Dentro de cada uno de nosotros hay un mundo casi
inexplorado que muchos hombres y mujeres no llegan siquiera a sospechar. Muchos
hermanos nuestros viven sólo desde fuera. Ignoran lo que se oculta en el fondo
de su ser. No es el mundo de los sentimientos o los afectos. Es un país más profundo y misterioso. Se llama
interioridad. Justo ahí nacen las preguntas más simples y elementales del ser humano:
¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Por qué estoy vivo?
¿Para qué? ¿En qué terminará todo esto? Preguntas que nos ponen delante del
misterio de la vida. Muchos
incluso no tienen tiempo –ni ganas- para hacerse estas preguntas. Y para adentrarnos en ese mundo de «las preguntas últimas» de la
vida, se necesita una cierta calma y silencio. La agitación, las prisas o el
exceso de actividad impiden escuchar el interior. Nos hace falta todos los
días, como dice P. Loidi, «un buen rato de inactividad para adentrarnos
descalzos en nuestro mundo interior». Muchos nos preguntamos qué podemos hacer
de manera habitual para encontrarnos con Dios. Sin duda todo puede ayuda, pero
no perdamos de vista que el viaje comienza desde dentro, no desde fuera. Tal
vez, la mejor manera de escuchar la palabras del Bautista y preparar los
caminos del Señor sea hacer silencio en nosotros, escuchar esas preguntas
sencillas pero profundas que brotan desde nuestro interior, y estar más atentos
al misterio que nos envuelve y penetra por todas partes[1].
Decía san Anselmo: «Ea, hombrecillo, deja un momento tus ocupaciones
habituales, entra un instante en ti mismo, lejos de tus pensamientos. Arroja
fuera de ti las preocupaciones agobiantes; aparta de ti tus inquietudes
trabajosas. Dedícate algún rato a Dios y descansa siquiera un momento en su
presencia». Esto es justo lo que le pedimos al Espíritu en ésta tarde, cuando
la Iglesia enciende sus lámparas para celebrar el segundo Domingo del tiempo de
Adviento • AE
[1] J. A. Pagola, Sin Perder la Dirección. Escuchando a San
Lucas. Ciclo C. San Sebastián, 1994, p. 11 y ss.
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