La liturgia de la Palabra de
este domingo, el último del tiempo ordinario, nos ayudan a poner la mirada en Jesús.
La primera lectura y el salmo nos recuerdan el anhelo del pueblo de Israel de
tener a alguien que condujera al pueblo y le diera alegría y seguridad y el rey
David y la ciudad de Jerusalén estarán por siempre en el recuerdo del pueblo
como el momento en que este anhelo se realizó de una manera más plena. Pero
ciertamente, aquella realización era insuficiente. La segunda lectura, con
palabras gozosas y entusiastas, proclama que Jesús es quien realmente nos guía
y conduce hacia los deseos más plenos, él es el punto de referencia de toda la
humanidad liberada. Pero es en el evangelio donde mejor podemos ver quién es realmente
este Jesús en quien hemos de poner nuestros ojos: aquel que tiene como única
arma y escudo el amor, aquel que muere en la cruz por amor, aquel que en la
cruz se preocupa personalmente de aquel que está muriendo con él a su lado. El prefacio, esa oración llena
de poesía que precede la plegaria eucarística, nos invita este domingo a reflexionar sobre el
objetivo final de todo: que la humanidad se convierta en Reino de verdad y de
vida, Reino de santidad y de gracia, Reino de justicia, de amor y de paz....
¡Cuánta fuerza hay detrás de cada una de estas palabras! Y qué claro queda que no hay otra manera de llegar a él que la manera de Jesús, que es
la de vivir teniendo como única arma y escudo el amor. Uno de los detalles que
hacen del evangelio de hoy una auténtica joya, es observar con cuidado que todos
reclaman a Jesús se salve a sí mismo, considerando que el hecho de no hacerlo lo
convierte en un farsante y un perdedor. Se lo dicen las autoridades, se lo dicen los soldados,
se lo dice el otro de los dos condenados. Es la consigna.
Y, efectivamente, esta es la consigna del mundo: la medida del valor de una
persona es su capacidad de ser poderoso y prestigioso, de evitar todo tipo de fracasos. Y Jesus guarda silencio. Al final, las únicas
palabras que dice son las únicas que le interesan: el consuelo definitivo para
el ladrón arrepentido, para aquel hombre que no espera milagros sino
sólo un poco de comprensión y ternura. Esta fiesta tan entrañable y tan bonita puede y debe
conducirnos a amar más a Jesús, porque vemos que él es amor para con los
débiles de toda clase, y debe llevarnos a un buen examen de concencia, a preguntarnos valientemente cuántos esfuerzos
dedicamos a salvarnos a nosotros mismos y cuántos a los demás. El Señor no hizo valer nunca ningún
derecho, no quiso ahorrarse ninguna dificultad, no pretendió imponer ninguna
ley. Jesús se limitó a amar infinitamente, y a amar más a los desgraciados de
cualquier tipo ¿podríamos hacer tú y yo lo mismo? • AE
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