En el evangelio de hoy el
Señor distingue entre las buenas obras y las buenas palabras, y nos ayuda a
entender que no siempre se corresponden[1].
Y es que creer no es únicamente saber más que los demás, o saber descifrar la
voluntad de Dios, o tener como ciertas las verdades que la Iglesia nos propone.
Creer, con cuerpo y alma y todos los dientes es hacer un esfuerzo diario por
vivir una vida coherente con el evangelio. Hoy el Señor se dirige al pueblo de
Israel, y en él a nosotros. Israel es el pueblo que oficialmente había dicho sí a Dios, pero después no acepta el
mensaje propuesto por Jesús, a pesar de haber visto sus signos y milagros[2].
Israel no entiende que trabajar en la viña significa tener como criterio el amor
y el servicio a todos, especialmente
a los más desprotegidos. El Señor se enfrenta con unas conductas muy religiosas
y observantes de todos y cada uno los preceptos de la ley ¡pero impenetrables
al mensaje de amor y cercanía que él viene a traer! Y así es que presenta como ejemplares otras conductas
que pueden ser inmorales e incluso escandalosas de personas que se dejan transformar
por la luz y la fuerza del Evangelio. Hoy, en algún momento del día, podríamos
preguntarnos cómo nos relacionamos con la voluntad de Dios, si nos
identificamos en las palabras –la parte fácil- y en las obras. La gran
tentación que algunos tenemos es que, por andar en estos caminos de Dios, ya no
vemos la necesidad convertirnos constantemente, y al mismo tiempo salta la
pregunta desde la radicalidad: ¿Es entonces necesario volvernos publicanos o
prostitutas? No. El quid está
descubrir que de hecho somos publicanos y prostitutas, pecadores de una forma
o de otra, pero que cuando tomamos conciencia de ello es cuando se abre para
nosotros la oportunidad de ser como el segundo de los hijos, el que dice que no, pero luego se detiene un momento,
razona, comprende, cree, y se pone en camino a cumplir, lo mejor que le sale de
las ganas y las manos, la voluntad del Padre. Es ahí cuando hacemos esa Iglesia
de la que nos habla con tanta frecuencia el Santo Padre Francisco: «Jesucristo
quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la
fragilidad: una Madre que, al mismo tiempo que expresa claramente su enseñanza
objetiva, “no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con
el barro del camino”»[3] • AE
[1] Mt 21,28-32.
[2] Cfr. Jn 2,
11; 11, 38-44.
[3] Exhortación
Apostólica Postsinodal Amoris Laetitia,
n. 308. El documento completo
puede leerse aquí: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_exhortations/documents/papa-francesco_esortazione-ap_20160319_amoris-laetitia.html
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