIn (a veces traducida como Cuando los Santos vienen marchando o La marcha de los Santos​, o simplemente The Saints es un himno góspel estadounidense que toma elementos de música folkórica. Su origen exacto es desconocido, y si bien es música espiritual hoy día es tocada por bandas de jazz. La canción fue dada a conocer, sobre todo, por Louis Amstrong.

Andas a mi lado, me tomas de la mano....


Del Señor es la tierra y cuanto la llena,
el orbe y todos sus habitantes.
¿Quién puede subir al monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro?

La visión de tu majestad me llena el alma de reverencia, Señor, y cuando pienso en tu grandeza me abruma el sentido de mi pequeñez y el peso de mi indignidad. ¿Quién soy yo para aparecer ante tu presencia, reclamar tu atención, ser objeto de tu amor? Más me vale guardar distancias y quedarme en mi puesto. Lejos de mí queda tu sagrada montaña, tu intimidad secreta. Me basta contemplar de lejos la cumbre entre las nubes, como tu Pueblo en el desierto contemplaba el Sinaí sin atreverse a acercarse. Pero, al pensar en tu Pueblo del Antiguo Testamento, pienso también en tu Pueblo del Nuevo. El recuerdo del Sinaí me atrae a la memoria la cercanía de Belén. Los que temían acercarse a Dios se encuentran con que Dios se ha acercado a ellos. Se acabaron las cumbres y las montañas. Ahora es una gruta en los campos, y un pesebre y un niño. Y la sonrisa de su madre al acunarlo entre sus brazos. Dios ha llegado hasta su pueblo. Te has llegado hasta mí. El don supremo de la intimidad. Andas a mi lado, me tomas de la mano, me permites reclinar la cabeza sobre tu pecho. El milagro de la cercanía, la emoción de la amistad, el triunfo de la unidad. Ya no puedo dejar que mi timidez, mi indignidad o mi pereza nos separen. Ahora he de aprender el arte bello y delicado de vivir junto a ti.

Por eso necesito fe, ánimo y magnanimidad. Necesito la admonición de tu Salmo: ¡Portones, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la Gloria!. Quiero abrir de par en par las puertas de mi corazón para que puedas entrar con la plenitud de tu presencia. Nada ya de falsa humildad, de miedos ocultos, de corteses retrasos. El Rey de la Gloria está a la puerta y pide amistad. Dios llama a mi casa. Mi respuesta ha de ser la alegría, la generosidad, la entrega. Que se me abran las puertas del alma para recibir al huésped de los cielos. Enséñame a tratar contigo, Señor. Enséñame a combinar la intimidad y el respeto, la amistad y la adoración, la cercanía y el misterio. Enséñame a levantar mis dinteles y abrir mi corazón al mismo tiempo que me arrodillo y me inclino en tu presencia. Enséñame a no perder de vista nunca a tu majestad ni olvidarme nunca de tu cariño. En una palabra, enséñame la lección de tu Encarnación. Dios y hombre; Señor y amigo; Príncipe y compañero • C. G. Vallés, Busco tu rostro. Orar con los Salmos, Ed. Paulinas y Sal Terrae, Santander 1989.

Más allá del aburrimiento y la pachorra.


