El martirio de los siete
hermanos que escuchamos en la primera de las lecturas es especialmente
importante porque se trata del primer testimonio seguro de la fe en la
resurrección. Los hermanos son cruelmente torturados pero, ante el asombro de
los que lo hacen, ellos soportan todo esto aludiendo a la resurrección, en la
que esperan recuperar su integridad corporal. Dios les ha dado una esperanza que
nadie puede quitarles, mientras que los miembros que han recibido del cielo y
que les han sido arrancados, podrán recuperarlos en el más allá. San Pablo lo dirá con preciosas palabras:
«Una tribulación pasajera y liviana produce un inmenso e incalculable tesoro de
gloria»[1],
y esto vale no sólo para el martirio
cruento sino para todo tipo de sufrimiento. En otras palabras: cualquier cruz
que carguemos es ligera como una pluma en comparación con lo prometido. Por eso
Jesús en el evangelio deshace fácilmente el nudo ése de casuística de los
saduceos a propósito de la mujer casada siete veces. La resurrección de los
muertos será sin duda una resurrección corporal, pero como los que sean
juzgados dignos de la vida futura ya no morirán, el matrimonio y la procreación
tampoco tendrán ya ningún sentido en ella. Los transfigurados en Dios poseerán
una forma totalmente distinta de fecundidad. Si Dios es presentado como Dios de
Abrahán, de Isaac y de Jacob, es decir como Dios de vivos, entonces los que
viven en Dios son también fecundos con Dios: en la tierra en su pueblo
temporal, en el cielo con este mismo pueblo, de una manera que sólo Dios y sus
ángeles conocen[2]. «Dios no es
Dios de muertos, sino de vivos», dice el Señor en el evangelio, y esto es algo
que lo comprende nuestra lógica y lo constata nuestra experiencia. Si Dios es
amor, tiene que ser, necesariamente, vida. Porque el amor tiende a engendrar
vida. Por eso vida es la Creación. ¿Hay algo más vital que la Naturaleza, en su
constante renacer? Es vida la Providencia, que cuida de las plantas, los
pajarillos y los hombres. Es vida la Encarnación. Que lo digan los enfermos que
acudían a él acudían como a la fuente de vida, física o espiritual. Y vida fue,
paradójicamente, su misma muerte. Y es que él vino para darnos vida, y vida en
abundancia[3].
Por eso, proclamó: “Yo soy la resurrección y la vida. El que crea en mí, aunque
haya muerto, vivirá”[4]. Y todavía
añadió, como en un desafío: “Destruyan este cuerpo, y en tres días lo volveré a
resucitar". [5]
En medio de una sociedad a veces demasiado apegada a lo terrenal, la liturgia
de este domingo nos invita a guardar silencio y a alzar
la mirada; a recordar cuál es la meta del camino. Ciertamente no sabemos cómo es el
más allá, pero creemos en las palabras de Cristo Jesús, el Maestro, que nos asegura que los que están cerca de él, vivirán para siempre • AE
[1] 2 Cor 4,17.
[2] H. U. Von Balthasar, Luz de
la Palabra. Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C, Encuentro, Madrid
1994, p. 294 ss.
[3] Cfr Jn 10,
10.
[4] Id., 11, 25.
[5] Id., 2,
13-25.
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