El misterio de Adviento es un misterio de
vaciamiento, de pobreza, de limitación. Debe ser así. De otro modo no podría
ser un misterio de esperanza. El misterio de Adviento es un misterio de
comienzo: pero también es el misterio de un fin. La plenitud del tiempo es el
final de todo lo que todavía estaba incompleto, todo lo que todavía era
parcial. Es el cumplimiento en unidad de todo lo que era fragmentario. El
misterio de Adviento en nuestras vidas es el comienzo del fin de todo lo que en
nosotros no es todavía Cristo. Es el comienzo del fin de la irrealidad. Y eso,
sin duda, es motivo de alegría. Pero por desgracia nos aferramos a nuestra
irrealidad, preferimos la parte al todo, continuamos siendo fragmentos, no
queremos ser “un solo hombre en Cristo”. El Cuerpo de Adán (“hombre”), que
debería ser el Cuerpo del Amor de Dios, está desgarrado de odio. El Cuerpo de
Adán, que debería estar transfigurado de luz, es un cuerpo de oscuridad y
mentira. Lo que debería ser Uno en amor está dividido en millones de hostilidades
frenéticas y asesinas. Pero sigue en pie el hecho: Cristo, el Rey de la Paz, ha
venido al mundo y lo ha salvado. Ha salvado al Hombre, ha establecido Su Reino,
y Su Reino es el reino de la Paz. Adviento, para nosotros, significa aceptación
de ese comienzo totalmente nuevo. Significa una disposición para hacer que la
eternidad y el tiempo se encuentren no sólo en Cristo sino en nosotros, en el
Hombre, en nuestra vida, en nuestro mundo, en nuestro tiempo. Si hemos de
entrar en el comienzo de lo nuevo, debemos aceptar la muerte de lo viejo. El
comienzo, pues, es el fin. Hemos de aceptar el fin, antes de poder empezar. O
más bien, para ser más fieles a la complejidad de la vida, hemos de aceptar el
final en el comienzo, ambos juntos
• T. Merton, Tiempos
de Celebración.
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