Cada año la primera de las lecturas en este día me produce mucha alegría, me da como una gran emoción: Y vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas[1]. “¡Son los santos!”, me digo a mi mismo cada año. Sí, los santos, hombres y mujeres desconocidos en su mayoría; gente de carne y hueso y hormonas y neuronas de todas las regiones, de todos los países, de todas las épocas. Santos negros y blancos, cultos e ignorantes, pobres y ricos, trendy y sencillos. Y me pregunto también qué es lo que une a gente tan distinta, e incluso si es posible que siendo tan diferentes tengan algo en común…  Con ésta solemnidad celebramos que verdaderamente la fuerza del Espíritu de Jesús actúa en todas partes, que es una semilla capaz de arraigar en todo tipo de suelo, y que no necesita especiales condiciones de raza, o de cultura, o de clase social. Por eso esta fiesta es una fiesta fundamentalmente gozosa: festejamos (sic) que el Espíritu de Jesús ha dado, da, y dará fruto siempre y en todas partes. Esos hombres y mujeres que “ya la hicieron”, que llegaron al cielo, fueron pobres, hambrientos y sedientos de justicia, limpios de corazón, trabajadores de la paz o también ricos e incluso famosos y  que tuvieron muchas posibilidades pero que supieron poner el corazón en Jesús con esfuerzo  valentía. Ahí está el quid. Con Todos los Santos no celebramos una fiesta superficial, ni tampoco que todo el mundo es bueno y todo terminará bien, No. Atención. Todos los Santos es la celebración de la victoria dolorosamente alcanzada por  hombres y mujeres en el seguimiento del Evangelio (conociéndolo explícitamente o sin conocerlo). Y es que si hay algo que une al santo desconocido de las selvas amazónicas con el mártir de las persecuciones de Nerón y con cualquier otro santo de cualquier otro lugar es la búsqueda y la lucha por una vida más fiel, más entregada, más dedicada al servicio de los hermanos y del mundo nuevo que quiere Dios[2]. Tenemos un puente, y eso es maravilloso: con Dios viven ya hombres y mujeres de todo tiempo y lugar que lucharon esforzadamente en el camino del amor, que es el camino de Dios. Y si en nuestro aburrimiento o pachorra pensamos que la muerte violenta sería la única que nos llevaría hasta Él, san Agustín sale en nuestra ayuda: «Los santos mártires han imitado a Cristo hasta el derramamiento de su sangre, hasta la semejanza de su pasión. Lo han imitado los mártires, pero no sólo ellos. El puente no se ha derrumbado después de haber pasado ellos; la fuente no se ha secado después de haber bebido ellos (…)»[3]. Hoy, en esta alegre y luminosa fiesta de Todos los Santos, estamos invitamos a reinventarnos en la manera de seguir al Señor y de que Él esté siempre presente en nuestra vida • AE



[1] Cfr. Apoc 7,2-4. 9-14.
[2] J. Lligadas, Misa Dominical 1989, n. 21
[3] Sermón 304, 1-4 (Del Oficio de Lectura para el 10 de agosto, fiesta San Lorenzo, Diácono mártir).

¡Arrebátame Contigo!


Si Jesús es mi tesoro,
ya no es mi dios el dinero;
de nadie soy prisionero,
y solo al Señor adoro.

 Solo Dios, el Uno y Trino,
en el mundo pasajero,
que amores está robando
y quiere súbditos ciegos.
Dios y yo, dos infinitos,
él la voz, y yo el eco:
el infinito increado
y el finito duradero.

 Solo Dios, a él los ojos,
Señor de la tierra y cielo,
El que era y el que es,
y el que ha de venir muy luego.
Solo Dios, eterno Dios,
que da movimiento al tiempo,
el que me trajo a este mundo
con divino nacimiento.

 Solo Dios, quien me besó
y me hizo barro y aliento,
y de regalo me dio
su historia y el firmamento.
Solo Dios, mi Dios amado,
lágrimas de nuestro encuentro
para contarnos amores,
vertidos en sacramento.

Solo Dios, aquí, Jesús,
en esta Pascua misterio,
mi soledad sin riberas,
mi plenitud y mi anhelo.
Solo Dios frente a mis labios
infinitamente hambrientos,
frente a mis ojos tendidos,
que, al mirar, están gimiendo.

Solo Jesús, que es la puerta
de todos mis pensamientos;
soy el que soy para ti
y en mi Yo tienes tu asiento.
Arrebátame contigo,
aunque me dejes sufriendo,
¡oh mi gemido vital,
que por ti lo voy tejiendo! Amén •

P. Rufino Mª Grández, ofmcap.

Puebla, 10 octubre 2011

Con ojos nuevos


Cantad al Señor un cántico nuevo.

