El Jueves Santo la liturgia de la Iglesia se detiene con especial cariño
a contemplar el misterio de la Eucaristía y el del sacerdocio ministerial que, personalmente, también me parece muy muy (sic) misterioso. En estos dieciocho años que llevo caminando
éstos caminos del Señor siempre me he sentido especialmente identificado con aquellos
que tienen una fe diferente a la mía, y con aquellos que no tienen fe. Sobre todo con aquellos que dicen no creer en los sacerdotes, los mismos que se quedan extrañados cuando les digo que yo –sacerdote- tampoco creo
en los sacerdotes. Al llegar ahi es cuando les pido que me dejen explicarme bien. Los sacerdotes no
aparecemos por ningún lugar en la Profesión de Fe, ni siquiera en sus formas
más antiguas[1];
además no hay texto alguno del Magisterio que obligue a los
fieles a creer en la persona de los sacerdotes, de los obispos o del Papa. Los
católicos creemos en Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo-, creemos también en la
Iglesia, y dentro de ella, en el sacerdocio, pero jamás nadie nos obligará a
creer en ningún sacerdote en particular. En la Iglesia, los sacerdotes somos
una parte importante, servimos nada más y nada menos que para repartir la
Palabra de Dios y para hacer presente a Jesucristo en medio de la comunidad.
Pero somos importantes porque hablamos de Cristo o porque traemos a Cristo al
altar. Un sacerdote vale tanto como el cristal del vaso donde se bebe agua.
Cuando bebemos un vaso de agua digo que bebo un vaso de agua, pero en realidad
lo que bebo no es el vaso, sino el agua. El vaso es lo que ha sido útil para
beber el agua, ya que sin él, el agua se habría derramado. El vaso es algo que,
después de ser útil, se deja de lado porque ya ha cumplido su misión. Con
nosotros, los sacerdotes, sucede lo mismo. Lo importante –creo- es poner al Señor
en el centro, y allá, en un lugar adecuado, los sacerdotes, siendo útiles en
tanto en cuanto ayudamos a la gente a llegar hasta el Señor. ¿Estoy despreciando el sacerdocio
ministerial? Idiota sería si lo hiciera, después de haber dedicado lo que va de
mi vida a serlo lo mejor que he sabido. Me muy siento contento y muy agradecido
por el don de mi sacerdocio, y al mismo tiempo avergonzado de serlo tan
mediocre y de haber cometido docenas de imprudencias en mi camino ministerial
pero feliz de serlo pues no hay misión mejor en esta vida que mostrar a los
demás el camino por el que se va a Jesús. Y si alguien descubre dentro de sí
esa llamada, que se considere feliz y afortunado. Con todo esto lo que quiero
decir es que no se debe confundir la mano que señala el camino hacia Jesús con
Jesús mismo. Alguien ha dicho que los sacerdotes somos como esos letreros que
en las carreteras, dicen: Sebastopol, ciento cuarenta kilómetros. Señalan por
dónde se va a Sebastopol, pero ellos mismos no van. ¿También los sacerdotes señalamos
el camino por el que se va a Cristo, pero luego somos tan cobardes que no vamos
hacía él? Sí, sucede ¡cuántos pecados tenemos! Pero lo importante de la señal en
una carretera es que señale bien la dirección. El error sería sentarse encima
de ese letrero en lugar de seguir la dirección que marca. En el día en que
celebramos la institución de la Eucaristía y el Orden Sacerdotal, suba nuestra
oración a Dios Padre en acción de gracias como el incienso del altar, y
descienda sobre cada uno de nosotros, sus sacerdotes su misericordia, de manera
que cada día nos parezcamos un poquito más a su hijo Jesucristo, Sumo y Eterno
Sacerdote •
[1] Símbolo de
San Epifanio, Fórmula de “Clemente Trinidad”, Símbolo del Concilio de Toledo
del año 400, Símbolo “quicumque”, etc. Cfr. Denzinger nn. 1-39.
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