Para explicar el nacimiento del Mesías, san Mateo inserta una interesante
genealogía al inicio de su evangelio, y lo hace quizá indicar que Jesús es el
Hombre entre los hombres y que es solidario con ellos, que en el árbol genealógico del Mesías hay de
todo: un idólatra convertido (Abrahán) y todo tipo de clases sociales:
patriarcas, esclavos en Egipto, un pastor que se convierte en rey (David) y un
sencillo carpintero, José, a quien Dios encarga la tarea de cuidar a su criatura
más perfecta –María- y a su propio hijo Jesús. En esa misma genealogía, aparte
de María su madre, Mateo habla de cuatro mujeres que resultan especialmente
escandalosas: Tamar, de quien sabemos se prostituyó[1],
Rut, que era extranjera, Rahab extranjera y también prostituta[2], y
Betsabé, la mujer de de Urías, de la que conocemos bien la historia[3]. Dicho
de otra forma: en el linaje del Señor no hay pureza de sangre; él forma parte
de una humanidad que no es así muy como para presumir. Dios pone todo tipo de
personas alrededor de Jesús, y pone a José, como el que lo ha de cuidar. Engendrar,
en el lenguaje bíblico, significa transmitir no sólo el propio ser, sino también
la propia manera de ser y de comportarse. El hijo es imagen de su padre. Por
eso, la genealogía se interrumpe bruscamente al final. José no es padre natural
de Jesús, sino solamente legal. Es decir, a Jesús pertenece a toda la tradición
anterior, pero él no es imagen de José; no está condicionado por una herencia
histórica o genética, su único Padre será Dios, y su ser y sus obras reflejarán
los de Dios mismo, pero José forma parte de esta descendencia de David, de esta
casa de Dios. Es –junto con María- el último eslabón de la cadena, la que
conecta con el Salvador que el pueblo esperaba. Así es que nada de templos
espléndidos, ni de sabios y prudentes: los primeros misterios de la salvación
fueron confiados a personas sencillas, como José. La historia ha seguido su
curso, y el misterio de la salvación fue confiado por Jesús a la Iglesia, a
esta sociedad de hombres y mujeres, de la cual formamos parte, nosotros que tampoco
somos especialmente ejemplares. El camino de la Iglesia –y el de todos los que
en ella estamos- tendría que ser un camino de fe, de confianza, como el de
José. Es verdad que Dios nos lleva por caminos desconocidos e inesperados que
con frecuencia nos desconciertan sin embargo es Él quien conduce la historia de
la salvación y quine le da sentido a todo, aunque a ratos el panorama parezca
demasiado obscuro • AE
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