El
texto de la carta a lo efesios que escuchamos en la segunda lectura de éste
domingo resulta siempre incomodísimo (sic) de comentar; a much@s les molesta el que el apóstol hable de
un sometimiento de la esposa al marido, por tanto no me voy a ir por ahí.
Quisiera quedarme en la siguiente frase -Maridos,
amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia- y que el amor por la
Iglesia de todos los que celebramos la Eucaristía éste domingo fuera así, como el de Cristo por su Esposa, la Iglesia Católica. Escribo esto habiendo leído durante muchos días
noticias relacionadas con el Informe del gran jurado de Pensilvania (Estados
Unidos) y me viene a la cabeza el texto aquel –bien conocido por cierto- de
Carlo Carreto: «Qué cuestionable eres, Iglesia, y sin embargo ¡Cuánto te quiero!
¡Cuánto me has hecho sufrir, y sin embargo cuánto te debo! Quisiera verte
destruida, y sin embargo necesito tu presencia. Me has dado muchos escándalos,
y sin embargo me has hecho entender la santidad. No he visto nada más
oscurantista en el mundo, más complejo, más falso y no he tocado nada más puro,
más generoso, más bello. Cuántas veces he querido cerrarte la puerta de mi alma
en la cara y cuántas veces he rogado morirme entre tus brazos seguros. No, no
puedo liberarme de ti, porque soy tú, a pesar de no ser completamente tú. Además, ¿a dónde iría? ¿A construirme otra iglesia? No podría construirla más que con los
mismos defectos que llevo dentro. Y si la construyo, sería
mi Iglesia, pero no la de Cristo. Estoy suficientemente viejo para entender que no
soy mejor que los demás»[1].
Los periódicos de los últimos días están lleno de críticas, burlas y reclamos
hacia la Iglesia Católica de los Estados Unidos. “Dejo la Iglesia porque ya no
es creíble”, dice un titular del New York
Times. La verdad es que
ninguno de nosotros es creíble mientras esté sobre esta tierra. La credibilidad
no es de los hombres, es sólo de Cristo. ¿Quizá la Iglesia de ayer
era mejor que la de hoy? ¿Quizá la Iglesia de Jerusalén era más creíble que la
de Roma? ¿Cuando Pablo llegó a Jerusalén llevando en el corazón su sed de
universalidad, quizá que los discursos de Santiago sobre la circunsición, o la
debilidad de Pedro que estaba con los ricos de entonces y que escandalizaba al
comer sólo con los puros, podrían crearle dudas sobre la veracidad de la
Iglesia, que Cristo había fundando fresca, y hacerle venir ganas de ir a fundar
otra en Antioquía o en Tarso?[2]
¿Quizá a santa Catalina, al ver al Papa que hacía una política sucia contra su
ciudad, podía ocurrírsele la idea de ir a las colinas de Siena y hacer otra Iglesia más transparente que la de Roma tan espesa,
tan llena de pecados y corrupción? ¿Y los Borgia? Tengo para mi que la
Iglesia tiene el poder de darme la santidad y está hecha completamente, desde
el primero hasta el último, de puros pecadores, ¡y de qué calibre! Tiene la fe
omnipotente e invencible de renovar el misterio eucarístico, y está compuesta
por hombres débiles que andan a tientas en la oscuridad y se baten cada día
contra la tentación de perder la fe. Lleva un mensaje de pura transparencia y
está encarnada en una pasta sucia, como sucio es el mundo. Habla de la
benignidad de su Maestro, de su no violencia, y en la historia ha mandado
ejércitos a terminar con lo infieles ¿Ya se nos olvidó el célebre “¡Matadlos a todos.
Dios reconocerá a los suyos?”[3].
