Qué vería Dios en su pueblo
para amarlo tanto? En realidad poco iba quedando en aquel pueblo de Israel que
lo hiciese amable (del verbo amar) a los ojos del Señor. En cambio, Dios seguía
insistiendo, porque tenía compasión de su pueblo. Y le fue enviando mensajeros
para recordarle el camino, para hacerle llegar su continua invitación al
arrepentimiento. Pero el pueblo ya se había desbocado en su caída. Sordos y
ciegos, se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se
mofaron de sus profetas. Y el amor de Dios no tuvo ya más remedio que vestirse
el serio ropaje de la justicia: así vino el duro castigo del destierro a
Babilonia[1].
Hasta que el pueblo, poco a poco, se fue curando de su ceguera y de su desvío:
primero fue la nostalgia de Jerusalén, después la vuelta del destierro, la
reconstrucción del templo. Y así siempre. El amor persistente de Dios cambiando
de rostro y de lenguaje, usando la maña o la fuerza, llegando hasta el límite
para después inventar siempre una nueva oportunidad, tratando constantemente de
ganarse la rebelde voluntad de hombre. Así hasta llegar al último “disparate”, al
más maravilloso de todo, al más lleno de Amor: Jesús. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que no
perezca ninguno de los que creen en Él[2], le dice Jesús a Nicodemo en esa entrañable conversación de la que el evangelio de este domingo recoge un pedacito. Y de nuevo la pregunta: ¿Qué habrá visto
Dios en el mundo para amarlo así? Nada, sencillamente nada. Es cosa de sus
ojos, de su misericordia. Pablo lo entedió muy bien: Dios rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando
nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir por Cristo, por pura
gracia estáis salvados[3]
¿Está claro? No se debe a nosotros, sino que es un don. Dios nos salva porque
nos ama. Y no necesita nada para amarnos: su amor es gratuito, nace de la
bondad de su corazón. En medio de la historia de este mundo nuestro, el amor de
Dios ha plantado una cruz salvadora[4].
Encontrar los caminos para esa salvación es tarea suya; nosotros no debemos
preocupamos del cómo, ni del cuándo; ni, mucho menos, pretender atarle las
manos con supuestas normas de selección que, tantas veces, llevan grabado el
sello inconfundible de nuestra miopía. Los cristianos tampoco tenemos derecho a
verlo todo negro; como si la redención de Cristo no pasara de un bonito
proyecto fracasado. Dios no mandó, desde luego, a su Hijo al mundo para
hacernos las cosas más difíciles, ¡Al revésvolteado que decimos en Aguas! Lo
envió para abrir nuevos cauces de comprensión y de perdón a un mundo que, por
otra parte, no resultó ser tan malo como parecía; que, en el fondo, no pecaba
por malicia, sino por ceguera. ¿Qué habrá visto Dios en nosotros para vernos
así, para amarnos así? ¿Será que el amor lo ha vuelto ciego? Puede que sea algo
mucho más sencillo: que nos ve con los ojos de su corazón • AE
[1] Cfr. 2 Reyes
24,10-17.
[2]
Jn 3, 16.
[3] Efe 2, 4-10.
[4]
J. J Guillén García, Al Hilo de la Palabra. Comentario a las lecturas de los domingos y fiestas. Ciclo B., Granada 1993, p. 47 ss.
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