Ch. Camoin, Ventana abierta hacia el puerto de St. Tropez (1958),
óleo sobre tela, colección particular
...
Navidad es la gran prueba. En estos días ese amor de Dios se hace
visible en un portal. Ojalá se haga también visible en nuestras almas. Ojalá en
estos días la nevada de Dios, la paz de Dios, la ternura de Dios, la alegría de
Dios, descienda sobre todos nosotros como descendió hace dos mil años sobre un
pesebre en la ciudad de Belén. La Navidad es como el tiempo en el que esa
misericordia de Dios se reduplica sobre el mundo y sobre nuestras cabezas. Es
como si, al darnos a su Hijo, nos amase el doble que de ordinario. Durante
estos días de Navidad, todos los que tienen los ojos bien abiertos se vuelven
más niños porque es como si fuesen redobladamente hijos y como si Dios fuera en
estos días el doble de Padre. Pero ¿cuántos nos damos bien cuenta de esto?
¿Cuántos estamos tan distraídos? Abramos las ventanas de los ojos y descubramos
la maravilla de que Dios nos ama tanto que se vuelva uno de nosotros. ¿Qué pasa realmente estos días? Y la respuesta
es que Alguien muy importante viene a visitarnos. ¿Quién es el que viene? Nada
menos que el Creador del mundo, el autor de las estrellas y de toda carne. ¿Y
cómo viene? Viene hecho carne, hecho pobreza, convertido en un bebé como los
nuestros. ¿A qué viene? Viene a salvarnos, a devolvernos la alegría, a darnos
nuevas razones para vivir y para esperar. ¿Para quién viene? Viene para todos,
viene para el pueblo, para los más humildes, para cuantos quieran abrirle el
corazón. ¿En qué lugar viene? En el más humilde y sencillo de la tierra, en
aquél donde menos se le podía esperar. ¿Y por qué viene? Sólo por una razón:
porque nos ama, porque quiere estar con nosotros. Y la última pregunta, tal vez
la más dolorosa: ¿Y cuáles serán los resultados de su venida? Los que nosotros
queramos. Pasará a nuestro lado si no sabemos verle. Crecerá dentro de nosotros
si le acogemos. Dejemos que estas preguntas crezcan dentro de nosotros, y quizá
nos descongelemos por dentro. Y quizá
descubramos que no hay gozo mayor que el de sabernos amados, cuando quien nos
ama —iy tanto!— es nada menos que el mismo Dios • AE
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