El Señor no era lo que hoy diríamos un exégeta, es decir, alguien especializado
en comentar la Escritura. Su palabra clara, directa, auténtica, tenía otra
fuerza, diferente, y que el pueblo supo inmediatamente percibir. El de hoy no
es un discurso sin más, y tampoco una instrucción. Su palabra es una llamada,
un mensaje vivo que provoca impacto y se abre camino en lo más hondo de quienes
lo escuchan. El pueblo queda asombrado porque
no enseña como los letrados sino con autoridad. Esta autoridad no está ligada
a ningún título o poder social. No proviene tampoco de las ideas que expone o
la doctrina que enseña. La fuerza de su palabra es él mismo, su persona, su
espíritu, su libertad. Jesús no es «un vendedor de ideologías» ni un repetidor
de lecciones aprendidas de antemano. Es un maestro de vida que pone a quien lo
escucha delante de las cuestiones más decisivas y vitales. Es alguien que
enseña a vivir. Hoy por hoy las nuevas generaciones no encuentran maestros de
vida a quienes escuchar. ¿Quiénes son sus modelos? ¿Qué autoridad pueden tener
las palabras de muchos políticos, dirigentes o responsables civiles y
religiosos, si no están acompañadas de un testimonio claro de honestidad y
responsabilidad personal? Además ¿qué vida pueden encontrar nuestros jóvenes en
una enseñanza mutilada, que proporciona datos, cifras y códigos, pero no ofrece
respuesta alguna a las cuestiones más inquietantes del corazón humano? Difícilmente
ayudará a crecer a los alumnos una enseñanza reducida a información científica
en la que el profesor puede ser sustituido por una computadora y un libro por
una tableta electrónica. Hoy más que nunca necesitamos profesores de
existencia, hombres y mujeres que enseñen el arte de abrir los ojos,
maravillarse ante la vida e interrogarse con sencillez por el sentido último de
todo. Maestros que, con su testimonio personal de vida, siembren inquietud,
contagien vida y ayuden a plantearse preguntas y a encontrar respuestas. Tengo una
gran amiga que vive en un país lejano donde el cristianismo aún es perseguido,
y cuestionado y se va abriendo paso entre sus miles de millones de habitantes,
con mucho esfuerzo. Ella es catequista y chef. Y con sus palabras y sus
galletas pone enfrente de los pequeños las verdades de la fe y los anima a que
se hagan preguntas ¡maravilloso testimonio! A. Robin escribía hace no mucho
tiempo: «Se suprimirá la fe en nombre de la luz; después se suprimirá la luz.
Se suprimirá el alma en nombre de la razón; después se suprimirá la razón. Se
suprimirá la caridad en nombre de la justicia; después se suprimirá la
justicia. Se suprimirá el espíritu de verdad en nombre del espíritu crítico;
después se suprimirá el espíritu crítico». ¿Hacia allá vamos? El Evangelio no es algo inútil o
prescindible, en realidad es, para una sociedad que corre el riesgo de caminar
por esos caminos, la brújula que guía, la luz que ilumina, el fuego que
calienta, la paz que sana. Y que alegra[1] •
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