Amar
no es firmar un documento, por importante que sea, y olvidarlo después en el
fondo de un cajón. Amar no es apuntarse a una idea; ni inscribirse a un club
para ir algunas de cuando en vez. Ni siquiera es amor esa compasión pasajera
que, a lo mejor, es capaz de arrancarnos unas lágrimas. El amor nace más hondo
y llega mucho más lejos. Hace que toda la vida tenga una luz diferente. Nos
afecta a los ojos, y a la mente, y desde luego al bolsillo. Al que ama, se le
nota siempre: respira amor, contagia amor. “Las palabras que hoy te digo
quedarán en tu memoria, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas
estando en cama y yendo de camino, acostado y levantado'. Está hablando del que
ama a Dios 'con todo el corazón, con toda el alma, con todas sus fuerzas”. Todo auténtico amor tiene en Dios su
fuente. Dios es amor, y la creación entera no es más que un poco de ese amor,
que a Dios se le derrama. Por eso el amor es tan bonito: es que
se parece a su padre Dios. No extraña, pues, que el Señor haya colocado al amor
como centro de todo. Para los que somos creyentes, amar a Dios es el único
valor absoluto en la vida. Todo lo demás, absolutamente todo, tendrá la luz que
reciba de esa luz total: lucirá más, si nos lleva a amarle a Él; estará apagado,
si nos aleja de Él. Es el rayo de luz que atraviesa el vitral. Dios, para el que cree, es el centro indiscutible de la
vida. Para los que creemos, las demás personas son imagen de Dios; un reflejo
tan claro de Él, que sera imposible dejar de amarlas sin, por ello, estar
dejando de amar a Dios. Ésta es la razón de que el amor a Dios y al prójimo
estén tan estrechamente unidos en todas las páginas de la Biblia: forman un
único mandamiento. El culto a Dios viene detrás, mucho después. Es el amor a
Dios, y al hermano, el que le da valor; de tal manera, que, sin ese amor, el
culto se tornaría vacío, hipócrita. ¿Cómo va a tener valor el humo del
incienso, si parte de un corazón que no ama? De ahí que el escriba del
Evangelio se gane un piropo del Señor: “No estás lejos del Reino de Dios”. Había
dado en la diana, al decir que amar a Dios y al prójimo “vale más que todos los
holocaustos y sacrificios”. Sin olvidar que, donde dice 'sacrificios', hoy
tendríamos que traducirlo por 'misa', o 'romería', o 'casarse por la Iglesia':
todo eso debe estar avalado por el amor; carecería absolutamente de sentido,
estaría apagado y muerto, si viniera de un corazón que no amase a Dios y a los
hermanos[1].
Y desde luego no puede haber amor de quita y pon. Al amor hay que darle las
llaves de la casa, de toda la casa: para que se instale plenamente en ella, y,
desde ella, lo vaya transformando todo, lo vaya iluminando todo • AE
[1] J. Guillén
García, Al Hilo de la Palabra. Comentario a las lecturas de domingos y fiestas,
ciclo B, Granada 1993, p. 172 ss.
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