No entrarán en mi descanso. Canta el salmista éste domingo. Estas son de
las palabras más temibles que jamás te he escuchado, Señor. La prohibición de
entrar en tu descanso. Pienso en la belleza y la profundidad de la palabra
«descanso» cuando se aplica a ti, y comienzo a comprender la desgracia que será
quedar excluido de él. Tu descanso es tu divina satisfacción al acabar la
creación de cielos y tierra con el hombre y la mujer en ellos, tu mandamiento
del sábado de alegría y liturgia en medio de una vida de trabajo, tu eternidad
en la gloria bendita de tu ser para siempre. Tu descanso es lo mejor que
tienes, lo mejor que eres, el ocio de la existencia, la benevolencia de tu
gracia, la celebración de tu esencia en medio de tu creación. Tu descanso es tu
sonrisa, tu amistad, tu perdón. Y ahora las puertas de tu descanso se me abren
a mí. Me llaman a tomar parte en las vacaciones eternas. Me invitan al cielo.
Me llevan a descansar para siempre. Un descanso tan enorme que uno tiene que
«entrar» en él. Me rodea, me posee, me llena con su dicha. Veo enseguida que
ese descanso es lo que ha de ser mi destino foral, palabra casera y divina al
mismo tiempo para expresar el fin último de mi vida: descansar contigo. Ahora
he de entrenarme en esta vida para el descanso que me espera en la siguiente.
Quiero entrar ya, en promesa y en espíritu, en el divino descanso que un día ha
de ser mío a tu lado. Quiero aprender a descansar aquí, a relajarme, a
encontrarme a gusto, a dominar las prisas, a evitar tensiones, a vivir en paz.
Pido para mí todo eso como anticipo de tu bendición venidera, como fianza en la
tierra de tu descanso eterno en el cielo. Quiero ir ya reflejando ahora en mi
conducta, mi lenguaje, mi rostro, la esperanza de ese descanso esencial que le
traerá a mi alma y a mi cuerpo la felicidad definitiva en la paz perpetua. ¿Cuántos
años me quedan a mí, Señor? ¿Cuántas oportunidades aún, cuántas dudas, cuántas
Masás y Meribás en mi vida? Tú conoces bien los nombres de mi geografía
privada; tú recuerdas mis infidelidades y te resientes por mi tozudez. Hazme
dócil, Señor. Hazme entender, hazme aceptar, hazme creer. Hazme ver que la
manera de llegar a tu descanso es confiar en ti, fiarme en todo de ti, poner mi
vida entera en tus manos con despreocupación y alegría. Entonces podré vivir
sin ansiedad y morir tranquilo en tus brazos para entrar en tu paz para
siempre. Que así sea, Señor[1] •
[1] C. G. Vallés, Busco tu
rostro. Orar con los salmos, Ed. Paulinas y Ed. Sal Terrae, Santander, 1989.
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