El diálogo entre el rey David y el profeta Natán es
todo un símbolo de lo diferentes que son las promesas de Dios y nuestros
deseos. El rey David se siente conmovido, a disgusto por el hecho de que él ya
está establecido en la tierra prometida, tiene paz y prosperidad y habita en
"casa de cedro". Este es el símbolo de que aquel pueblo que ha
caminado tanto, ha encontrado tierra y se ha instalado. El Arca, la presencia
de Dios, mantiene su aire andariego y peregrino. Dios permanece en el Arca que
atravesó desiertos. Un Dios caminante y un pueblo instalado. He ahí la tensión,
la exigencia y el escándalo. El buen deseo de David es contradicho y corregido.
Recibe una promesa de continuidad, de triunfo frente a los enemigos, de avance
de la estirpe que tiene una misión. Pero la construcción del templo es
reservada a otro. Esta narración nos hace pensar forzosamente en nuestros
diálogos y en nuestras peticiones con y a Dios. Queremos, conmovidos, instalar
a Dios, hacerle un templo estable. Nuestros sentimientos son buenos, pero no se
ajustan al misterio tan escandaloso de
los planes divinos. El templo será construido, pero también destruido. Y el
Cuerpo de Cristo para acompañar a todos los hombres se romperá y se hará
simiente de vida con su muerte. Somos contradichos y escandalizados por la
realidad de Dios. El Señor quiere seguir siendo peregrino, caminante por la
tierra y por la historia. Él nos mueve ¡nos hace movernos! Él nos muestra
siempre un más allá a nuestras intenciones tan cortas. Es necesario el silencio
el tiempo de reflexión, de oración. El Señor no ha querido instalarse, sino ha
elegido ser caminante de nuestro camino • AE
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