Le preguntan Jesús de manera insidiosa sobre el tema de los tributos y
él lo resuelve rápidamente: si tienen en las manos una moneda que pertenece al
César, habrán de someterse a las consecuencias que ello implica. Sin embargo Jesús
introduce una idea nueva que no aparecía en la pregunta de original, de forma
inesperada introduce a Dios en el planteamiento. La imagen de la moneda
pertenece al César, sí, pero los hombres no han de olvidar que llevan en sí
mismos la imagen de Dios y, por lo tanto, sólo le pertenecen a Él. Ese es el
punto central del evangelio de éste domingo[1]. Parece
como si dijera: «Den, pues, al César lo que es del César, pero no olviden que
ustedes mismos pertenecen a Dios». Para Jesús, el César y Dios no son dos
autoridades de rango semejante que se han de repartir la sumisión de los
hombres. Dios está por encima de cualquier rey, y éste no puede nunca exigir lo
que pertenece a Dios. En unos tiempos en que crece el poder del estado y resulta
cada vez más difícil defender nuestra libertad en medio de una sociedad
burocrática donde casi todo está dirigido y controlado, los cristianos hemos de
luchar para que no nos roben nuestra conciencia y nuestra libertad. Ningún poder
puede hacerlo. Hemos de cumplir con honradez nuestros deberes ciudadanos, sí,
siempre, pero no podemos dejarnos modelar ni dirigir por ningún poder que cuestione
las exigencias fundamentales de nuestra fe cristiana. El Santo Padre Francisco
nos lo dijo con más claridad: «El proceso de secularización tiende a reducir la
fe y la Iglesia al ámbito de lo privado y de lo íntimo. Además, al negar toda
trascendencia, ha producido una creciente deformación ética, un debilitamiento
del sentido del pecado personal y social y un progresivo aumento del
relativismo, que ocasionan una desorientación generalizada, especialmente en la
etapa de la adolescencia y la juventud, tan vulnerable a los cambios»[2]. Darle
al Cesar lo que le corresponde al César está muy bien, si antes hemos puesto a
Dios en el lugar que le corresponde: el primero, y recordado que contamos con
la fuerza y la alegría del Evangelio, algo que nada ni nadie nos podrá quitar[3].
Los males de nuestro mundo —y los de la Iglesia— no deberían ser excusas para
reducir nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer.
Además, la mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el
Espíritu Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia[4].
Nuestra fe, pues, hoy es desafiada a vislumbrar el vino en que puede
convertirse el agua, y a descubrir el trigo que crece en medio de la cizaña. Aunque
nos duelan las miserias de nuestra época y estemos lejos de optimismos
ingenuos, el mayor realismo no debe significar menor confianza en el Espíritu
ni menor generosidad[5].
Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios • AE
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