La transfiguración de Jesús en el Tabor termina con la voz del Padre que
dice que escuchen a su hijo. Hoy, cuando la liturgia nos propone este evangelio
para celebrar el segundo domingo del tiempo de Cuaresma ¿Qué tan preparados
estamos para hacerlo? Pasamos años aprendiendo a hablar, a leer y a escribir, pero
rara vez nos detenemos en la importancia del arte de escuchar. Escuchar supone
cercanía, empatía. Es un acto de respeto: el otro es ahora el más importante,
mi tiempo y mi energía se concentran en él. Escuchar es un acto de prudencia y por
ello de inteligencia. El arte de escuchar exige grabar, en la mente y en el
corazón, las palabras, las miradas, los silencios del que nos habla. Todo
cuenta. Un obstáculo en el arte de escuchar es el ruido, tanto exterior como
interior. Saber escuchar al hombre es indispensable para saber escuchar a Dios.
Dios suele hablarnos a través de sus creaturas. Si Jesús es la Palabra, el
camino para entenderlo es escucharlo. La Palabra habla en la Iglesia. Habla en
la Creación. Habla en las circunstancias, en los signos de los tiempos. Y habla
también en el propio corazón: allí tiene su morada. Escuchar a Dios es sinónimo
de escuchar e interpretar fielmente la voz de la conciencia moral. Y también
aquí vale la importancia del silencio exterior e interior. Cuando oramos, en privado o en la celebración litúrgica,
decimos: “escúchanos Señor”, o “Te rogamos, óyenos”. Esta súplica es como una
calle de doble sentido: exige reciprocidad: “Escuchen a mi Hijo, mi Elegido”.
Jesús está siempre hablándonos. Si suplicamos conocer su voluntad, recibiremos
una respuesta, clara y oportuna ¿Estamos listos y abiertos para recibirla? Quizá
podríamos empezar -y hoy es un buen día- por escuchar, antes que su voz, el corazón
del Señor que late por cada uno de nosotros y que está presente en la
celebración de la Eucaristía, aun cuando estemos distraídos, aun cuando no
pongamos mucha atención ¿alcanzar a oir el latido de tu propio corazón? Inténtalo.
Es posible • AE
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