Meister Eckhart explicaba a los novicios
de la orden dominicana el misterio de la Santísima Trinidad de una manera
maravillosa: «Hablando en hipérbole, cuando el Padre ríe al Hijo, y el Hijo le
responde riendo al Padre, esa risa causa placer, ese placer causa gozo, ese
gozo engendra amor, y ese amor da origen a las personas de la Trinidad, una de
las cuales es el Espíritu Santo»[1].
Desde luego que estas metáforas no sirven del todo para explicar racionalmente
el misterio del Dios uno y trino, pero nos dan una imagen del Dios en quien
creemos muy distinta de la que habitualmente está en nuestra mente: el famoso
triángulo trinitario y los fríos conceptos, tomados de la filosofía griega, de
naturaleza, persona, relación etc. El nuestro es un Dios cuyo misterio se
refleja en vivencias humanas como las de la risa, el gozo y el amor que nos
resultan más entrañables que los rígidos e intelectuales conceptos
escolásticos. Sobre estas líneas está uno de los más famosos iconos de la
Iglesia oriental. Es de mediados del siglo XV, atribuido a Andrei Rublev y que
se conserva en Moscú. Está inspirado en un pasaje del libro del Génesis, el que
narra el momento en el que Dios se releva a Abrahám[2].
Es un relato deliciosamente primitivo, en el que se mezclan el único Dios y los
tres caminantes que se acercan a Abrahám y le acaban prometiendo el hijo
deseado. La Trinidad ha tenido una gran influencia en la espiritualidad rusa.
Como dice Pavel Florensjkij:«La Trinidad se ha entendido siempre, y todavía se
la entiende así, como el corazón de Rusia: a la hostilidad y el odio reinantes
venía a contraponerse el amor recíproco, desbordante del eterno y silencioso
coloquio, en la eterna unidad de las esferas eternas». O como decía Congar:
«Tal vez la mayor desgracia del catolicismo moderno es haberse convertido en
teología y catequesis sobre el "en sí" de Dios, sin insistir al mismo
tiempo sobre la dimensión que todo ello encierra para el hombre». Es verdad:
hemos reducido el dogma de la Trinidad a un misterio que nos habla del
incomprensible «en sí» de Dios y hemos perdido de vista el «en sí» del hombre
que, al mismo tiempo, se nos manifiesta. Porque Jesús no es sólo la revelación
del «Dios, a quien nadie ha visto jamás», sino, también, la revelación del
misterio del hombre que no comprendemos. Dios está presente por su Espíritu en
todo; cada ser vivo existe en esa fuente de vida que es el mismo Dios. El
Espíritu de Dios ha sido derramado y renueva la faz de la tierra. Esta visión
de la creación, como reflejo de la vida íntima de Dios, hace al hombre más
inmerso en la creación, crea en él una actitud más de admiración que de
dominio. Es lo que expresa también el salmo de hoy: «¡Qué admirable es el
nombre y la presencia de Dios en toda la tierra!»[3].
Es lo que reflejaban también el canto de las criaturas de Francisco de Asís y
«las montañas y los valles solitarios, nemorosos» de san Juan de la Cruz[4].
Por eso tenemos que volver a la risa, al placer, al gozo y al amor de Dios, o
al viejo icono ruso, para comprender al hombre y su relación con el mundo[5].
Allí, en nuestra antigua sabiduría podemos encontrar también reflejado el misterio
de la Trinidad, el misterio más íntimo de Dios, el misterio del hombre, el
mismo misterio del mundo • AE
[1] Eckhart de Hochheim
(Turingia, c. 1260 – c. 1328), es llamado
Meister en reconocimiento a los títulos académicos obtenidos durante su
estancia en la Universidad de París. Fue maestro de teología en París en
diversos períodos y ocupó varios cargos de gobierno en su Orden, mostrándose
especialmente eficiente en su asistencia espiritual a la rama femenina dominica.
Fue el primer teólogo de la Universidad de París en ser sometido a un proceso
por sospecha de herejía. Condenadas algunas proposiciones de su obra por Juan
XXII, fue rehabilitado por la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1992.
[2] «Junto al encinar de Mambré, mientras estaba sentado a la puerta de su
tienda, porque hacía calor. Abrahán alzó la vista, vio a tres hombres de pie
frente a él y les dijo: «Señor, si he alcanzado tu favor, no pases de largo
junto a tu siervo». (Gen 18,2).
[3] Sal 8.
[4] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual. Canciones entre el alma
y el esposo.
[5] J.
Gafo, Dios a la vista. Homilías sobre el
ciclo C, Madrid, 1994, p. 183 ss.
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