Qué impresionante es El séptimo sello de Ingmar Bergman, la película que cuenta la historia del hombre aquel que regresa de las cruzadas hundido,
amargado por la experiencia de la guerra y las calamidades sufridas, y para
colmo de todo en un momento se le aparece la muerte, en una figura negra y
espigada, y lo invita a jugar al ajedrez donde aquel hombre inventa nuevas
jugadas para ir retrasando el jaque-mate
que la muerte le tiene preparado. Y es que el hombre no quiere morir, ni
siquiera pensar en que tiene que morir. Con todo los medios que disponemos, hoy
más que nunca, tratamos de retrasar lo más posible su llegada; así nos evadimos
y evitamos pensar en su llegada. Pero la muerte es una realidad que va
creciendo en nosotros y nos pasa aquello que decía Pablo a los cristianos de
Tesalónica: “os estáis entristeciendo como los hombres que no tienen esperanza”. Los textos de la liturgia
de éste día, la conmemoración de todos los fieles difuntos, nos presentan un espléndido horizonte de luz. La
Palabra de Dios, sin negar esa realidad descrita, abre ventanas y realidades
ulteriores. Así, comienza por colocar en el centro, como causa y razón de esa
visión de luz y esperanza, el hecho de la Muerte y Resurrección de Cristo, la
cual ocurrió “propter nos homines y propter nostram salutem”, como decimos en
el Credo. Luego nos recuerda que “Si por un hombre vino la muerte, por un
hombre ha venido la resurrección”[1],
y que “Si Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos”. Y desde luego
las hermosísimas palabras del libro de La Sabiduría: «La vida de los justos
está en manos de Dios y no los tocará el tormento. La gente insensata pensaba
que morían, consideraban su tránsito una desgracia (…) pero ellos están en paz»[2].
Eso es lo que tanto buscan nuestra mente y nuestro corazón: estar en paz. Alejandro
Casona escribió un poema dramático sobre la muerte y la encarnó en una dama
dulce, blanca y bellísima. La llamó «la dama del alba». Pienso que es una
hermosa alegoría de la hermana muerte, como le gustaba llamarla nuestro padre
San Francisco, y es que la muerte en Cristo lleva al cristiano al alba de un día
que no termina, justo por eso –así lo creo- el prefacio de la Misa lo dice así:
“Porque para los que creemos en ti, la vida no termina, sino que se transforma,
y al deshacerse esta morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”
• AE
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