Quizá la invitación de éste
domingo sea a bajarnos, como Zaqueo, del árbol de las resignaciones, de los
remordimientos y de los miedos, y responder a esa voz que nos llama por nuestro
nombre, para reprocharnos no nuestros errores sino nuestras muchas posibilidades.
El pequeño Zaqueo pasa de la curiosidad a la fe como respuesta a alguien que ha
creído en él; alguien que ha querido ir a su casa. Zaqueo no lleva al huésped –como
hacemos nosotros- para que admire los cuadros, los muebles, las colecciones
valiosas. Desde el momento en que Cristo entra en su casa, se diría que al
propietario todo lo que tiene le fastidia, se convierte en un estorbo, un
impedimento para poder ver al Maestro. Y es así que se libera de todo. No
quiere nada que impida estar con Jesús. Para él la fe se traduce inmediatamente
en desprendimiento, en dejar a un lado la riqueza acumulada. Es así que descubre
de improviso a los otros, precisamente en el momento en que éstos murmuran cómo
Jesús ha entrado a hospedarse en casa de un pecador. Aún así Zaqueo ve
finalmente al prójimo. Un prójimo que le es hostil, sin embargo su mirada se ha
curado: ya no ve a los demás como individuos a quienes quitar todo lo posible.
Ahora ve a los otros como hermanos. Y empieza, por primera vez en su vida, a
conjugar el verbo compartir. Comienza a usar las manos no para arrebatar sino
para dar. Y es que Alguien, primero, ha logrado encontrarlo y curarlo con el
cariño de la amistad y la compañía. Fue Jesús y su amor quienes lo hicieron
bajar del árbol y empezar a vivir en medio de los demás • AE
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