Las tres lecturas de este domingo convergen en un
mismo interrogante: el centro de la vida humana, ¿está en la tierra?, ¿se
limita al tiempo presente? Hace pocos días celebramos a un personaje que nació
hace unos quinientos años y respondió a estas preguntas fundamentales. Iñigo de
Loyola. Nació en el seno de una familia acomodada. De pequeño no le faltó de
nada. Se sentía hijo de una estirpe noble, orgullosa de su pasado, en el que se
había distinguido por su espíritu combativo y su fidelidad al rey. Educado en
la corte, conocía bien el uso de las armas. Llevaba, así lo reconoció él mismo,
"una vida muy mundana". Su juventud fue la de un cortesano galante,
amigo de los juegos de azar, de las riñas y de las mujeres. Aspiraba a hacer
una buena carrera militar. Por eso se alistó a las órdenes del virrey de
Navarra para defender la ciudad de Pamplona contra los franceses. Allí el 20 de
mayo de 1521 resultó gravemente herido: una bala de cañón le destrozó la pierna
derecha. Si mucho le dolía la herida, más le dolió el orgullo herido. Los
franceses vencedores le dispensaron los primeros cuidados. Después fue
trasladado a su casa de Loyola, donde se constató que los huesos de su pierna
no habían soldado correctamente. El enfermo, llevado por su orgullo, exigió ser
operado de nuevo pues no se conformaba con quedar cojo para toda la vida.
Sufrió terribles dolores, estando varias veces a las puertas de la muerte. La
convalecencia se alargaba y pidió a su hermana que le cuidaba le proporcionara
libros para distraerse. Esta no tenía otros que vidas de santos. Le
impresionaron, sobre todo, la de san Francisco y la de santo Domingo.
Leyéndolas se preguntaba: ¿De qué me sirve sufrir por mantener una belleza
corporal, que tarde o temprano perderé? ¿Qué sentido tiene servir a un señor,
que tarde o temprano morirá? Como el autor del libro del Eclesiastés que hoy
hemos escuchado en la primera lectura, se decía: "¿Qué saca el hombre de
todo su trabajo y de los afanes con que trabaja bajo el sol?". Y concluía:
"Vaciedad sin sentido, todo es vaciedad". En su imaginación las
proezas militares empezaban a dejarle vacío por dentro, mientras que las obras
de los santos lo animaban. Por eso decidió hacer lo que ellos. Pensó dedicarse
a la penitencia y peregrinar a Tierra Santa para llevar una vida lo más
parecida a la de Jesús. Así fue que empezó a aspirar a los bienes de arriba, no
a los de la tierra. Se propuso despojarse de las obras de la vieja condición
humana, para revestirse de la nueva condición del que vive con Cristo. Este fue
el inicio de su conversión. Y lleno de buenos propósitos, partió Ignacio hacia
Palestina, pasando por Aránzazu, Manresa y Barcelona. Ignacio, como san
Francisco y santo Domingo a los que tanto admiraba, como todos los santos, se
tomó al pie de la letra las palabras de Jesús que recordábamos en el evangelio
de hoy: "Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado,
¿de quién será?". Y se propuso desde entonces no amasar riquezas para si,
sino hacerse rico para Dios. Así Ignacio, un hombre como nosotros, quiso
plasmar en su vida el mensaje que la palabra de Dios hoy nos ha transmitido. Hoy
es un buen día para recordar aquella escrita en su libro de los Ejercicios
Espirituales. Ayuda a meditar en el tema del desprendimiento. Hagámosla
nuestra, cada uno en su situación concreta. Dice así:
Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad,
mi memoria, mi entendimiento, y mi voluntad,
todo mi haber y mi poseer;
vos me los disteis, a Vos, Señor, lo torno;
todo es vuestro,
disponed de todo a vuestra voluntad,
dadme vuestro amor y gracia,
que ésta me basta.
Sea esta nuestra disponibilidad ahora y siempre • AE
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