A la mitad del mes de agosto estalla la alegría en la
liturgia de la Iglesia. La alegría de la Pascua, la alegría por la resurrección
de Jesús, se renueva ahora al celebrar la Asunción de la Virgen María. Ella, la
madre de Jesús, sube al cielo en cuerpo y alma y para siempre. Ella es la
confirmación definitiva de que nuestra esperanza tiene sentido. De que esta
vida, aunque nos parezca que está enferma de muerte, está en realidad ¡llena de
vida! De la vida de Jesús Resucitado que se manifiesta en primer lugar, en su
madre María Santísima. El Magníficat, ese texto lleno de alegría hoy se
proclama en el Evangelio, es un cántico de alabanza, de acción de gracias, pero
también una advertencia: en él, María, llena de confianza, anuncia que Dios se
ha puesto a favor de los pobres y desheredados de este mundo, que la presencia
de Dios cambia totalmente el orden del mundo: derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes. No es esto a lo que estamos acostumbrados. Tampoco
era lo común en tiempos de María. La vida de Dios es para todos, pero los
humildes y los que nada esperan serán los primeros en comprender que la
salvación viene de Dios y así es que están abiertos a acogerla. Aquellos que
que se sienten seguros con lo que tienen, esos quizá lo pierdan todo. María
supo confiar y estar abierta a la promesa de Dios, confiando y creyendo más
allá de toda esperanza. Hoy la Virgen anima nuestra esperanza a transformar
este mundo, a hacerlo más habitable, más fraterno; un sitio donde todos
tengamos un puesto en la mesa que nos ha preparado Dios. Hoy la Virgen nos
anima a la alabanza y acción de gracias, a mirar a la realidad con gratitud,
con ojos nuevos, y a descubrir la presencia de Dios a nuestro alrededor. En
menos palabras: a que cantemos junto con ella las grandezas del Señor • AE
No hay comentarios:
Publicar un comentario