¿Cómo cantar un cántico nuevo cuando todos los cantos, en todas las lenguas, te han cantado una y otra vez, Señor? Se han agotado los temas, se han probado todas las rimas, se han ensayado todos los tonos. La oración es esencialmente repetición, y tengo que esforzarme para que parezca que no estoy diciendo las mismas cosas todos los días, aunque sé muy bien que las estoy diciendo. Estoy condenado a intentar la variedad cuando sé que toda oración se reduce a la repetición de tu nombre y a la presentación de mis ruegos. Variaciones sobre un mismo tema. ¿Cómo puedes pedirme, en tales circunstancias, que te cante un cántico nuevo? Sé la respuesta antes de acabar con la pregunta. El cántico puede ser el mismo, pero el espíritu con que lo canto ha de ser nuevo cada día. El fervor, el gozo, el sonido de cada palabra y el vuelo de cada nota han de ser diferentes cada vez que esa nota sale de mis labios, cada vez que esa oración sale de mi corazón. Ese es el secreto para mantener la vida siempre nueva, y así, al pedirme que cante un canto nuevo, me estás enseñando el arte de vivir una vida nueva cada día con la lozanía temprana del amanecer en cada momento de mi existencia. Un cántico nuevo, una vida nueva, un amanecer nuevo, un aire nuevo, una energía nueva en cada paso, una esperanza nueva en cada encuentro. Todo es lo mismo y todo es distinto, porque los ojos, que miran los mismos objetos que ayer, son nuevos hoy. El arte de saber mirar con ojos nuevos me capacita para disfrutar los bienes de la naturaleza en toda la plenitud de su pujante realidad. Los cielos y la tierra y los campos y los árboles son ahora nuevos, porque mi mirada es nueva. Se me unen para cantar todos juntos el nuevo cántico de alabanza.

Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra.

Este es el cántico nuevo que llena mi vida y llena el mundo que me rodea, el único canto que es digno de Aquel cuya esencia es ser nuevo en cada instante con la riqueza irrepetible de su ser eterno.

Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras día su victoria.


Carlos G. Vallés, Busco tu rostro. Orar con los Salmos, Ed. Sal Terrae, Santander 1989, p. 184 ss.

El agua, el trigo y la alegría del Cristianismo


Le preguntan Jesús de manera insidiosa sobre el tema de los tributos y él lo resuelve rápidamente: si tienen en las manos una moneda que pertenece al César, habrán de someterse a las consecuencias que ello implica. Sin embargo Jesús introduce una idea nueva que no aparecía en la pregunta de original, de forma inesperada introduce a Dios en el planteamiento. La imagen de la moneda pertenece al César, sí, pero los hombres no han de olvidar que llevan en sí mismos la imagen de Dios y, por lo tanto, sólo le pertenecen a Él. Ese es el punto central del evangelio de éste domingo[1]. Parece como si dijera: «Den, pues, al César lo que es del César, pero no olviden que ustedes mismos pertenecen a Dios». Para Jesús, el César y Dios no son dos autoridades de rango semejante que se han de repartir la sumisión de los hombres. Dios está por encima de cualquier rey, y éste no puede nunca exigir lo que pertenece a Dios. En unos tiempos en que crece el poder del estado y resulta cada vez más difícil defender nuestra libertad en medio de una sociedad burocrática donde casi todo está dirigido y controlado, los cristianos hemos de luchar para que no nos roben nuestra conciencia y nuestra libertad. Ningún poder puede hacerlo. Hemos de cumplir con honradez nuestros deberes ciudadanos, sí, siempre, pero no podemos dejarnos modelar ni dirigir por ningún poder que cuestione las exigencias fundamentales de nuestra fe cristiana. El Santo Padre Francisco nos lo dijo con más claridad: «El proceso de secularización tiende a reducir la fe y la Iglesia al ámbito de lo privado y de lo íntimo. Además, al negar toda trascendencia, ha producido una creciente deformación ética, un debilitamiento del sentido del pecado personal y social y un progresivo aumento del relativismo, que ocasionan una desorientación generalizada, especialmente en la etapa de la adolescencia y la juventud, tan vulnerable a los cambios»[2]. Darle al Cesar lo que le corresponde al César está muy bien, si antes hemos puesto a Dios en el lugar que le corresponde: el primero, y recordado que contamos con la fuerza y la alegría del Evangelio, algo que nada ni nadie nos podrá quitar[3]. Los males de nuestro mundo —y los de la Iglesia— no deberían ser excusas para reducir nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia[4]. Nuestra fe, pues, hoy es desafiada a vislumbrar el vino en que puede convertirse el agua, y a descubrir el trigo que crece en medio de la cizaña. Aunque nos duelan las miserias de nuestra época y estemos lejos de optimismos ingenuos, el mayor realismo no debe significar menor confianza en el Espíritu ni menor generosidad[5]. Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios • AE


