Revístanse del nuevo yo, creado a imagen de Dios en la
justicia y en la santidad de la verdad. Es
el consejo de San Pablo a los cristianos de Éfeso[1].
Invertimos fortunas en operaciones estéticas y en tratamientos para eliminar
arrugas, grasas y tratar de arreglar envejecimientos que vienen con el natural
paso de los años y en vestir a la última moda y en viajar como si el mundo se fuese
a acabar. En realidad, sí que se va a acabar, pero ¿vale la pena vivir así? Con
todo, hay un modo, -que no moda, - de mantenerse en eterna juventud: vistiendo
la nueva condición humana creada a imagen de Dios, el eternamente joven: la
justicia y santidad verdaderas. Frente a lo mucho que gastamos para estar en forma,
están el hambre y la necesidad de millones de personas, de esos que viven en lo
que muchos llaman “tercer mundo”, (si bien en humanidad muchas veces supera al
primero, tan injustamente insolidario). Y más grave aún es el hambre de vida
autentica, de sentido de lo sagrado, de sentido lo trascendente. La respuesta a
todas las insatisfacciones que los humanos llevamos por dentro nos la da el
Señor en el evangelio de este domingo: Yo
soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre y el que cree en mí nunca
tendrá sed[2]. Hoy
por hoy buscamos a toda costa ser libres, pero nadie nos dice que la libertad -y
la paz, y la alegría- no está en el consumismo, ni en el vivir sin compromisos.
La paz está donde está el Espíritu del
Señor[3].
El diagnostico que alguien podría hacer de nosotros los cristianos sería que no
somos ni felices ni libres, que como los israelitas soñamos con las ollas de
carne y el pan de Egipto[4],
¿cuándo será el momento de volver a Jesús y de encontrarnos con Él? ¡Cuánto
bien nos hace volver a leer las palabras del santo Padre Francisco al comienzo
de su Evangelii Gauidum! «Invito a cada
cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora
mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de
dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón
para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda
excluido de la alegría reportada por el Señor». Al que arriesga, el Señor no lo
defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya
esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a
Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor,
pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito.
Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores».
¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más:
Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de
acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete»
nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus
hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este
amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a
empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede
devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos
declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos
lanza hacia adelante!»[5] •
AE
[1] Efe 4, 17.20-24.
[2] Jn 6, 24-35.
[3] 2 Cor 3, 17
[4] Cfr. Ex 16, 2-4. 12-15.
[5] Papa Francisco, exhortación apostólica
Evangelii Gaudium, n. 3. El texto completo
puede leerse aquí: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_exhortations/documents/papa-francesco_esortazione-ap_20131124_evangelii-gaudium.html
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