El evangelio
apuesta siempre por lo pequeño, por lo que no atrae mucho, casi podríamos decir
que por lo insignificante. Y es que el reino de los cielos no se parece a un
mar embravecido de olas gigantes, sino más bien a una pequeña semilla que el
hombre echa en tierra, a un grano de
mostaza que es la más pequeña de todas las semillas. ¿Qué quiere decirnos
Jesús con esto? Que nuestro papel en el reino no es de protagonismo
individualista, sino de colaboración. Shoulder
to shoulder, que dicen los gringos. Nos gusta atribuirnos la autoría de
todo lo que funciona, nos entusiasma poner firma y rúbrica a todos los éxitos.
Y por eso sufrimos cuando no se destaca suficientemente lo que hemos hecho. En la
agricultura de Dios siempre es pequeña la semilla. Ezequiel habla de una ramita
tierna que el Señor arrancó y plantó para que en la montaña más alta de Israel
se convirtiera en un cedro noble[1].
David, aquel de quien descendería el Mesías, no era nada más que un pastorcillo
de ovejas[2].
María, la mujer en la que el Verbo se hizo carne, no era más que una muchachita,
la «esclava del Señor» se llama a sí misma[3],
y Jesús, el Salvador del mundo, fue un niño indefenso. Al final, los que han
resultado grandes delante de Dios fueron pequeños. Por eso los frutos de
nuestro trabajo no suelen ser inmediatos, sino a largo plazo. El evangelio de
hoy nos invita a sembrar con paciencia, porque
la semilla va germinando sin que el hombre sepa cómo: primero, los tallos,
luego la espiga, después los granos. Al fin, cuando el grano está a punto, se
mete la hoz. Ha llegado la siega Y ahí nos duele. Los papás quisieran ver de
inmediato el fruto del esfuerzo al educar a sus hijos, los sacerdotes buscamos el
efecto instantáneo del ministerio y el mundo entero quiere llegar y besar. Pero
ya se lo decía el Señor a la samaritana: uno
es el que siembra y otro el que recoge. Toca pues esperar, con paciencia,
con alegría, con buena cara • AE
No hay comentarios:
Publicar un comentario