[1] Cfr. Mt 22, 15-21.
[2] Evangelii Gaudium, n. 64.
[3] Cfr. Jn 16,22
[4] Rm 5,20
[5] Evangelii Gaudium, n. 84. 

Confianza, intimidad y ternura


Dirigirse al Señor en la oración implica un acto radical de confianza, con la conciencia de fiarse de Dios, que es bueno, «compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» Por ello hoy quiero reflexionar con vosotros sobre un Salmo impregnado totalmente de confianza (…) El Señor es mi pastor, nada me falta: así empieza esta bella oración, evocando el ambiente nómada de los pastores y la experiencia de conocimiento recíproco que se establece entre el pastor y las ovejas que componen su pequeño rebaño. La imagen remite a un clima de confianza, intimidad y ternura: el pastor conoce una a una a sus ovejas, las llama por su nombre y ellas lo siguen porque lo reconocen y se fían de él. Él las cuida, las custodia como bienes preciosos, dispuesto a defenderlas, a garantizarles bienestar, a permitirles vivir en la tranquilidad. Nada puede faltar si el pastor está con ellas. La visión que se abre ante nuestros ojos es la de praderas verdes y fuentes de agua límpida, oasis de paz hacia los cuales el pastor acompaña al rebaño, símbolos de los lugares de vida (…) el pastor sabe dónde encontrar hierba y agua fresca, esenciales para la vida, sabe conducir al oasis donde el alma «repara sus fuerzas» y es posible recuperar las fuerzas y nuevas energías para volver a ponerse en camino (…). También nosotros, como el salmista, si caminamos detrás del «Pastor bueno», aunque los caminos de nuestra vida resulten difíciles, tortuosos o largos, con frecuencia incluso por zonas espiritualmente desérticas, sin agua y con un sol de racionalismo ardiente, bajo la guía del pastor bueno, Cristo, debemos estar seguros de ir por los senderos «justos», y que el Señor nos guía, está siempre cerca de nosotros y no nos faltará nada. Quien va con el Señor, incluso en los valles oscuros del sufrimiento, de la incertidumbre y de todos los problemas humanos, se siente seguro. Tú estás conmigo: esta es nuestra certeza, la certeza que nos sostiene. La oscuridad de la noche da miedo, con sus sombras cambiantes, la dificultad para distinguir los peligros, su silencio lleno de ruidos indescifrables. Si el rebaño se mueve después de la caída del sol, cuando la visibilidad se hace incierta, es normal que las ovejas se inquieten, existe el riesgo de tropezar, de alejarse o de perderse, y existe también el temor de que posibles agresores se escondan en la oscuridad.  Las imágenes de este Salmo, con su riqueza y profundidad, acompañaron toda la historia y la experiencia religiosa del pueblo de Israel, y acompañan a los cristianos. El Salmo 23 nos invita a renovar nuestra confianza en Dios, abandonándonos totalmente en sus manos. Por lo tanto, pidamos con fe que el Señor nos conceda, incluso en los caminos difíciles de nuestro tiempo, caminar siempre por sus senderos como rebaño dócil y obediente, nos acoja en su casa, a su mesa, y nos conduzca hacia «fuentes tranquilas», para que, en la acogida del don de su Espíritu, podamos beber en sus manantiales, fuentes de aquella agua viva «que salta hasta la vida eterna» • Santo Padre Benedicto XVI, Audiencia General, Plaza de San Pedro, Miércoles 5 de octubre de 2011.

