Dos palabras son inevitables en estos días de Navidad: asombro y locura.
Asombro por parte de nosotros, los creyentes. Locura, por parte de Dios. Dos
palabras que van más allá de la simple ternura. La sonrisa, la ingenuidad, la
ternura, son partes inevitables de la Navidad. Pero la Navidad, que es eso, es
también mucho más. Buenos son los chocolates, las serpentinas y los
nacimientos. Buenos, siempre que no se queden en frivolidad superficial. Porque
la Navidad es un tiempo dulcísimo, pero también tremendo, como tremendo es eso
de que Dios se haga uno entre nosotros, que Dios haya querido no sólo
parecerse, sino ser también un bebé. Hay un verso de Góngora que a mí me
impresiona siempre y en el que el poeta defiende que el día de Belén es más
importante que el del Calvario, porque, dice el poeta: «hay mayor distancia de
Dios a hombre, que de hombre a muerto». Efectivamente, el gran salto de Dios se
produjo en Belén, su gran descenso hacia nosotros. Y nuestra gran subida.
Porque «si Dios se ha hecho hombre, ser hombre es la cosa más grande que se
puede ser». Por eso decía al principio que la gran locura de Dios se produjo
este día en el que se atrevió a hacerse tan pequeño como una de sus criaturas.
Locura a la que los hombres deberíamos responder con ese asombro interminable
de quienes vivieron casi asustados de la tremenda bondad de Dios. De ahí que la
mejor manera de celebrar la Navidad sea volverse niños. A la locura de Dios los
hombres sólo podemos responder con un poco de esa locura bendita y pequeña que
es hacernos niños. Al portal de Belén sólo se puede llegar de dos maneras: o
teniendo la pureza de los niños, o la humildad de quienes se atreven a
inclinarse ante Dios. Si Él se hizo pequeñito para llegar hasta nosotros, ¿cómo
podríamos llegar nosotros hasta Él sin volvernos también pequeñitos? ¿Qué es verdaderamente la Navidad para nosotros, los cristianos? Habrá
quien responda que que son los días de la ternura, de la alegría, de la
familia. Pero yo, entonces, volvería a preguntarles: ¿Por qué en estos días
nuestra alma se alegra, por qué se llena de ternura nuestro corazón? La
respuesta la sabemos todos, aunque con frecuencia no la vivamos. Yo diría que
la Navidad es la prueba, repetida todos los años, de dos realidades
formidables: que Dios está cerca de nosotros, y que nos ama. Nuestro mundo
moderno no es precisamente el más capacitado para entender esta cercanía de
Dios. Decimos tantas veces que Dios está lejos, que nos ha abandonado, que nos
sentimos solos... Parece que Dios fuera un padre que se marchó a los cielos y
que vive allí muy bien, mientras sus hijos sangran en la tierra. Pero la
Navidad demuestra que eso no es cierto. Al contrario. El verdadero Dios no es
alguien lejano, perdido en su propia grandeza, despreocupado del abandono de
sus hijos. Es alguien que abandonó él mismo los cielos para estar entre
nosotros, ser como nosotros, vivir como nosotros, sufrir y morir como nosotros.
Éste es el Dios de los cristianos. No alguien demasiado grande no nos quepa en
nuestro corazón. Sino alguien que se hizo pequeño para poder estar entre
nosotros. Éste es el mismo centro de nuestra fe. ¿Y por qué bajó de los cielos?
Porque nos ama. Todo el que ama quiere estar cerca de la persona amada. Si
pudiera no se alejaría ni un momento de ella. Viaja, si es necesario, para
estar con ella. Quiere vivir en su misma casa, lo más cerca posible. Así Dios.
Siendo, como es, el infinitamente otro, quiso ser el infinitamente nuestro.
Siendo la omnipotencia, compartió nuestra debilidad. Siendo el eterno, se hizo
temporal. Y, si esto es así, ¿por qué los hombres no percibimos su presencia, por
qué no sentimos su amor? Porque no estamos lo suficientemente atentos y
despiertos. Lo mismo sucede con algunos fenómenos de la naturaleza. Oímos el
trueno, la tormenta. Llegamos a escuchar la lluvia y el aguacero. Pero la nieve
sólo se percibe si uno se asoma a la ventana. Cae la nieve sobre el mundo y es
silenciosa, callada, como el amor de Dios. Y nadie negará la caída de la nieve
porque no la haya oído. Exactamente lo mismo ocurre con el amor de Dios: que
cae incesantemente sobre el mundo sin que lo escuchemos, sin que lo percibamos.
Hay que abrir mucho los ojos del alma para entenderlo. Lo dice infinitamente
mejor el salmo: la misericordia de Dios
llena la tierra, cubre las almas con su incesante nevada de amor • AE
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