La narración de las tentaciones del Señor que escuchamos en este primer domingo de Cuaresma en el
evangelio, recogen de una manera esquemática todas las posibles tentaciones a
las que tendremos qué enfrentarnos en algún momento de ésta vida. En la primera de ellas Jesús es
tentado para poner a su propio servicio el poder de hacer milagros. Jesús vino
al mundo para ser uno de nosotros, para soportar
todas nuestras miserias y solidarizarse con nuestra suerte, no para
vivir una vida llena privilegios, sino para mostrar precisamente en su debilidad
humana la fuerza de Dios. Si Jesús hubiera convertido las piedras en pan y así saciado el hambre se hubiera apartado de esta misión. Aquí
hay un cierto eco aquella tentación, la de Adán y Eva, la tentación de salir
adelante en la vida y de alcanzar la divinidad en contra de la voluntad de
Dios. Se trata de la tentación de la autonomía del hombre que quiere vivir como Dios,
sin someterse a la voluntad del Padre. La segunda tentación es la de usar Palabra y de disponer de ella caprichosamente. Es la tentación de la magia, la de usar a Dios a nuestro servicio. Y es también la
tentación de un espiritualismo exagerado que entiende la providencia como un
recurso del que siempre puede echarse mano, incluso cuando no se han agotado
todavía todas las posibilidades humanas. Y después de esta surge la tercera
tentación: la del poder. El mundo que el demonio presenta es vano, pero no por
ello menos atrayente. A cambio de ese mundo, pide que Jesús renuncie a su
dignidad y se le someta. Esta es la tentación que el hombre, a
pesar de su dignidad, siente una y otra vez de poner en venta todos sus valores
humanos, a cambio del poder. Las tres tentaciones se repiten una y otra vez en
la vida del Cristiano. ¿Cuándo no
ha sentido la Iglesia la tentación de renunciar a la gracia de Dios y a la
obediencia confiada en la Palabra para resolver los problemas del pan de los hombres? Renunciar a vivir de la palabra
de Dios y pretender la salvación por un simple esfuerzo humano sería caer en la
primera tentación. ¿Cuándo no ha
sentido la Iglesia la tentación de encerrarse en sí misma esperando que todos los problemas humanos queden
resueltos por Dios? Y por último ¿acaso no siente la Iglesia una y otra vez la
tentación de ceder a los privilegios a cambio de renunciar a la sinceridad y la
autenticidad del Evangelio, a su deber profético de denunciar la injusticia y
de servir a la palabra de Dios? Y lo mismo ocurre en la vida de los cristianos.
También nosotros corremos el riesgo de querer hacerlo todo, incluso de alcanzar
la salvación sin contar con la voluntad de Dios, con la gracia. En un mundo tan lleno de tecnología corremos el riesgo de querer alcanzar la salvación con un sencillo click. Acabamos
de iniciar la Cuaresma. A lo largo de estos cuarenta días vamos a ser probados por Dios, pero no ha de faltarnos su gracia, pero no podemos perder de vista que el tiempo de la gracia es también el tiempo de la
decisión, y que el tiempo de la decisión es también el tiempo de la
tentación. Sursum Corda! • AE
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