Hay días y horas en que la memoria de los cristianos se dirige con
particular atención hacia la Eucaristía, los jueves recordamos que fue un
jueves cuando el Señor instituyó la Eucaristía, y diariamente, cuando cae el
sol y la Iglesia enciende sus lámparas para rezar las Vísperas, volvemos a
recordar «aquel sacrificio vespertino que fue entregado por nuestro Salvador
mientras cenaba con los Apóstoles, cuando inició los misterios sagrados de la
Iglesia, o que él mismo ofreció al Padre por el mundo entero en la tarde del
día siguiente, sacrificio que inauguraba la etapa última de toda la historia».
Y este recuerdo se vuelve especialmente importante en dos ocasiones, en dos
jueves concretos: el Jueves Santo, en la misa vespertina de la Cena del Señor –lo
celebramos hace unos cincuenta días- y en la solemnidad del Cuerpo y de la
Sangre de Cristo que celebramos hoy. El Jueves Santo contemplamos el misterio
eucarístico desde el don que Jesús nos hace, hoy lo hacemos desde la recepción que nosotros hacemos, es
decir, hoy reconocemos la eucaristía como
alimento de peregrinos, como verdadero pan de los hijos; como sacramento por
medio del cual Cristo está siempre realmente presente entre nosotros, por eso
lo adoramos, bendecimos y agradecemos. Hoy podríamos detenernos un momento y
pensar que a la Eucaristía no vamos como a recibir un premio, ni a una visita
de etiqueta, sino a un encuentro personal con el Señor, a poner delante de él
sueños, esperanzas, ansiedades, alegrías y tristezas. A hablar como con el
mejor de nuestros amigos y a dejarnos mirar por él. «Juan el Evangelista recoge
en su Evangelio incluso hasta la hora de aquel momento que cambió su vida. Sí,
cuando el Señor a una persona le hace crecer la conciencia de que es un
llamado…, se acuerda cuándo empezó todo esto: «Eran las cuatro de la tarde»[1].
El encuentro con Jesús cambia la vida, establece un antes y un después. Hace
bien recordar siempre esa hora, ese día clave para cada uno de nosotros en el
que nos dimos cuenta, en serio, de que “esto que yo sentía” no eran ganas o
atracciones sino que el Señor esperaba algo más. Y acá uno se puede acordar:
ese día me di cuenta. La memoria de esa
hora en la que fuimos tocados por su mirada. Las veces que nos olvidamos de
esta hora, nos olvidamos de nuestros orígenes, de nuestras raíces; y al perder
estas coordenadas fundamentales dejamos de lado lo más valioso: la mirada del
Señor: “No padre, yo lo miro al Señor en el sagrario”— Está bien, eso está bien
pero sentáte un rato y dejáte mirar y recordá las veces que te miró y te está
mirando. Dejáte mirar por él. Es de lo más valioso que un consagrado tiene: la
mirada del Señor»[2]
• AE
[1] v. 39.
[2] VIAJE
APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD FRANCISCO A CHILE Y PERÚ, (15-22 DE ENERO DE 2018),
ENCUENTRO CON SACERDOTES, RELIGIOSOS/AS Y SEMINARISTAS DE LAS CIRCUNSCRIPCIONES
ECLESIÁSTICAS DEL NORTE DE PERÚ. DISCURSO DEL SANTO PADRE. Colegio Seminario
San Carlos y San Marcelo (Trujillo). El discurso completo puede leerse aqui: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/events/event.dir.html/content/vaticanevents/es/2018/1/20/clero-trujillo-peru.html
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