En la fiesta de la Santa Madre



Vivo sin vivir en mí,
y de tal manera espero,*
que muero porque no muero.

  Vivo ya fuera de mí
después que muero de amor;           5
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí;
cuando el corazón le di
puse en él este letrero:
que muero porque no muero.           10

  Esta divina prisión
del amor con que yo vivo
ha hecho a Dios mi cautivo,
y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión             15
ver a Dios mi prisionero,
que muero porque no muero.

  ¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros           20
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero.          

  ¡Ay, qué vida tan amarga           25
do no se goza el Señor!
Porque si es dulce el amor,
no lo es la esperanza larga.
Quíteme Dios esta carga,
más pesada que el acero,             30
que muero porque no muero.

  Sólo con la confianza
vivo de que he de morir,
porque muriendo, el vivir
me asegura mi esperanza.             35
Muerte do el vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero,
que muero porque no muero.

  Mira que el amor es fuerte,
vida, no me seas molesta;            40
mira que sólo te resta,
para ganarte, perderte.
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga ligero,
que muero porque no muero.           45

  Aquella vida de arriba
es la vida verdadera;
hasta que esta vida muera,
no se goza estando viva.
Muerte, no me seas esquiva;          50
viva muriendo primero,
que muero porque no muero.

  Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios, que vive en mí,
si no es el perderte a ti            55
para mejor a Él gozarle?
Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero.

Santa Teresa de Ávila
(1515-1582)

La luz de la alegría

Pieter Brueghel el Viejo, La boda campesina (en neerlandés, De Boerenbruiloft, 
Óleo sobre madera (114 cm × 164 cm), Museo de Historia del Artede Viena.

Isaías describe el banquete que Dios preparará para todos los pueblos: un momento con comida, alegría, vinos, destierro de todo dolor y tristeza, victoria de la vida; celebración gozosa de la presencia de Dios en medio de su pueblo[1]. El banquete ha sido y seguirá siendo una de las categorías que todos entendemos mejor para expresar todo lo que hay de bueno y de celebrativo, tanto en relación con Dios como con los demás hombres. Una comida es un signo muy claro de comunión entre quien asiste y quien invita. Hoy aquí el que invita es Dios, lleno de solidaridad y alianza, de alegría y felicidad. Nuestra fe cristiana es también como un banquete que Dios prepara. Durante mucho tiempo se nos ha insistido tanto en la ascesis, la perfección, en el deber -¡todo eso es verdad!- que quizá nos hemos olvidado que también nuestra fe cristiana es buena noticia, es evangelio, algo digno de celebrarse: un banquete festivo. Por las riquezas de su Palabra y de su verdad, por el don de su amor, por la gracia de su comunidad y sus sacramentos, por la dinámica de novedad y vida que Él ha instaurado en el mundo, el cristianismo es en verdad un banquete preparado por Dios para la humanidad. La imagen de la comida, y además de una comida de bodas nos habla este domingo de alegría y celebración. No está mal que se nos note. Y es que a veces da la impresión de que tenemos miedo a presentar nuestra fe como algo alegre. «La moral cristiana no es una ética estoica, es más que una ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un catálogo de pecados y errores. El Evangelio invita ante todo a responder al Dios amante que nos salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos»[2]. Aquellos que tenían su nombre cuidadosamente escrito en los platos de la mesa nupcial –el pueblo de Israel- rechazaron la invitación. A nosotros ¿no sucede lo mismo? En la celebración de cada domingo Dios prepara una mesa abundante: su Palabra salvadora, su don eucarístico del Cuerpo y Sangre de Cristo, su casa en la comunidad eclesial, la presencia viva de Cristo y de su Espíritu ¿se nos nota la alegría, o acudimos a Eucaristía con una pereza que parecen dos? Aceptar o no la invitación de Dios cada domingo es, al final, aceptar o rechazar el gran banquete que es la vida cristiana, la que dura las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana[3]. Vamos a hacerlo con alegría, como nos invita el Santo Padre Francisco: «Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo (…) prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!»[4]


