Transformados y fecundos (XXXII Domingo ordinario. Ciclo C)



El martirio de los siete hermanos que escuchamos en la primera de las lecturas es especialmente importante porque se trata del primer testimonio seguro de la fe en la resurrección. Los hermanos son cruelmente torturados pero, ante el asombro de los que lo hacen, ellos soportan todo esto aludiendo a la resurrección, en la que esperan recuperar su integridad corporal. Dios les ha dado una esperanza que nadie puede quitarles, mientras que los miembros que han recibido del cielo y que les han sido arrancados, podrán recuperarlos en el más allá. San  Pablo lo dirá con preciosas palabras: «Una tribulación pasajera y liviana produce un inmenso e incalculable tesoro de gloria»[1], y esto  vale no sólo para el martirio cruento sino para todo tipo de sufrimiento. En otras palabras: cualquier cruz que carguemos es ligera como una pluma en comparación con lo prometido. Por eso Jesús en el evangelio deshace fácilmente el nudo ése de casuística de los saduceos a propósito de la mujer casada siete veces. La resurrección de los muertos será sin duda una resurrección corporal, pero como los que sean juzgados dignos de la vida futura ya no morirán, el matrimonio y la procreación tampoco tendrán ya ningún sentido en ella. Los transfigurados en Dios poseerán una forma totalmente distinta de fecundidad. Si Dios es presentado como Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, es decir como Dios de vivos, entonces los que viven en Dios son también fecundos con Dios: en la tierra en su pueblo temporal, en el cielo con este mismo pueblo, de una manera que sólo Dios y sus ángeles conocen[2]. «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos», dice el Señor en el evangelio, y esto es algo que lo comprende nuestra lógica y lo constata nuestra experiencia. Si Dios es amor, tiene que ser, necesariamente, vida. Porque el amor tiende a engendrar vida. Por eso vida es la Creación. ¿Hay algo más vital que la Naturaleza, en su constante renacer? Es vida la Providencia, que cuida de las plantas, los pajarillos y los hombres. Es vida la Encarnación. Que lo digan los enfermos que acudían a él acudían como a la fuente de vida, física o espiritual. Y vida fue, paradójicamente, su misma muerte. Y es que él vino para darnos vida, y vida en abundancia[3]. Por eso, proclamó: “Yo soy la resurrección y la vida. El que crea en mí, aunque haya muerto, vivirá”[4]. Y todavía añadió, como en un desafío: “Destruyan este cuerpo, y en tres días lo volveré a resucitar". [5] En medio de una sociedad a veces demasiado apegada a lo terrenal, la liturgia de este domingo nos invita a guardar silencio y a alzar la mirada; a recordar cuál es la meta del camino. Ciertamente no sabemos cómo es el más allá, pero creemos en las palabras de Cristo Jesús, el Maestro, que nos asegura que los que están cerca de él, vivirán para siempre • AE


[1] 2 Cor 4,17.
[2] H. U. Von Balthasar, Luz de la Palabra. Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C, Encuentro, Madrid 1994, p. 294 ss.
[3] Cfr Jn 10, 10.
[4] Id., 11, 25.
[5] Id., 2, 13-25.

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