En mis años del seminario me costaba entender por qué Jesús, a pesar de la
negación de Pedro, lo quiso su sucesor, el primer papa. Ahora ya no me
sorprende y comprendo cada vez mejor que haber fundado la Iglesia sobre la
tumba de un traidor, de un hombre que se asusta por las habladurías de una
sirvienta, era una advertencia continua para mantener a cada uno de nosotros en
la humildad y en la conciencia de la propia fragilidad[4].
Yo no me voy de la Iglesia fundada sobre una roca tan débil, porque fundaría
otra sobre una piedra aún más débil que soy yo. Y si las amenazas son tantas y
la violencia del castigo tan grande, más son las palabras de amor y más grande
es su misericordia. Diría, al pensar en la Iglesia y en mi pobre alma, que Dios
es más grande que nuestra debilidad. Y luego ¿cuánto cuentan las piedras? Lo
que cuenta es la promesa de Cristo, lo que cuenta es el cemento que une a las
piedras, que es el Espíritu Santo. Sólo el Espíritu Santo es capaz de hacer la
Iglesia con piedras que no han sido cortadas como nosotros. Y el misterio está
aquí. Este amasijo de bien y mal, de grandeza y de miseria, de santidad y de
pecado que es la Iglesia, en el fondo soy yo. Cada uno de nosotros puede sentir
con estremecimiento y con infinita alegría que lo que pasa en la relación
Dios-Iglesia es algo que sucede íntimamente. En cada uno de nosotros viven las
amenazas y la dulzura con la que Dios trata a su pueblo de Israel, la Iglesia.
A cada uno de nosotros nos dice: Yo te
desposaré conmigo para siempre[5],
pero al mismo tiempo nos recuerda nuestra realidad: De la impureza de tu inmoralidad he querido purificarte, pero tú no te
has dejado purificar de tu impureza. No serás, pues, purificada hasta que yo no
desahogue mi furor en ti[6].
El perdón de Dios, cuando nos toca, vuelve transparente a Zaqueo, el publicano,
y limpia a Magdalena, la pecadora. Es como si el mal no hubiera podido tocar la
profundidad más íntima del hombre. Es como si el Amor hubiera impedido dejar
pudrirse el alma lejana del amor. Halló
gracia en el desierto el pueblo que se libró de la espada, nos dice Dios a
cada uno de nosotros y continúa: Con amor
eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti. Volveré a edificarte y
serás reedificada, virgen de Israel[7].
Nos dice "vírgenes" aunque vengamos de la enésima prostitución del cuerpo, del
espíritu y del corazón. En esto, Dios es verdaderamente Dios, es decir, el
único capaz de hacer las cosas nuevas[8]. En otras palabras: si Dios puedo hacer los cielos y la tierra nuevos, ¡Cuánto más no podrá hacer con nuestros corazones! Este es el trabajo de Cristo, y Cristo está en la
Iglesia • AE
[1] Carlo Carreto nació en Alejandría
en 1910. En 1953
entró a formar parte de la Fraternidad de los Hermanitos de Jesús, de la
familia Carlos de Foucauld. En 1954, marchó a hacer su noviciado en El Abiodh
Sidi Cheikh en Argelia, en donde, permaneció durante diez años, compartiendo su
vida en fraternidad en el Sahara, en la zona de Tamanrasset. Este periodo fue
una experiencia profunda de vida interior y de oración, en el silencio y en el
trabajo, que marcaría toda su vida y sus actividades posteriores. Murió, después de varios años de enfermedad, en la noche del 4 de octubre de 1988.
[2] Cfr. Hech, 15.
[3]
“Caedite eos. Novit enim Dominus qui sunt eius” frase pronunciada, según
algunos historiadores, por Amalarico, abad, inquisidor, legado papal y arzobispo francés durante el sitio de la ciudad francesa de Béziers, en
julio de 1209, en la cruzada albigense.
[4]
Mt 26.31-35; Mc 14, 27-31; Jn. 13, 36-38.
[5] Os 2,21.
[6] Ez 24,23.
[7] Jer 31, 3-4.
[8] Cfr. Apoc 21, 5.
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