[1] Cfr. Is 22, 1-14.
[2] Papa Francisco, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, n. 39. El texto completo puede leerse aquí: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_exhortations/documents/papa-francesco_esortazione-ap_20131124_evangelii-gaudium.html
[3] J. Aldazábal, Misa Dominical, 1981, p. 19
[4] Evangelii Gaudium, n. 49. 

Manjar y vino


Jesús, manjar y vino de alegría
Jesús Resucitado,
amor viviente y santa Eucaristía.

Y fuera de la viña lo mataron,
¡Jesús, perdón por ellos!
malvados viñadores que eso hicieron,
y de sangre sus túnicas tiñeron.

El canto del amor cantar yo quiero,
Jesús, si me permites,
decirte que tú tienes una viña,
por ti plantada, Iglesia bendecida.

Y en esta viña tienes un lagar,
Jesús, de sangre tuya,
divina Eucaristía que nos sacia
pues llena el corazón de toda gracia.

Por eso entre los hijos de los hombres,
Jesús, ninguno nunca,
ha sido ni será el más amado,
amor del Padre, ahora comulgado.

Recibe este homenaje, amado mío,
Jesús, mi don entero,
y a estos viñadores de tu herencia
regálales la paz de tu presencia.

¡Cantar de mis cantares, Jesucristo,
a ti, cantar purísimo,
cantar que el santo Espíritu alimenta,
todo su amor la Iglesia te presenta! •

P. Rufino Mª Grández, ofmcap.

Puebla de los Ángeles, 28 septiembre 2011.

Gratitud


Pieter Brueghel El Jóven, Primavera, (1620) 
óleo sobre madera, colección de  Sotheby's (New York)

Tanto la hermosísima Canción de la viña del libro de Isaías que escuchamos en la primera de las lecturas como la parábola del evangelio [tradicionalmente llamada de los viñadores homicidas] [!][1] nos ayudan a comprender que, al final, todo lo que tenemos lo hemos recibido, que hemos sido amorosamente creados y cuidados por Dios y que se nos han dado talentos y posibilidades que debemos usar alegre y con generosidad. Y la verdad es que a veces nuestra respuesta a esos regalos ha sido deficiente, desagradecida e incluso rebelde. La parábola nos ayuda a profundizar aún más en el regalo que es la vida. Más que nunca estamos muy necesitados de captar con el corazón que todo lo debemos a la generosidad de Dios, que no somos ni independientes ni autónomos, que todo hemos de valorarlo primero para después saberlo usar generosamente. Hoy podríamos revisar un poco nuestras actitudes con respecto a Dios, con respecto a la Iglesia, con respecto a nuestra vocación. La respuesta a esa revisión no será sencilla; requiere un buen examen de conciencia y sobre todo confianza en el amor infinito que Él nos muestra a cada momento ¿dónde estaríamos sin su amor y sin su misericordia? El Señor nos dice que el Padre es el dueño de la vid que la cuida y la poda para que dé más fruto. El Padre se preocupa constantemente de nuestra relación con Jesús, para ver si estamos verdaderamente unidos a él. Nos mira, y su mirada de amor nos anima a purificar nuestro pasado y a trabajar en el presente para hacer realidad nuestro futuro, con la certeza de que la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús[2] AE



[1] Is 5, 1-7; Mt 21, 33-43.
[2] Cfr. Fil 4, 6-9.