Seis piedras cayeron rodando desde lo alto de la
montaña. Duras, inexorables, precisas. Un ruido seco. Dos, tres, seis golpes
duros, al zambullirse en el agua estancada de un legalismo arrogante y complaciente. Las salpicaduras
llegaron muy lejos, molestando y empapando materialmente a un gran número de personas. El agua pesada del
estanque comenzó a encresparse y se puso a hervir. La bonanza fue abatida
brutalmente por la tempestad. Un auténtico desastre, provocado por aquellas seis piedras toscas. Sí: aquel era el fin de un mundo. Ocurrió hace dos mil años. Desde el monte de las
bienaventuranzas, que se refleja en el lago de Galilea, Jesús lanzó seis piedras que dieron despiadadamente
en el blanco de nuestro bienestar, de nuestras seguridades, de nuestros cómodos egoísmos, de nuestros
penosos compromisos. Seis piedras lanzadas por la Palabra hecha carne. Seis
«pero yo os digo» de un poder irresistible, de una fuerza arrolladora, que
cambiaron para siempre el ritmo de
las cosas. «Habéis oído que se dijo a los antiguos, pero yo os digo...». Estos "pero" de Cristo señalan el paso del Antiguo al Nuevo testamento, el paso del legalismo a la ley
del amor. Del sentido humano a la divina locura de la cruz. De la prudencia al riesgo sublime de la
aventura. Del orden formalista al escándalo evangélico. No es la abolición de
la ley. Sino la suprema perfección, el cumplimiento de la ley. La perfección de
la interioridad, del amor. Un amor cuya única medida es no tener medida. Los hombres que nos decimos
honestos hemos de mirarnos bien las manos: quien acerca al altar sin haber antes perdonado a su hermano es un profanador del templo. Aquellos "pero" de Jesús hicieron
tambalearse a la justicia. Levantaron en el aire piedras seculares (y, debajo, había gusanos), quitaron
las vendas de la hipocresía y descubrieron unas llagas que ya olían mal, deshaciendo miles de
preceptos de un moralismo gris y sofocante, para abrir un camino real a la libertad de
los hijos de Dios. Los seis "pero" fueron cayendo con un
golpe seco en la charca de la costumbre, del tradicionalismo, de la honestidad barata. Pero los hombres,
para librarse de aquella molesta salpicadura, nos dimos prisa para abrir
el paraguas y, alquimistas al fin, nos pusimos a transformar, a domesticar, a dulcificar
aquella tosca e inquietante palabra de Dios. Al "pero"de Cristo opusimos nuestros propios "peros": "No matar". Bueno, sí, pero en algunas circunstancias... por
ciertos motivos... "Amarás a tu enemigo", bueno, sí, pero en ciertos
casos... Y así llenos de peros vivimos a la caza del hombre tan sólo
porque ese hombre no tiene el
color de nuestra piel, no comparte nuestras ideas o, peor aún, porque ese enemigo no cree en el Dios que
nosotros creemos. Estos ejemplos podrían multiplicarse indefinidamente... ¿No hemos intentado muchas veces neutralizar la fuerza avasalladora de los "pero" del Señor? ¿No hemos hecho tal vez todo lo posible para suavizar la dureza de aquellas palabras con la careta de
nuestro cálculo, de nuestro
equilibrio, de aquello que nos empeñamos en llamar "prudencia"? El listón es muy alto, ciertamente: "Sed perfectos..."[1]. Y nosotros nos damos prisa en añadir un pero: nuestra fragilidad humana. Y así nos colocamos fuera del
evangelio. Nos obstinamos en contraponer al "pero" de Cristo, expresión de la
novedad y de la radicalidad
evangélica, nuestros "pero" que en realidad son expresión de nuestra mezquindad y de nuestro miedo a llegar hasta el fondo. Quizá es la hora de que nos decidamos a tomar en serio ese «pero yo os digo» de Jesús [2],,la hora de tirar por la borda todos nuestros cómodos tradicionalismos, la hora de rendirnos, sin condiciones, a la novedad de Cristo: el momento de no tener miedo al evangelio • AE
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