La enseñanza de Jesús sobre
la humillación y la cruz es quizá a la que nos resistimos con mayor
obstinación. Mientras Jesús camina pensando en los sufrimientos que le esperan,
los discípulos van detrás discutiendo sobre quién de ellos era el más
importante. Jesús mismo había hecho sus distinciones entre ellos: primacía a
Pedro en Cesárea, subida al monte de la transfiguración e ida a la casa de Jairo
con Pedro, Santiago y Juan pero luego pondrá las cosas en su sitio: llamará a
un niño y lo colocará en medio de los discípulos, en un gesto, como solían
hacer los antiguos profetas, para hacerlo centro de atención y modelo para los
apóstoles. Y nos pasa lo mismo que a los apóstoles, nos repugna el fracaso, la
humillación, la cruz. No acabamos de entender el simbolismo del grano de trigo
que tiene que morir para que haya espiga; una espiga que el grano nunca verá[1].
La resurrección tiene una dificultad muy seria para creer en ella: que viene
siempre después de la muerte (como la espiga del grano), y nos resistimos a
morir a nosotros mismos. Los cristianos de hoy no admitimos ni a un Dios sin
gloria ni a un jefe sin prestigio. Nos las hemos ingeniado para camuflar la
realidad de Jesús crucificado y hasta inventándonos un Dios que compense
nuestras limitaciones: como somos míseros, nos imaginamos un Dios rico; como
somos débiles y sufrimos, necesitamos un Dios fuerte e impasible. Olvidamos que
Jesús desacralizó el poder, la autoridad, el dominio, el prestigio, el dinero y
nos enseñó que para llegar a Dios es imprescindible rechazar todas esas cosas,
que basta con amar y servir cada día un poco más, que podemos imitar al
Padre, parecernos cada vez más a él, sin salirnos de las ocupaciones diarias,
sin cambiar de lugar. Que la omnipotencia de Dios, en fin, es de amor, no de fuerza
y de autoridad, que podemos lograr más unas gotas de miel que con un barril de hiel • AE
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