Dios alrevésvolteado (IV Domingo de Cuaresma. Ciclo B).




Qué vería Dios en su pueblo para amarlo tanto? En realidad poco iba quedando en aquel pueblo de Israel que lo hiciese amable (del verbo amar) a los ojos del Señor. En cambio, Dios seguía insistiendo, porque tenía compasión de su pueblo. Y le fue enviando mensajeros para recordarle el camino, para hacerle llegar su continua invitación al arrepentimiento. Pero el pueblo ya se había desbocado en su caída. Sordos y ciegos, se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas. Y el amor de Dios no tuvo ya más remedio que vestirse el serio ropaje de la justicia: así vino el duro castigo del destierro a Babilonia[1]. Hasta que el pueblo, poco a poco, se fue curando de su ceguera y de su desvío: primero fue la nostalgia de Jerusalén, después la vuelta del destierro, la reconstrucción del templo. Y así siempre. El amor persistente de Dios cambiando de rostro y de lenguaje, usando la maña o la fuerza, llegando hasta el límite para después inventar siempre una nueva oportunidad, tratando constantemente de ganarse la rebelde voluntad de hombre. Así hasta llegar al último “disparate”, al más maravilloso de todo, al más lleno de Amor: Jesús. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él[2], le dice Jesús a Nicodemo en esa entrañable conversación de la que el evangelio de este domingo recoge un pedacito. Y de nuevo la pregunta: ¿Qué habrá visto Dios en el mundo para amarlo así? Nada, sencillamente nada. Es cosa de sus ojos, de su misericordia. Pablo lo entedió muy bien: Dios rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir por Cristo, por pura gracia estáis salvados[3] ¿Está claro? No se debe a nosotros, sino que es un don. Dios nos salva porque nos ama. Y no necesita nada para amarnos: su amor es gratuito, nace de la bondad de su corazón. En medio de la historia de este mundo nuestro, el amor de Dios ha plantado una cruz salvadora[4]. Encontrar los caminos para esa salvación es tarea suya; nosotros no debemos preocupamos del cómo, ni del cuándo; ni, mucho menos, pretender atarle las manos con supuestas normas de selección que, tantas veces, llevan grabado el sello inconfundible de nuestra miopía. Los cristianos tampoco tenemos derecho a verlo todo negro; como si la redención de Cristo no pasara de un bonito proyecto fracasado. Dios no mandó, desde luego, a su Hijo al mundo para hacernos las cosas más difíciles, ¡Al revésvolteado que decimos en Aguas! Lo envió para abrir nuevos cauces de comprensión y de perdón a un mundo que, por otra parte, no resultó ser tan malo como parecía; que, en el fondo, no pecaba por malicia, sino por ceguera. ¿Qué habrá visto Dios en nosotros para vernos así, para amarnos así? ¿Será que el amor lo ha vuelto ciego? Puede que sea algo mucho más sencillo: que nos ve con los ojos de su corazón • AE



[1] Cfr. 2 Reyes 24,10-17.
[2] Jn 3, 16.
[3] Efe 2, 4-10.
[4] J. J Guillén García, Al Hilo de la Palabra. Comentario a las lecturas de los domingos y fiestas. Ciclo B., Granada 1993, p. 47 ss.

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