Pieter Brueghel el Viejo, La boda campesina (en neerlandés, De
Boerenbruiloft,
Óleo sobre madera (114 cm × 164 cm), Museo de Historia del Artede Viena.
Isaías describe el banquete que Dios preparará para todos los pueblos: un
momento con comida, alegría, vinos, destierro de todo dolor y tristeza,
victoria de la vida; celebración gozosa de la presencia de Dios en medio de su
pueblo[1].
El banquete ha sido y seguirá siendo una de las categorías que todos entendemos
mejor para expresar todo lo que hay de bueno y de celebrativo, tanto en
relación con Dios como con los demás hombres. Una comida es un signo muy claro de
comunión entre quien asiste y quien invita. Hoy aquí el que invita es Dios,
lleno de solidaridad y alianza, de alegría y felicidad. Nuestra fe cristiana es
también como un banquete que Dios prepara. Durante mucho tiempo se nos ha
insistido tanto en la ascesis, la perfección, en el deber -¡todo eso es
verdad!- que quizá nos hemos olvidado que también nuestra fe cristiana es buena
noticia, es evangelio, algo digno de celebrarse: un banquete festivo. Por las
riquezas de su Palabra y de su verdad, por el don de su amor, por la gracia de
su comunidad y sus sacramentos, por la dinámica de novedad y vida que Él ha
instaurado en el mundo, el cristianismo es en verdad un banquete preparado por
Dios para la humanidad. La imagen de la comida, y además de una comida de bodas
nos habla este domingo de alegría y celebración. No está mal que se nos note. Y
es que a veces da la impresión de que tenemos miedo a presentar nuestra fe como
algo alegre. «La moral cristiana no es una ética estoica, es más que una ascesis,
no es una mera filosofía práctica ni un catálogo de pecados y errores. El
Evangelio invita ante todo a responder al Dios amante que nos salva, reconociéndolo
en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos»[2].
Aquellos que tenían su nombre cuidadosamente escrito en los platos de la mesa
nupcial –el pueblo de Israel- rechazaron la invitación. A nosotros ¿no sucede
lo mismo? En la celebración de cada domingo Dios prepara una mesa abundante: su
Palabra salvadora, su don eucarístico del Cuerpo y Sangre de Cristo, su casa en
la comunidad eclesial, la presencia viva de Cristo y de su Espíritu ¿se nos
nota la alegría, o acudimos a Eucaristía con una pereza que parecen dos? Aceptar
o no la invitación de Dios cada domingo es, al final, aceptar o rechazar el gran
banquete que es la vida cristiana, la que dura las veinticuatro horas del día y
los siete días de la semana[3].
Vamos a hacerlo con alegría, como nos invita el Santo Padre Francisco: «Salgamos,
salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo (…) prefiero una Iglesia
accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia
enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades.
No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en
una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente
y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la
fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de
fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a
equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras
que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces
implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera
hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros
de comer!»[4]
•
[1] Cfr. Is 22,
1-14.
[2] Papa
Francisco, Exhortación apostólica Evangelii
Gaudium, n. 39. El texto completo puede leerse aquí: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_exhortations/documents/papa-francesco_esortazione-ap_20131124_evangelii-gaudium.html
[3] J. Aldazábal,
Misa Dominical, 1981, p. 19
[4] Evangelii Gaudium, n. 49.
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